Hace pocas horas, la policía de la Ciudad detuvo al fotógrafo de Página/12 que cubría la protesta de los trabajadores de Madygraf comprometidos en seguir produciendo cuadernos a bajos costo. Bernardino Avila –el fotógrafo– fue quien registró la imagen –vista por el mundo entero– de la anciana que recoge una berenjena durante la represión al verdurazo efectuada días pasados por la misma Policía. Lo cierto es que el oscuro presente de miseria y represión que se cierne con la gestión de Cambiemos en nuestro país interroga las bases que hacen posible la convivencia en cualquier comunidad hablante. Se trata del definitivo descarte de las formas pseudodemocráticas con que hasta ahora el neoliberalismo hacía valer sus reglas para, en su lugar, poner en vigencia un declarado estado de excepción en que las garantías y derechos de las personas (salud, trabajo, educación, justicia, libertad) quedan sujetos, por vía del capricho del Estado, a la leyes del mercado que saquean el Estado. La detención de Avila resulta paradigmática habida cuenta de que pocas metáforas más pertinentes a la hora de ilustrar la represión del inconsciente que “el no querer ver”. 

Desde ya, toda la cuestión pasa por interrogar qué se hace para evitar que el actual desastre económico al que Cambiemos nos ha llevado con sus políticas neoliberales se perpetúe, para terminar en una situación similar a la que hoy amenaza sumir a la octava economía del mundo (léase Brasil) en la barbarie. En este caso, ¿qué hacemos los psicoanalistas? ¿Cómo nos plantamos ante el abismo que, hoy más que nunca, se a-vecina? Al abordar la relación entre psicoanálisis y política se suelen confundir dos niveles de análisis. Por un lado, la manipulación generalizada de los semblantes e identificaciones que ejerce la banalidad propia del marketing político. Y, por otro, la inherente condición política que distingue al ser hablante respecto de cualquier otra criatura del planeta, esa trágica alienación en el Otro del lenguaje que hace de un individuo un ser social. Se trata de la misma distancia que media entre la persona del analista y su escritura, entre lo que dice un terapeuta y lo que precipita en un tratamiento. La ética política del psicoanálisis descansa en esta grieta que separa la identificación al Ideal de la abstinencia que causa al sujeto. 

Así, no es lo mismo el cinismo o el bastardeo respecto de la praxis política, que el radical antiutopismo que distingue a la perspectiva lacaniana. Porque, si el primero hace foco en las miserias propias de los personajes que conforman esa actividad que los diarios –y los medios en general– llaman “la política”, el segundo en cambio sienta una posición que la ennoblece. 

Abordar la sociedad como un imposible, tal como hace Lacan, es poner en primer plano la condición por la cual hablamos: el malentendido que funda el lazo social. Ese imposible trágico hace posible –vaya paradoja– la creencia, la política... y el amor, nada menos. Poco favor nos hacemos los analistas si, a la hora de escuchar a un sujeto, desconocemos las coordenadas sociales en las cuales una persona habla. Freud nos enseñó que las palabras no son inocentes. Decir desaparecido no es lo mismo en Argentina que en París o Nueva York. ¿Será una coincidencia que nuestro país sea el mayor practicante de psicoanálisis en el planeta y, al mismo tiempo, la nación que más genocidas ha puesto en el banquillo de los acusados? ¿Será éste un dato propio de una ética política, o de una manipulación de los semblantes? 

Freud calificó a la comunidad humana como una gavilla de asesinos reunidos en torno a ciertos acuerdos mínimos con el fin de sostener algún nivel de convivencia. El aparato psíquico nace como consecuencia de esta cesión de satisfacción negociada: es el resultado  de la colonización de un cuerpo a manos del lenguaje. Tras la conciencia moral que atempera y encauza los impulsos queda velada, entonces, nuestra condición de meros objetos. Todo el campo de la experiencia está al servicio de negar y rechazar esta excepción ominosa que sin embargo compartimos. Así, la represión primaria es la condición de la palabra. Luego, pacto mediante, emergen algunas realidades como la moral, la justicia y, sobre todo el amor, esa llave que nos habilita para acceder al punto más alto de nuestra condición humana: la sublimación. Ocurre que, de tanto en tanto, aquí o allá sobre la faz de la tierra irrumpen zarpazos de aquel real oscuro, marca indeleble de nuestra condición de seres hablantes por la cual personas eligen someterse a un Amo tan sádico como cruel. La hora nos convoca para brindar una respuesta contundente.

* Psicoanalista.