Uno. Aquellas críticas caían mal y las grandes distribuidoras cinematográficas pusieron el grito en el cielo. O, para ser más precisos, en los oídos (y en los bolsillos) de los dueños del diario: decidieron quitar la publicidad. Ante las presiones, el administrador del periódico convocó al joven crítico.

–Usted sabe que es un empleado. Tiene que hacer lo que el diario le manda.

–Por supuesto, por eso recibo un salario quincenal.

–A partir de ahora, uno de los secretarios de redacción le indicará lo que tiene que escribir sobre cada una de las películas.

–Con todo gusto. Espero que retiren mi firma.

–Ah, eso no. Si le retiramos la firma, parecería que el diario lo está censurando.

–Entonces no puedo hacer lo que me pide. Mi trabajo está en venta. Mi firma no.

Luego de la charla, fue trasladado a la sección Movimiento Marítimo. Pocos días después, en abril de 1961, Tomás Eloy Martínez (TEM) renunció al diario La Nación. Los grandes cineastas del momento –François Truffaut y Jean-Luc Godard, entre otros– se manifestaron contra la censura, que también incluía a Ernesto Schoo. TEM pasó a formar parte de las listas negras y, recién un año después, Jacobo Timerman lo sumó a su nuevo proyecto, Primera Plana, el seminario desde el que renovaron el periodismo latinoamericano.

En junio de 2005, en una conferencia organizada por la Fundación de Nuevo Periodismo Internacional impulsada por su amigo Gabriel García Márquez, TEM resumió: “El único patrimonio del periodista es su buen nombre. Cada vez que se firma un texto insuficiente o infiel a la propia conciencia, se pierde parte de ese patrimonio, o todo”.

Dos. El periodismo está repleto de historias truncas, de las que no sabemos cuál fue su resolución final, abandonadas por un sistema que busca mantener la atención del público a fuerza de novedades permanentes. TEM se negó siempre a seguir esas normas. “El periodista no debe dejarse atrapar por las agendas de los demás. Debe colaborar para que el medio cree su propia agenda”, recomendaba.

Cuando se cumplían veinte años del bombardeo norteamericano sobre Hiroshima, se propuso viajar a Japón para entrevistar a los sobrevivientes. El administrador de Primera Plana sumó pasajes, hotelería, viáticos: cinco mil dólares. TEM explicó lo que podría ganar el semanario con la nota, pero se mantuvo la negativa. Contrapropuso: “Mándeme a Japón, le traigo la nota y el dinero”. 

Allí estuvo tres meses y, en el regreso, hizo escala en París y presentó su artículo a L’Express. Fascinada con el rigor y la calidad narrativa, la directora Françoise Giroud dijo que quería publicarla. Martínez puso dos condiciones: la nota valía cinco mil dólares y primero debía salir en Primera Plana. Con ese dinero volvió a Buenos Aires y lo entregó al administrador del semanario. Esas crónicas forman parte de uno de sus libros    ineludibles, Lugar común la muerte, publicado por primera vez en 1979 durante su exilio en Caracas.

Tres. “Un periodista que publica todos los boletines de prensa que le dan, sin verificarlos, debería cambiar de profesión y dedicarse a ser mensajero”, señalaba en la conferencia de 2005. 

Esa regla siguió TEM aquella mañana del 22 de agosto de 1972. A las 7.30, regresó a la redacción de Panorama, la revista que dirigía. Debía cerrar la edición en media hora, para llegar esa noche a los kioscos. Todos estaban desconcertados con la maraña de versiones oficiales y resultaba improbable el relato de la fuga. Decidió exponer sus dudas: “Cuando un Estado elige el lenguaje del terror, destruye todo lo que le da fundamento a instituciones”. 

Al día siguiente, todos los diarios reprodujeron la versión oficial. Sólo el texto de Martínez desentonaba. El capitán de navío Emilio Eduardo Massera llamó al dueño de Panorama para pedirle que despidiera al director.

Ante aquel nuevo despido, no se quedó de brazos cruzados: decidió ir a Trelew para profundizar la investigación sobre la masacre. Allí registró la enorme rebelión popular que se generó: una de las “más encendidas y secretas de la historia argentina”. El libro que reúne esas crónicas, La pasión según Trelew, es uno de los grandes clásicos del periodismo. 

En el prólogo de la primera edición, de agosto de 1973, escribió: “La primera intención de este libro es desafiar la impunidad. En un país donde los idealistas son mártires y los réprobos viven sin castigo, la memoria del pueblo siempre será más larga que las astucias de quienes lo repriman. Y si las páginas que siguen no contribuyen a derrotar las arbitrariedades del poder, al menos contribuirán a que no se las olvide”.

* Licenciado en Comunicación UBA. Docente TEA. Autor de ¿Quién construye qué agenda?