Inspirador no demasiado remoto ni demasiado oculto, y hasta sugerido quizás, por el apellido del protagonista, del “glíglico” de Rayuela (el lenguaje que inventan, a efectos eróticos, la Maga y Horacio Oliveira en los capítulos 20 y 68 de la novela de Julio Cortázar), Oliverio Girondo fue el más verdadero, lingüística y poéticamente hablando, de los vanguardistas de Florida, “desde que fuimos nosotros, los americanos, quienes hemos oxigenado el castellano, haciéndolo un idioma respirable, un idioma que puede usarse cotidianamente y escribirse de <americana>, con la <americana> nuestra de todos los días…”. Quienes, en la lengua literaria, lijaron lo sobrante que venía de la tradición y del Modernismo, y fundaron, a la manera de César Vallejo en el mundo andino, una lengua poética para el Río de la Plata. 

“Las chicas de Flores tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa” (“Exvoto. A las chicas de Flores”). Esto escribía él por los años ‘20, antes de empezar a recorrer el mundo, y llevarse a Venecia y a Verona, a Granada y a Tánger, los rumores de las soleadas mañanas de abril y las sombras de aquel “Nocturno” porteño, el de “la hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras”, y no se sabe “cuál será la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos”. Es quien incorpora la imagen audaz, ensayo de trasposición de la del cubismo, el expresionismo y el futurismo en la letra: “En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana” (“Apunte callejero”).

Viajero incansable, irreductible buceador, es hondamente argentino cuando mira, con ojos de habitante que solo puede serlo de aquí, un patio sevillano, un paisaje bretón, una fiesta en Dakar y, naturalmente, esa calle tan nuestra donde “con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil” (“Pedestre”).

El excéntrico, provocador numen de la histórica revista Martín Fierro (la que cambió para siempre, desde estos parajes del sur, tantas cosas de lugar en el mapa cultural de América, y de cuyo célebre Manifiesto, publicado en el número cuatro, fue Girondo, según todos coinciden en afirmarlo, autor), se regodea con las palabras, las tuerce, las exprime, las desorganiza y las rehace para dibujar con su nuevo lenguaje una urbe veloz y ajetreada, pero donde no falta una plaza en la que “los árboles filtran un ruido de ciudad” y hay “idilios que explican cualquier negligencia culinaria”.               

Fue también quien, de aquella vanguardia, incorporó a su vida personal las consignas de los dadaístas y surrealistas para que el arte se consustanciara con la propia existencia y esta a su vez con su manera de ejercer el arte. Decenas de actitudes y de gestos transgresores llenan su anecdotario hasta hoy; por eso sus amigos, en uno de los tantos homenajes de bienvenida o de partida le cantaban: “A veces rotundo / a veces muy hondo, / se va por el mundo / girando, Girondo”.

Es probablemente Oliverio Girondo el único de todos ellos que lleva en lo real a la práctica los postulados de la vanguardia, y eso durante toda su vida. Es quien arriesga los retorcimientos lingüísticos, las fusiones, las mezclas, las rupturas, los caligramas. Es quien no solo postula sino que practica, en su escritura, contra todo el campo literario y su adocenamiento, lo que en un plano más teórico aquéllas sostienen. Es también, como lo harán los surrealistas, quien ya comienza a hablar desde el inconsciente, quien recurre a lo onírico, rechaza la contención y la continencia verbal, en una aventura que lo acerca, casi lo introduce, en la escritura automática.

En 1922 publica su primer libro, Veinte poemas para ser leídos en un tranvía; en 1925, Calcomanías, y en 1932 Espantapájaros, y para publicitarlo sale en carroza, de las destinadas a los cortejos fúnebres, por las calles de la ciudad. Lleva un inmenso espantapájaros con sombrero de copa, monóculo y pipa, que al final instala, hasta su fallecimiento sucedido en 1967, en la puerta de su casa de la calle Suipacha. Publica otros libros (Interlunio, Persuasión de los días, Campo nuestro) y el culminante En la masmédula (1956), coronando en altísimo grado las transformaciones que su trabajo produce en la poesía argentina del siglo XX.

Con ser tan removedor como fue en materia lingüística para la poesía de principios del XX en la Argentina, es sin embargo un tema clásico, el del viaje, el que aparece como eje dinámico de la mayoría de sus libros. Bien que visto de una manera novedosa, propia de la modernidad, y equiparando capitales y ciudades históricas del mundo frecuentado y conocido, es fiel, en tal sentido, a una de las características de las vanguardias, la de ser cosmopolita, que lo es hasta el final de la experiencia, y a la que algunos estudiosos (Jorge Schwartz), llegan a llamar “la vanguardia cosmopolita martinfierrista”. Se trata, en realidad, como lo dice Girondo, de “carnets de viaje”, una suerte de cuaderno de bitácora encadenado, internacionalista, muy particular, en el que nos va integrando al mundo y, éste, a la Argentina, que es la que prevalece en la mirada, en la perspectiva, en el lenguaje íntimo.

Especialistas en la obra de Girondo, como el mismo Schwartz, ensayan una vision “deleuziana” de su obra entera (no demasiado extensa, para los cambios que provoca): una visión del barroco que “nos permite superar el universo de posibles contradicciones en la poesía de Girondo, comprender el sentido de sus aglutinaciones fonico-semánticas así como la proliferaciíon barroca que se opera especialmente en En la masmédula”.

Sobre él, escribió Francisco (Paco) Urondo palabras igualmente definitivas que le dedicara en La Opinión, en 1971: “Le ha ocurrido a Girondo lo que también le ha pasado a Macedonio Fernández, o le pasa a Juan L. Ortiz, cuyos trabajos –silenciosos por dignidad de ellos y ligereza de sus contemporáneos– signan toda una época y le abren un destino, la precipitan sobre el porvenir”.

* Escritor, docente universitario.