Había una vez un hombre que llegó al pueblo con un garrote del tamaño de una ballena. A los golpes despertó a sus habitantes y los reunió en la plaza principal. Desde ahora, dijo con voz de barro, todo lo que hay acá me pertenece, empezando por ustedes. 

–¡Ojo eh! Los revientou. Ojazo ojito ojete. 

Dicho esto, levantó un par de perritos y se los echó a la boca. Masticó uno, hizo un globo con el otro. Era un hombre con decisión. Los animalitos no aullaron ni sufrieron porque eran de plástico y peluche (ya sé que los peluches tienen alma, pero estos justo no). En cambio, a un hombre que se puso a contestarle así y asá lo miró mal. Le gruñó. Y como el tipo hacía ademanes y no paraba de quejarse, le dio con el garrote hasta dejarlo recontraliso, como cuando se te cae una bocha de helado en el asfalto. Sangre sabor helado frutos rojos pero caliente... más caliente que pedazo de vidrio en el desierto de Sonora. El pueblo enmudeció. Después de aplastar al tipo, el hombrotón levantó el garrote como quien observa la mira de un fusil. 

–Taza taza cada uno a su casa.

Del tipejo escaparon olores con ansias de extremaunción. Fantasmitas de a colores que alguien dibuja por error y en el mejor de los casos, por odio. Sangraban sus mollejas y era una pura sangre de sandía. ¡Como una fuente! Alguien gritó: como un volcán. Entiéndase que eran sangrías a pleno porque el gigante no jodía. Esto iba en serio.

Todo se veía muy trágico hasta que alguien dijo:

–Te la zampa y zas... agarrate san Blas.

Qué cosa la vida cuando se pone así, tan a punto de lo terrible que ya no merece representación. Es el momento en que la tierra entera lanza una carcajada y parece que el mundo se va a terminar. Qué digo, es peor: uno siente que el mundo se terminó y hay que remontar esa pérdida, la pérdida de todo lo sabido y conocido.

Tremendo problemón, justo en el pueblo que era famoso porque jamás de los jamases se hacía problema por nada. Pueblo ostra, de mirada puesta en el mosaico o vuelta para adentro... Todo lo absorbía en su silencio construido con brillante malicia. Pueblo agrio y falto de poesía, débil a contraturno, de chanchullos desvanecidos.

Venía bien el cuento. Ahora hiede. Aquí vienen a prohibirlo. 

–Que se cuente ya la cosa.

–Sin más retrasos. 

–Que se aclare de una vez. 

Desde acá les decimos:

–¡Fuera simplistas! Esto recién empieza y se termina cuando se termina.

–¡Atrás, liendres censoras!

–¡Puaj! 

Remontémoslo, así no se lo llevan (quede claro: que no se lleven el cuento porque cuando alguien deja de contar, lo que se muere se va del mundo y es muy difícil que regrese).

Bien, ahí tenemos al hombre del garrote grande como una ballena dele que te dele masticar.

–Ñam ñam, arfff, mmm, ajum.

Tanta comida y trifulca le dio sueño: ahí nomás se echó, a un costado de la fuente. Sin hacer el menor ruido, los vendedores de camarón y tortitas desarmaron sus puestos.

Y es que apestaba el hombre infernal. 

Olía a rayos; a liebres puestas a secar después de corretear durante días por los campos de guerra. A ínfulas de candidato cuando dice lo que dice sabiéndose mentiroso. A coliflores que se echan a perder en los refrigeradores. Olía como huele el amor al segundo después de romperse.

Dejémosle soñar un rato y vayamos al otro sector, donde el pueblo cuchicheaba muy quedito, con tal de no despertar al hombrotón. 

Y cuáles cosas se decían: 

–Oigan, tenemos que hacer algo. 

–Pues matémosle de una vez.

–¿No ves que es invencible?

–Nomás se arme el zipizape y nos deja en pura calaca.

–¡Oigan mis Rambos! Ya nombrémoslo alcalde y listo, ¿no? Si el que tenemos no sirve para nada.

–Hablando de burros, ¿dónde está el nuestro?

–¿El alcalde? Es el que acaba de matar el tipo con su tremendo palote. ¡Quedó liso como chancla! 

–Híjole, es cierto... por allá andan llorándole el matasanos y sus comadres.

–Estamos desgraciados.

Así seguían, de palabra en palabra, sin encontrar solución. Uno sugirió ir por un brujo para que le encaje un hechizo. Llegó el brujo, empinó aguardiente y lo escupió en lluviecita sobre el cuerpo del hombrotón. Dijo unas palabras huecas y también dijo otras palabras, más oscuras. 

–Este hombre no se derrota así nomás. 

–¡Por qué!

–Porque es un gigante de los buenos –dijo el brujo.

–Híjole. Está cabrón.

El brujo dijo que sí con la cabeza y se marchó. 

–Escuchen bien, pobladores –dijo el subalcalde–. Los que quieran irse, contra su propio riesgo. Los que no, seguiremos urdiendo un plan conciliatorio. Podríamos darle algunos animales o las parcelas que miran hacia el río, con tal de que nos deje hacer en paz. Nadie quiere morir engarrotado. Nadie quiere terminar así. Nacimos para ser libres. Lo demás no importa nada. 

Los pobladores se miraron. 

Mejor se lo pensarían en sus casas. Tal vez mirando televisión se les ocurriera alguna idea. 

Cuatro pescadores se quedaron en la plaza. Si el hombre del garrote de ballena se movía harían sonar las campanas de la iglesia. Antes de las seis, los pobladores deberían acordar una solución. 

Pues bien, pasaron las seis y nada.

El hombrotón no despertó.

Los del pueblo se quedaron mirando televisión. 

En los informativos, una vez descripta la pauta meteorológica, se enumeraron los muertos del día (en motines, accidentes y fenómenos naturales) aunque omitieron el caso del alcalde muerto en manos del hombre del garrote ancho como ballena. El hecho no había trascendido y tal vez era mejor, porque si llegaba a enterarse la televisión se pondría de inmediato a favor del hombrotón. Eso lo sabían todos. También era probable que alguien de la televisión lo hubiese mandado para arruinar el pueblo y luego comprarlo a un precio de regalo. Lo que fuera sería contado en primicia y con lujo de detalles. 

El pueblo, mientras, se debatía en otra nadería de infiernillo. Qué difícil le resultaba tomar una decisión. Pura gente dormida. Narcotizada. Eran lo menos de lo menos. Qué difícil, pues, la decisión colectiva: pueblo más duro que coraza de armadillo. Allí no había acuerdo posible, ni ante la misma desgracia.  

(En este punto, el relato infantil naufraga. Habrá que convencer a las grandes editoriales y a las maestras de que es un cuento apto para trabajar en la clase. Maestros que no leen desde hace un siglo y grandes editoriales que ponen a hibernar sus anzuelos: huesos duros de roer.)

Al pueblo había llegado, esa misma mañana, una orquesta de animales músicos. La presencia del hombrotón hizo que nadie le prestase atención a la banda, y eso que los animales habían hecho sonar sus instrumentos cuando el garrote de ballena le dio con todo al alcalde: lo que sonaba “plaf plaf plaf” no era el cuerpo ni el garrote, eran los platillos que la comadreja manejaba con una pericia del demonio. 

La banda tenía un plan.

Tocar una polca que hiciera bailar al hombrotón. Un salto y otro salto. Hasta el barranco. Y allí el río demoledor lo revolcaría hasta lo más profundo. ¡Y listo!  

El subalcalde dijo:

–Toquen. Va contra su propio riesgo.

–¿Y si nos sale bien?

–Los felicitamos.

–No necesitamos que nos feliciten. Queremos un millón de pesos. 

–¿Y para qué quieren un millón de pesos? Ustedes son animales. Es decir, son incapaces de manejar dinero. 

–Bien, entonces nos vamos. 

–¡No! Esperen. 

–Queremos el dinero. Ya mismo. 

–¿Cómo?

–Ya mismo, sí. 

–En un carrito. 

–Vayan por el millón. 

–Recién ahí haremos que el hombre del garrote con forma de ballena camine hacia el barranco y se arroje al río, ahogándose.  

El subalcalde llamó a dos pescadores y corrieron hasta el banco. 

Al rato regresaron con el carrito lleno de dinero. De lejos semejaban ladrillos; de cerca, los billetes parecían ejemplares de biblias. Es así, cada uno ve lo que quiere ver.  

La banda de animales comenzó a tocar. Se movieron hacia el sur. El caserío se perdía entre unas lomas que se precipitaban al barranco, allí donde corría un río remolón que se hacía muy cruel en las temporadas de deshielo. Tocaban, los animales, cierta marcha nupcial (ya no la polca prometida). Los del pueblo subieron a los techos por recomendación de los músicos. Así podrían ver cómo ellos se llevaban al hombre y su garrote hasta la garganta del río. Serían testigos privilegiados del final.

Allí, pues, iba la banda de animales. Tocaban, sí. Ejecutaban muy bien. Los marsupiales, a cargo de las flautas y los oboes, se habían puesto unos arneses dorados para mover el carrito con el millón de pesos. Los del pueblo vieron cómo la banda iba alejándose. Cada vez más. De repente, una loma los cubrió. Escucharon cómo la música iba debilitándose hasta hacerse un quejido imperceptible. Y luego el viento. Y al final, ya ni siquiera. 

En la plaza principal, mientras tanto, el hombrotón dormía. 

Una hormiga lo despertó. 

Todos callaron.

A la media hora, el hombre dijo:

–Me cansé de jugar. No los revientou nada. Chau aldeanos.

Se levantó, alisó su traje de papel de diario y le dio un beso a su garrote del tamaño de una ballena. Un remolino de pájaros se instaló en su pelambre. El hombrotón se rascó con mucho cuidado para no molestar a las crías. Salió del pueblo por el mismo camino que había entrado. Lo vieron irse hasta que se hizo más chiquito que bicho colorado. 

Al día siguiente todo había vuelto a la normalidad. 

Bueno, casi todo. 

Ustedes saben. 

Ni bien se fue, los del pueblo supieron que lo iban a extrañar. 

Al modo de los consuelos de naturaleza práctica, en la rotonda de acceso le construyeron una estatua a imagen y semejanza (no se pusieron de acuerdo en cómo esculpir semejante cabello ensortijado; probaron con copiar la Medusa de Bernini y como no les salió terminaron peinándolo con raya al costado, a la manera de los próceres). 

Uno que fue al pueblo a vender perfumes y herramientas me contó que todavía la escuela primaria lleva el nombre del hombrotón (sepan ustedes disculpar que ahora no se me venga a la cabeza; hagamos esto, piensen en el nombre de alguien bien necesario y vámonos, que quede ese que elijan en los carteles indicadores). 

También me dijo que cada vez que llueve, los más sentimentales aprovechan para llorar su ausencia. Con discreción, guardan sus lágrimas en un enorme guante de agua que les hace recordar al hombrotón y sus modales.

Cuando el sol seca sus lágrimas, son más felices.