El estilo alcanza hasta a los victimarios. Los del una más, por ejemplo, pueden elegir ejecutar de a varias mujeres a quienes imaginan unidas bajo la forma de la alianza familiar como Daniel Zalazar que mató a su ex pareja, Claudia Lorena Arias (30), a su tía Marta Ortiz (45), y a su abuela de Silda Visenta Díaz (90). O prefieren arrasar con fuego, esa materia capaz de atentar contra la belleza, destruirla bajo el fantasma de secuestrarla de la mirada de los deseos ajenos como hizo Adolfo Ezequiel Farina con Gina Certoma. Pero ¿nadie escuchó el llamado de las víctimas?  

¿Es posible que el sentido de los gritos oídos por la vecindad recién hayan adquirido sentido al conocerse el desenlace? “Le pegó durante toda la semana” han declarado, según los diarios, los vecinos de Gina Certona.

Y cuando el triple crimen de Mendoza, María Pía López salió a contar: “El lunes, charlando con un compañero de trabajo, él dice: para que un profesor de karate mate tres mujeres tiene que haber datos previos. Comentarios de vestuario, charlas entre machotes, misoginia social. El crimen se anticipa. Asentí sin terminar de pensar lo que él decía. Hoy circularon audios de Zalazar, autor de triple femicidio en Mendoza, festejando un femicidio en Río Negro y anunciando ‘ni una menos, las pelotas’. (…) ¿Quién escucha los wasap de un futuro asesino? ¿Qué caldero son las conversaciones de vestuario?”

Y ahí María Pía, que hace de la escritura una acción, largó un verbo estratégico: conventillear: “Escuchar a las amigas, a las vecinas, a las mujeres de la familia. Escuchar incluso sus silencios, ofrecer la mano, cuidar, acompañar a denunciar, hacer un hueco en la casa propia. Fundar red. Conventillear. Armar la caldera. Brujerías necesitamos. Organización y trama. La consistencia de una amistad nueva, singular, micropolítica, amorosa. A la red social que tolera y ampara la misoginia contraponerle otra. Defensiva y constructiva. De eso se trata”.

Convento e insurrección

Fue la craneoteca científico-política, autora del concepto Argentina en el siglo XlX, la que, con esa soltura de impunidad para criminalizar lo que ha generado, del Estado en cualquiera de sus brazos tasadores, reconoció, al cubrirlo de anatemas, la potencialidad política de conventillo. El Dr. Rawson, por ejemplo, se explayaba: “Pensemos en aquella acumulación de centenares de personas, de todas las edades y condiciones, amontonadas en el recinto malsano de sus habitaciones; recordemos que allí se desenvuelven y se reproducen por millares, bajo aquellas mortíferas influencias, los gérmenes eficaces para producir las infecciones, y que ese aire envenenado se escapa lentamente con su carga de muerte, se difunde en las calles, penetra sin ser visto en las casas, aun en las mejor dispuestas; y que aquel niño querido, en medio de su infantil alegría y aun bajo las caricias de sus padres, ha respirado acaso una porción pequeña de aquel aire viajero que va llevando a todas partes el germen de la muerte.”

El higienismo era metafórico: la verdadera infección es la pobreza cuando hace comunidad, el cocoliche sindicalizado ante un Estado que obliga a hablar la lengua de la Nación. El patio del conventillo es menos el de los gérmenes que podrían escaparse hacia los lugares limpios y bien iluminados de los ricos –como si tuvieran voluntad– que el del embaldosado de la protesta; asambleas de anarcos y socialistas, que en 1907 le pelearon a la fábrica el espacio de la huelga. En la década del ochenta la luz de los cuadros no era pictórica: representaba a la ratio, la ciencia, el orden como perímetro de los excluidos. En Un episodio de fiebre amarilla de Manuel Blanes la paleta de los colores claros se mezclaba sobre la cabeza de los médicos representados, Roque Pérez y Manuel Argerich y se oscurecía sobre el cadáver tirado en el piso del conventillo. La imaginación reaccionaria piensa a la villa en blanco y negro aunque la fiesta le ponga bombitas de colores y el sol raje la tierra de los pasillos. Con el avance del capitalismo tutelado el “foco” nombrará a la “subversión”, la “oscuridad”, a la noche de la militancia clandestina.

Política de la vecindad

En la película Los rubios de Abertina Carri, una vecina del barrio donde militaban los Carri y fueron secuestrados los evoca como rubios, aludiendo quizás a la extrañeza de los desaparecidos, identificados como de una clase social diferente, misteriosos y por eso, vagamente enemigos. Durante la vuelta de Carri al territorio de sus padres, los vecinos temen; apenas entreabren sus puertas, un secreto amenazado intercepta la habitual complicidad con la cámara. Una dice no reconocer a Albertina pero sin embargo le señala que ha cambiado, otro evoca el buen trato de los militares durante el operativo que desapareció a los Carri, sólo una, esa que los considera rubios, embelesada por su propio protagonismo, se explaya sobre el secuestro, haciendo hincapié en el despliegue del ejército en los fondos de la  casa, la agitación del barrio, en fin, su único momento épico. En su testimonio no hay juicio sobre lo acontecido ni compasión a las víctimas, más bien parece preocupada por ser rigurosa en sus recuerdos.  

Durante la dictadura, bajo el nombre de “vecino” se denominaba, más allá de la acepción habitual del término, a aquel que estaría más allá de los bandos en pugna pero a quien había que exigir un compromiso efectivo  como “pueblo”. El primer Cuerpo del Ejército, invitaba explícitamente a la delación: “Todos estos (hechos) ocurrieron y ocurren porque permitimos el ocultamiento de los delincuentes subversivos y su proliferación ya sea por temor o por no adoptar una posición que siempre fue de argentinos: tomar partido. Convoquémonos de una vez por todas para terminar con la delincuencia subversiva. Piense el pueblo que con esas armas pueden ser muertos un pariente o un amigo y tome partido. Haga cálculos y piense si todo el dinero material y recursos humanos se hubiera dedicado al bien cuántas escuelas, viviendas obreras, material para hospitales se pudieran haber dispuesto. Denuncie todo hecho que le parezca anormal” (La Opinión, 24 de septiembre de 1976). La familia es el elemento de extorsión y el cálculo económico que sugiere desvío de capitales utilizados en armamentos hacia obras sociales, apela a un sentimiento abstracto de altruismo propuesto como para-ideológico mientras en la praxis imperaba la política económica de Martínez de Hoz.   

En Montoneros, si la palabra “pueblo” se reservaba a los comunicados de la organización y sus órganos de prensa, la agencia clandestina ANCLA solía cambiarla por “vecinos” para construir la figura de alguien que, sin ser militante, conservaba una ética no transformable por el terror, quizás las de esos “hombres que se atreven” que elogiaba Walsh en Operación masacre o simplemente respetuosos de la legalidad constitucional. Incluir en los cables la palabra “vecino” daba también la idea del apoyo popular y la potencialidad expansiva de la organización. Cuando comienza a difundir los partes de Cadena Informativa –casi una agencia de autor–, Rodolfo Walsh encuentra una síntesis perfecta: “Cadena informativa puede ser usted mismo, un instrumento para que usted se libere del terror y libere a otros del terror. Reproduzca esta información por todos los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo. Mande copias a sus amigos; nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad”. Ver, denunciar y difundir forman parte del mismo acto que haría de uno, muchos y propondría una verdad no capitalizable por la militancia. Además, si  avisar a ANCLA implicaba un informante enterado, éste podía ser un militante alejado de Montoneros pero que seguía manteniendo vinculación  con la agencia, un familiar o amigo de desaparecidos cuyas razones eran más afectivas que ideológicas, un integrante de algunos de los partidos políticos proscriptos o alguien que había  apelado a la prensa pública. Es el caso de Isaías Zanotti, de Villa Carlos Paz, quien el 16 de septiembre de 1976, enviara al director de La Voz del Interior, Dr. Juan Ramoneda, una carta difundida por ANCLA el 20 de octubre donde contaba cómo luego de perder el motor de su lancha en el lago San Roque –había estado pescando con unos amigos–, contrató a dos buzos que se negaron a seguir su tarea “diciendo que se habían encontrado con un cuadro bastante horroroso, ya que habían contado siete u ocho cadáveres en el fondo, con una cosa redonda que les sujetaba los pies y que ellos no querían proseguir la tarea”.

El hombre ejercía su testimonio sin medir las consecuencias y con la precisión urgente de quien asume un deber: “Salimos del lago y nos dirigimos a la comisaría de la villa para presentar una denuncia, pero no nos la quisieron recibir. Finalmente pensamos en escribir a su diario, a ver si recibimos una respuesta más satisfactoria. Sin otro particular, lo saluda atte Isaías Zanotti, Boulevar Sarmiento 70, Villa Carlos Paz”. He ahí un vecino ejemplar.

Elogio de conventillo

Las paredes son porosas a los sonidos íntimos, a los gritos destemplados, a los ronroneos del amor y el oído popular, aún en medio del sueño pesado luego del trabajo agotador, sabe diferenciarlos, las puertas abiertas sobre el patio son el facebook con piletón que funciona cuerpo a cuerpo. Es lo contrario al no te metás: la intriga exagerada por las necesidades seductoras del relato, el chisme sin la confirmación de testigos protege, más valen la calumnia y el error que llama a meterse donde no lo han llamado que la indiferencia timorata que entorna los postigos en nombre de la buena educación; meterse, sí, promiscuidad es seguridad; la privacidad es burguesa, goza de la distancia de un pasillo de propiedad horizontal en cuyo extremo el otro se parapeta tras el ojo de una mirilla que identifica o deja caer, sino se ha pasado el indetikit, con un chasquido su puertita de mínima guillotina. Meterse es la consigna ya que a menudo la letal cerrazón de la escena que avanza de la subida de tono al irse a las manos entre fuerzas desiguales, suele vacilar ante la interrupción.

Vecino, entonces, es el que se mete, no el que se mete para adentro, ese a quien los gritos de auxilio, el ruido de los golpes y las rodadas le hacer revisar las alarmas, bajar las persianas, y leer con satisfacción que van a meter entre rejas a los de catorce antes de que se le acerquen a las que guardan su propiedad.   

Alguna vez escribí, luego del femicidio de Wanda Taddei y me resumo: “Vecino, hoy debería entender que la seguridad no es la de sus bienes, incluido el de la vida ante otro potencialmente depredador, sino la de quien, del otro lado de la pared, es violentado por alguien de su propia casa. Vecino sería el que irrumpa en la propiedad ajena las veces que sea necesario, dando la voz de alarma. En lugar del buen samaritano se volvería el buen metido, el que irrumpe y actúe hasta que el violento sepa que la víctima no está sola, el que no sólo avise, reúna, multiplique, no para la compra de una nueva caldera, ni para que se arregle un semáforo, ni para la expulsión de los negritos de mierda –siempre tan, tan cerca de–, sino para velar por la vida misma. Vecino sería el hombre del por las dudas, el que nunca abandone a su grito, ni al pastor mentiroso. Entonces se embellecerá con los ropajes del testigo, ése que al ver y oír ya no puede dormir hasta no dar su testimonio, como ese colimba citado por Rodolfo Walsh en Carta a Vicki”.

“Chusmear”, “conventillar”, “meterse” ya no son los verbos bajo presupuesto de la misoginia lingüística desde que el despotismo estatal comienza por evitar la reunión, la alianza, la asamblea, el acampe.

Decía el maestro: “El terror se basa en la  incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad”.