Mi viejo nunca toleró tener un jefe. Como era un vendedor ambulante extraordinario, y como mi vieja ponía su cabeza de esclava en la guillotina para ilotas del capitalismo, él mantenía la suya fuera del agua. Cuando yo era muy chico vendía juguetes en los colectivos. En los 80, una pyme de tejidos a máquina inventada por mi vieja le permitió no hacer nada hasta mediados de los 90, o sostener sus vicios (básicamente, café y cigarrillos) a través de microestafas. Andaba por la ciudad a dedo porque odiaba el transporte público de Córdoba, garroneaba plata de las formas más inverosímiles (fingiendo ser un húngaro exiliado tras la caída del comunismo, por ejemplo) pero después de la debacle del 2001 ya no se pudo vivir del aire y volvió a la venta ambulante con un producto diseñado por él: condimentos fraccionados en bolsas de celofán, enganchados con una engrampadora en una tira celeste de cartulina. Mi vieja los fabricaba, y cada bolsa estaba rematada por un marbete de cartón grabado con una marca que la mente de mi viejo, misteriosamente enlazada al pulso ancestral y berreta del comercio, había inventado también: Especias Artesanales El sabor. 

Cuando era chico, fascinado por la leyenda de niño índigo que mi abuela propalaba sobre él y porque un padre siempre es un superhéroe, yo creía en todo lo que decía. Córdoba era una ciudad de mierda, el mundo era una cloaca llena de ventajeros o borregos, trabajar era el destino de los esclavos, y sólo nos salvaría la revolución. Pero a medida que fui creciendo, todo lo que viniera de él empezó a parecerme una agresión o una molestia. Había sido un mal padre. No había sido proveedor en absoluto, no había planificado nada, nos había puesto a mí y a mis hermanos en plena intemperie. No me había comprado ni un par de zapatillas. Había sido violento y descuidado, y yo había cargado su disidencia inútil como un estigma en el colegio, en el barrio y en todas partes. Me alejé de él apenas terminé el secundario, no sin un par de escenas teatrales de ruptura explícita (gritos, alguna trompada) y me dediqué a ser el tipo más normal que pude. Hice una carrera universitaria y la terminé un poco a los tumbos, y apenas conseguí un trabajo ligado a mi profesión sentí que había entrado en ese lugar del que él había querido excluirme: la normalidad. Agarré mi primer cheque como si fuera un cáliz, con el mismo arrobo ceremonioso. 

Sin embargo, cuando llegó el 2001 y él estaba vendiendo Especias Artesanales El Sabor, la rueda había girado y yo había dejado de odiarlo. Solamente cuando me juntaba con mis hermanos y mi tío Omar (hermano de mi viejo) y él estaba presente, subrayaba que si había sobrevivido no era porque sus ideas fueran sustentables, sino porque mi vieja lo había mantenido, o le decía en la cara que ni siquiera sabía cómo endosar un cheque (no sé qué me pasaba con los cheques). El respondía con un encogimiento de hombros y una sonrisa indulgente y tímida, como si pensara para sí que yo era una astilla molesta de ese mundo idiota que rechazaba, o simplemente un estúpido. 

Yo estaba en paz con todo. Por ejemplo, cuando estaba en un bar y lo veía entrar a vender especias fingiendo ser extranjero, lo tomaba como una curiosidad más de la ciudad, un detalle costumbrista, tal como lo veían mis amigos. Cuando se acercaba a mi mesa diciendo:

–Vuoi guardare qualcosa? 

Yo sonreía y le decía que no, que no confiaba en especias venidas de tan lejos, a lo que me contestaba en italiano (o en un cocoliche que mezclaba el español con un húngaro supuesto) que las especias podían durar años sin vencer, y que no las había traído de Italia (o de Hungría). Había que ser muy duro para no sonreír. 

Me dejó de dar gracia cuando empezaron a cargarlo con la Renga. Como yo no pasaba tanto tiempo con mi familia, algunos detalles de su vida estrafalaria se me pasaban, pero un día, mientras estaba tomando unos mates con Omar, mi viejo entró de particular mal humor a buscar algo, me saludó distraído y salió de la casa como si lo persiguieran, con su gesto paranoico de girar rápido la cabeza para todos lados, como si presintiera una amenaza inmediata. Omar dijo que debía haberse peleado con la Renga. No pude evitar preguntarme quién era la Renga, por qué un problema con ella lo pondría tan de malhumor, de dónde había salido un personaje al que de golpe mi tío le daba un estatus tan alto y tan definido, pero no quise aclarar las dudas con él. Intuía, detrás del apodo de esa mujer, algo hirientemente siniestro, algo que iba a romper el equilibrio establecido. 

Fue inevitable enterarme de lo que estaba pasando una semana más tarde. Hacía un tiempo que no veía a mi vieja y me tocaba una visita a la que me sentía mensualmente obligado, aunque siempre había cierto placer en esas sesiones. Iba a la casa en la que había nacido, ponía la pava para tomar mates con ella y me dedicaba a contarle mi vida como si fuera una cadena de triunfos, mirando con miedo las paredes al borde del derrumbe. Ella era una mujer realista y práctica y tomaba mi relato como lo que era, una mentira destinada a darme ánimos a mí mismo, y seguía con sus labores, que por esos días consistían en cortar las bolsas de celofán y en cerrar su base con el calor de la plancha, rellenarlas con especias, colocar el marbete de Especias Artesanales El Sabor y engramparlas a la cartulina. Mi viejo dormía. Desde hacía décadas le era imposible no dormir una siesta tardía que terminaba cerca de las ocho de la noche. 

–Ya se tiene que levantar –dijo mi vieja–. Está por pasar a buscarlo la Renga. 

Vi a mi viejo hacer todo su abúlico ritual de desperezamiento (mojarse  la cara y las axilas como una gallina, chancletear por la casa, tomar su té con galletas) y en un momento le llegó un mensaje de texto al celular. Se levantó, agarró su cartera y salió con el mismo apuro que de la casa de Omar. 

En su pieza, mi hermano Carlos estaba imprimiendo y cortando los marbetes (Especias Artesanales El Sabor se había vuelto una Pyme que los ocupaba a todos). Me quedé parado con el hombro contra la puerta dándole charla, hablando de qué banda y qué radio estábamos escuchando, de qué libros estábamos leyendo, y cuando sentí que había sido suficientemente cortés le pregunté a quemarropa qué era eso de la Renga. Era la segunda vez que lo escuchaba, le dije, y me daba intriga. 

Me miró sonriendo.

–Claro, vos no sabés nada. 

Resultó que mi viejo necesitaba una changa más para completar sus ingresos, y salía con esta mujer a hacer de remis trucho desde hacía unos meses. Carlos no sabía de dónde la conocía. Lo que sabía es que tres o cuatro días a la semana salía con ella y volvía cerca de las doce de la noche con el mismo sucio rollo de billetes a contarlos obsesivamente de madrugada en la mesa del comedor, como si el mero acto de contarlos los multiplicara. La relación con la mujer, además, no era del todo clara. Eran algo así como amigos, algo muy extraño en un hombre sin amigos como mi viejo. No podía preguntar lo obvio porque me daba vergüenza, incluso hablando con mi hermano. Mis padres tenían una relación que le permitía a él cierta flexibilidad romántica, aunque no a mi vieja. ¿Tendría una relación sexual con la famosa Renga? Carlos me dijo que se llamaba Elisa. Le pregunté por qué le decían la Renga. 

–Es renga –me respondió él, que en general odiaba los detalles.   

Traté de no prestarle atención. ¿Qué me importaba a mí? A las peleas a los gritos de mi viejo con colectiveros, a su estilo particular de venta ambulante, a su sistema de transporte consistente en hacer dedo en  los semáforos, ¿qué componente de vergüenza agregaba que saliera a hacer de remis trucho con la dichosa Elisa, y que el mundo le atribuyera un romance con esa mujer? ¿No tenían los rengos derecho al amor? La ligera incomodidad que sentía me obligaba a reprocharme la careteada. Mi viejo, después de todo, era un trabajador informal, y además un tipo raro. ¿Por qué yo necesitaba, para no sentir vergüenza, que fuera un vendedor de seguros, o de autoplanes, o un bancario monógamo, sin amoríos públicos con rengas? Suponía que esos deseos venían de haber vivido toda la vida en un barrio medio pelo, pretencioso, en una ciudad en la que casi todo el mundo se manejaba con prejuicios y con una idea de normalidad propia de una propaganda de obra social. 

Decidí que no me importaba e hice fuerza por no pensar en eso, pero mi viejo no me dejó. Unos días más tarde me preguntó si podía prestarle libros a la Renga. Ella era una lectora delicada, una persona informada, pero se le habían acabado los libros para leer en la casa y no estaba como para ir al centro a librerías y recorrerlas, y además  sabía que yo escribía y me dedicaba a algo parecido a la literatura. Había leído un cuento mío que había salido en una revista y me mandaba con él sus felicitaciones. Armé un paquete con libros de Onetti y García Márquez y se los envié, y cada vez que  veía a mi viejo él se encargaba de recordarme que la mujer (decía “la Renga”) los estaba leyendo. Cuando lo veía de malhumor, mi hermano le hacía bromas de mal gusto con la Renga. ¿No te lo presta la Renga?, decía mientras mi vieja se reía. Por razones que no puedo explicar, la situación me exasperaba, y por eso mismo yo sostenía una voluntad inútil de no enterarme de nada concreto. 

Un día un amigo me dijo que estaba seguro de que era mi viejo quien lo había llevado en un Volkswagen 1500 beige. 

–Iba con una mujer rarísima –me dijo mi amigo ladeando la cabeza y levantando las cejas–. Una mujer de pelo corto, amarga, que le reprochaba todo lo que hacía. “¡Doblá acá! ¡¿Pero por qué vas por acá?!”, y así. Parecían un matrimonio viejo de comedia, pero de una comedia siniestra, como Tira a mamá del tren. La mujer no se daba vuelta en ningún momento, iba rígida mirando al frente, así que ni le vi la cara. Era como subir al tren fantasma. 

Ese relato había bastado para redoblar mi irritación: la gente que me conocía estaba al tanto de esa mancha  de aceite que la Renga proyectaba sobre mí. Empecé a andar por mi trabajo, por las calles, por los bares, por mi libertad conquistada en base a un salario esclavizante con el sobresalto imaginario de saber que mi viejo circulaba por la ciudad en ese Wolkswagen 1500 beige haciendo de remisero (y quién sabía qué más) con esa mujer. Decidí no ir más a la casa de mis viejos para evitar pensar en eso y evitar, de paso, el humor de mal gusto de mi hermano, y cuando mi viejo me llamó diciéndome que la mujer había terminado los libros le dije que podía quedárselos, que no pensaba volver a leer El astillero.

Con los días, sin embargo, me olvidé del tema. Era obvio que todo iba a volver a la normalidad, a lo que fuera la normalidad alrededor de mi viejo, y el ritmo de mis rutinas me arrastró por una corriente desagradable de sumisión y tonterías. Trabajaba en una oficina en el centro pero de vez en cuando iba a ver clientes de la empresa, en el ejercicio de una función que me obligaba a desplegar un carisma que no tenía. Mi trabajo consistía que retener clientes en un servicio innecesario y hasta perjudicial, y a veces me tocaba visitar a algún desertor en casas ubicadas en barrios reventados por la crisis.

Una noche salí de una visita pasadas las nueve y el verano había armado sobre la ciudad una tormenta espontánea que amenazaba con destruirla. Estaba en avenida Sabattini esperando un colectivo que podía no llegar nunca, y desde ahí se veían los rayos enloquecidos sobre los edificios del centro, arañazos plateados en la oscuridad terrosa y electrizada del cielo como una burla a los peatones pobres. Empezó a llover, primero tenuemente y después con toda la furia de una tormenta de verano, con las gotas repiqueteando en el asfalto como balazos entre los papeles que volaban desquiciados por el viento. Decidí esconderme debajo de cualquier cobijo, pero entonces el Volkswagen beige estacionó en la parada. La cara de mi viejo apareció al bajarse la ventanilla. 

–Subí –gritó. 

En una milésima de segundo tuve que calcular todo: podía mojarme hasta la enfermedad, podía morirme podrido en Empalme, o podía subirme a ese auto y andar las más de cien cuadras que me separaban de mi destino en Poeta Lugones con él y la Renga. Ahí adentro, en el asiento del conductor, estaba la famosa Elisa, aunque desde afuera no se la veía. Mi viejo me apuraba, y decidí subir. 

Entré mojado a la oscuridad del auto intentando instintivamente no ver la cabeza de la mujer, un casco lacio y cobrizo sobre un cuello delgadísimo. La saludé sin intentar darle un beso y ella respondió con voz gutural, como si imitara a un hombre. 

El interior del coche era excesivamente prolijo y olía a desodorante de vainilla. 

Mi viejo me preguntó a dónde iba, le dije la dirección y arrancamos. Me explicó que en general el auto lo manejaba él, pero que Elisa lo había pasado a buscar hacía minutos y no había tenido tiempo de hacer el cambio de conductor, porque la lluvia lo impedía. Mientras me acomodaba, mi viejo agregó que si la tormenta amainaba en el camino iba a parar a hacer el cambio de conductor y a comprar cigarrillos. Ellos parecieron olvidar que yo estaba ahí atrás y, mientras yo miraba en silencio el paisaje inundado de la ciudad, empezaron con su rutina, esos reproches y rezongos de los que me había hablado mi amigo y que parecían completamente indiscretos en la intimidad compulsiva de ese servicio que, aunque informal, era público. Noté que, a diferencia de lo que me había contado, se trataban de usted: “No vaya por ahí. ¿Por qué dobló en esta si podía seguir hasta tal otra?” Realmente parecían no darse cuenta de que yo estaba con ellos, ni que los rodeaba una ciudad. Cuando no estaban discutiendo, mi viejo hablaba sobre las cosas que le interesaban siempre: el intendente era un idiota, o un hijo de puta; había descubierto un bar en el que los mozos no te tiraban el café en la cara y lo servían acompañado por un vaso de soda grande. La mujer lo escuchaba y asentía, hacía comentarios breves pero interesados, atenta a ese relato que a mi vieja, a mis hermanos y a mí nos hubiera exasperado. 

A veces caían en silencios que parecían no incomodarlos. Sus cuerpos estaban como en dos dimensiones paralelas, como si no pudieran cruzarse, una impresión favorecida tanto por la rigidez propia de la enfermedad de la mujer como por el habitual envaramiento de mi viejo, que era incapaz de tocar a otro ser vivo. 

Cuando promediaba el viaje él le dijo a ella “pare acá”. La lluvia raleaba. El auto se detuvo, él bajó a la vereda con los dos bastones que llevaba entre las piernas y dio la vuelta por adelante del 1500 hasta llegar a la puerta del conductor. La abrió y ayudó a la mujer a bajar, sosteniéndole los bastones. Lo hizo con un cuidado y una paciencia que no le había visto en ninguna circunstancia de la vida y con ninguna persona salvo, quizás, su propia madre. De la misma manera la acompañó mientras ella rodeaba el auto por el frente apoyándose sobre los bastones con su cuerpo quebradizo (sus piernas parecían no tener forma debajo de los pantalones) y la ayudó a sentarse en el asiento del acompañante. Nunca había dejado de sostenerle el brazo. 

 Mi viejo cerró la puerta y fue hasta el kiosco. 

–Le  dije un millón de veces que no hace falta que me ayude– dijo la mujer irritada. Se la sentía fastidiada, como si la situación se repitiera todo el tiempo. Dejó pasar un segundo y giró hacia mí–. Le quería dar las gracias por los libros– Su rostro era duro y enjuto, la piel lustrosa y apergaminada. Hablaba rápido, como si quisiera terminar de decir lo que estaba diciendo antes de que mi viejo volviera–. Me había quedado sin lectura, en casa. Ya agoté toda la biblioteca. ¿Sabe? –no esperó que yo dijera nada–. Antes leía mucho, leía todo el tiempo. Pero desde que me salió la jubilación y no tengo que salir de casa ya no compro libros. Escucho la radio y miro televisión, pero no me gusta, no es lo mismo –Se rió como si tosiera–. Es como si hubiera sabido que lo íbamos a encontrar a usted. 

Con esfuerzo sacó los libros que le había prestado de un bolso y me los alcanzó. 

–Gracias –dijo con delicadeza. 

–Por nada.

–Perfectos. Parece que supiera lo que me gusta leer.

Necesitaba distracciones, agregó. Hasta hace poco pasaba las tardes y las noches hablando con su madre, pero justo ahora que le había llegado el retiro no podía hacerlo. Le pregunté si su madre había fallecido. 

–No. 

Mi viejo subió por el lado del conductor, empezó a accionar los comandos del auto adaptado y arrancó el tramo final del viaje. 

Había prendido un cigarrillo, pero apenas hicimos media cuadra la mujer le recordó que le había dicho “un millón de veces” que no fumara en el auto, a lo que él respondió con un bufido y tirando el cigarrillo por la ventanilla. Las cuadras que faltaban las hicimos en silencio, bordeando el cantero inundado de Cardeñosa. No dejaba de hacerme preguntas. ¿Por qué salían a llevar desconocidos en la noche? ¿Cuánta plata podía darles ese negocio? ¿Por qué se hablaban de usted, cómo se habían conocido, de qué hablaban todo el tiempo que pasaban juntos, si es que lo hacían? Pero ni siquiera eran las preguntas correctas. Era probable que no hubiera preguntas correctas. 

Cuando llegamos, lo miré a él con la sensación de haber sido derrotado, pero eso lo tenía sin cuidado. Tenía la vista obstinadamente clavada al frente, perdido en su propia cabeza. 

El auto se detuvo suavemente y me bajé en el aire helado de Poeta Lugones.

–Nos vemos –dijo mi viejo al sentir el portazo. 

–Nos vemos. 

–A lo mejor me puede hacer llegar otro libro con su padre la próxima vez que lo vea –me dijo Elisa con seriedad a través de la ventanilla. 

–Seguro –le contesté. 

Y mientras el auto arrancaba lentamente la saludé con la mano, aunque ya no me veía. A través de los cristales se distinguían las dos cabezas firmes, inmóviles, mirando al frente, y hasta podía adivinarse el silencio en el que iban sumergidos mientras la lluvia empezaba a caer de nuevo sobre la ciudad.