“Esta historia, también, es esencialmente real”. La frase puede leerse al comienzo de Un ladrón con estilo y no parece dejar ningún lugar a duda. Sin embargo, el concepto debe ser interpretado con ironía, su sentido real exactamente el opuesto: la historia podrá estar basada en hechos y personajes reales pero, esencialmente, no es otra cosa que una gran ficción. Eso es cierto en la mayoría de las películas que reconstruyen eventos históricos y personas de carne y hueso, pero lo es aún más en el caso del nuevo largometraje del realizador David Lowery, que luego de algunos retrasos llegará finalmente a las salas argentinas el próximo jueves. No se trata de recuperar de forma literal la figura de Forrest Tucker, un experto ladrón de bancos nacido en Miami, en 1920, que a lo largo de su vida logró escapar de diversas prisiones –nada más y nada menos que dieciocho veces– y se mantuvo activo hasta poco antes de su muerte, en 2004. Lo esencial es bien visible a los ojos: transformar esos datos duros de los digestos criminales de los Estados Unidos en arcilla ideal para la pantalla de cine. En otras palabras, atractivo, brillo, carisma, simpatía. Simpatía por los criminales, eso que Hollywood viene haciendo desde aquellos lejanos tiempos en los que Rico, alias Pequeño César, decidió tomar el control de su barrio a puro fuego y bala. Claro está que Tucker, especialmente el del film (vaya uno a saber cómo era el de carne y hueso), no necesita recurrir a la violencia física para obtener lo que desea: basta con hacer un pequeño y rápido gesto, señalando la presencia de un arma oculta en algún bolsillo, guiñar un ojo y sonreír para que las cajeras y gerentes de las entidades bancarias distribuidas a lo largo y a lo ancho del mapa le entreguen todo el efectivo disponible. Podrá ser difícil de entender, pero resulta más sencillo cuando el rostro del ladrón es idéntico al de Robert Redford, quien a los 82 años tiene aproximadamente la misma edad que tenía Tucker durante sus últimas aventuras criminales. Tal vez –así lo ha afirmado con vehemencia el propio actor– esta sea la despedida delante de las cámaras de quien supo ser el gran galán de toda una generación, un puente entre el clasicismo y el desembarco de la modernidad en Hollywood, mentor y santo patrón del cine independiente de su país, el fundador de esa institución estadounidense llamada Festival de Cine de Sundance. Será lo que tendrá que ser, pero lo cierto es que The Old Man and the Gun (“el viejo y el arma”, título mucho más apropiado y poético que la falsa traducción local) tiene toda la apariencia de ser un saludo definitivo, a la vez celebración vital y homenaje a una carrera. Una película que mira el pasado –de un país, del cine, de Redford– para construir en el presente un relato lleno de melancolía. Pero que le escapa a la ñoñez como Tucker le escapa a la idea de sentar cabeza y dejar de hacer eso por lo cual lo vienen persiguiendo y encerrando, sin éxito, desde hace décadas.

“Bellmead, Texas. 26 de julio de 1981. 10:02 AM”. Otra placa, con datos absolutamente innecesarios que, sin embargo, están ahí para otorgarle color y sabor a la secuencia inicial. Tucker está en lo suyo, dentro del edificio de un banco, atento a la frecuencia de la radio policial que ingresa en el oído a través de un audífono. La chica cierra el portafolios con algo de preocupación en su rostro, lo entrega y el ladrón, que nunca deja de ser también un caballero, camina tranquilamente por el lobby hacia la puerta de salida, se sube al auto, se quita de un tirón el bigote de guardarropía y guarda el arma (que realmente existía) en la guantera. Otro robo impecable, tranquilo, profesional, perfecto. El volumen de la música sube y una de las composiciones de Daniel Hart para la película, un jazz moderno pero relajado, con breves momentos de estridencia, acompaña la secuencia de títulos. Un fugaz y casi microscópico chisporroteo en la pantalla anticipa un detalle nada menor. David Lowery rodó la película en 35mm y en pantalla ancha anamórfica, elemento indispensable en la construcción visual del homenaje: Un ladrón con estilo se ve, se siente, casi de manera táctil, como una película de los años 70 o comienzos de los 80, lejos del hiperrealismo digital imperante en estos tiempos. “Definitivamente, es una película nostálgica. Yo soy extremadamente nostálgico. Me aferro a las cosas por demasiado tiempo, tanto a los objetos como a los sentimientos”, confesó el cineasta recientemente, en una extensa entrevista publicada por la revista especializada Filmmaker, una publicación del Independent Filmmaker Project. “Reconozco que mi afecto por el pasado es algo peligroso. Es una trampa. Y, sin embargo, las películas que hago son inherentemente nostálgicas. Todas son piezas de época. Un ladrón con estilo es nostálgica de una manera muy específica y, al hacerla, sentí que no podía sostener un estilo transparente, con motas de sol, empapada de miel. Si vamos a ponernos nostálgicos, que al menos no sea de una manera bonita. Por el contrario, que sea fea. Me dije que esta película debía parecer vieja, como si estuviera hecha en otra era, y que conjurara esa clase de films que queríamos evocar”.

Mi amigo el dragón

La filmografía de David Lowery hasta la fecha ha sido ecléctica, cambiante, inquieta. Su película inmediatamente anterior, A Ghost Story (2017), era un relato fantástico minimalista y tristón que ya se ha ganado un lugar en el sitial de las películas independientes recientes con pequeño culto internacional. En el transcurso del film nunca se ve el rostro de Casey Affleck, el fantasma en cuestión, un espectro que recorre las habitaciones de la casa que solía habitar cuando estaba vivo, siempre con una sábana en la cabeza, con dos orificios obligatorios en el lugar de los ojos. Antes de eso, el director nacido en Milwaukee, Wisconsin, en 1980, dirigió al jovencito Oakes Fegley en una nueva versión del (no tan) cásico setentoso Mi amigo el dragón (2016). Fue en el set neozelandés de esa producción de cierto presupuesto –elemento indispensable para la realización de los efectos visuales– donde el director entabló una relación profesional con Robert Redford, a cargo del papel del anciano Meacham, una suerte de Peter Pan tan arrugado como Matusalén. Lowery se dio allí el gusto de festejar el cine de aventuras infanto-juvenil de los años 80, al tiempo que eliminaba las capas más gruesas de la melaza de la factoría Disney, empresa productora de la película. En la inédita, en nuestro país, Ain’t Them Bodies Saints (2013), que tuvo su debut mundial en el Festival de Sundance, Rooney Mara, Ben Foster, Keith Carradine y, nuevamente, Casey Affleck, recorrían los senderos del cine del primer Terrence Malick en un relato ambientado en Texas en la década del 70, en parte melodrama rural y en parte policial, con un fugitivo de la ley ansioso por retornar a su hogar, al encuentro de su mujer y de su hija. Su ópera prima, St. Nick (2009), reconvertía el concepto central de la road movie en un canto pastoral a la “América” rural profunda, con dos hermanos huyendo de casa, en busca de nuevos horizontes, y un misterio que el relato nunca termina de revelar. 

Lowery afirma en la entrevista con Filmmaker que a la hora de encarar The Old Man and the Gun no sabía si su estilo encajaría con una historia de policías y ladrones. “Es cierto que ya había hecho Ain’t Them Bodies Saints, que tiene policías y tiene ladrones, y en Mi amigo el dragón tuve la posibilidad de filmar mi propia y maximalista persecución de automóviles, al estilo Blues Brothers. Pero más allá de las dudas, lo que me empujó a seguir adelante fue mi amor por Redford. Amo su espíritu y quería hacer algo que capitalizara precisamente eso. Por lo tanto, decidí quitar la mayor cantidad posible de trama de la película, eliminar incidentes del guion y dejar solamente el esqueleto del drama policial. En cierto momento me pregunté si podría lograr lo que me había propuesto y evitar el énfasis en la interacción, en el juego de gato y ratón, entre los dos protagonistas. Y quedarme con el rostro de Redford en pantalla por un minuto completo. Con algo de suerte, el espectador puede ver y disfrutar las convenciones del género que sobrevivieron a todo el proceso, pero esos largos planos de Redford manejando su auto o sentado en el diner son las cosas que hacen que la película tenga sentido para mí”.

Lowery tiene razón: Un ladrón con estilo parece filmada en otra época. No sólo por los tonos apastelados de la fotografía, con proliferación de ocres, grises y azules desteñidos, o por el uso en un par de ocasiones de ese recurso olvidado, el flash forward, sino, esencialmente, por la cualidad reposada de sus ritmos. Una vez que Tucker logra zafar de la policía, luego del primer robo, se produce el encuentro casual, en plena autopista, con una mujer cuya camioneta ha dejado de funcionar. En un típico comedero a la vera de la ruta se produce una conversación entre dos personas mayores que, a pesar de las convenciones sociales, se permiten el coqueteo. La escena ocupa un metraje mayor que el siguiente “golpe” a otro banco. Es que Un ladrón con estilo no es una película de suspenso, aunque lo tenga en dosis lógicas. Mucho menos un típico “film de ladrones de la tercera edad”, todo un subgénero cinematográfico que, en tiempos recientes, ha ofrecido platos tibios, recalentados, como Rey de ladrones, de James Marsh, o Un golpe con estilo, de Zach Braff (ambas con Michael Caine). A pesar de ello, la película gira alrededor de un grupo de criminales, liderado por Tucker, que saben por ladrones pero mucho más por viejos. La mujer en la ruta, Jewell, no es otra que Sissy Spacek, cuyos rasgos inconfundibles transportan de inmediato al espectador a otros tiempos de la historia del cine. En esa conversación frente a frente, en una de esas sillas largas con respaldos altos y mullidos, Tucker y Jewell entablan una relación que no tendrá clausura inmediata, instalando el viejo leitmotiv de tantos westerns y tantos relatos sobre ladrones, ya sean de guante blanco o de otras tonalidades: dejar de lado el estilo de vida que ha marcado toda una existencia y comenzar de nuevo, desde cero. A Tucker le cuesta. Mucho. Hay algo en la planificación de los robos, en la búsqueda del Talón de Aquiles de la estructura edilicia, en el placer de saber que nadie es capaz de relacionar su amable rostro con los atributos del criminal, en la adrenalina que supura durante el hecho, que le impiden abandonar el escape constante y establecerse definitivamente en un sitio, obturando así la posibilidad de mirar el escaparate de un banco como un chico mira los estantes de un kiosco lleno de golosinas. Algo similar debe ocurrirles a sus amigos y colegas en el crimen, Teddy y Waller. En un ejemplo de casting ideal, Danny Glover y Tom Waits acompañan a Redford en sus aventuras; los personajes, lejos de destacarse como viejos cascarrabias y pillos, arquetipos de tanto caper film geriátrico, encarnan a dos chorros veteranos con iguales dosis de simpatía y pasados personales no tan luminosos. El reparto se completa con Casey Affleck (definitivamente, un favorito del realizador), uno de los detectives más lacónicos del cine reciente, un policía ejemplar pero sin éxito a quien la casualidad llevará a la caza de Tucker, casi como una misión vital. Una caza sin estridencias, pero sin pausas.

Para Imprimir la leyenda

Durante el estreno mundial de The Old Man and the Gun en el Festival de Toronto, el director y gran parte del reparto compartieron una sesión de preguntas y respuestas con el público allí presente. Micrófono en mano, Redford, a su vez uno de los productores, confesó –refiriéndose a esta, su última película, aunque haciendo tal vez un guiño al film que lo transformó en una estrella internacional, Butch Cassidy and the Sundance Kid– que siempre lo atrajeron los forajidos, los fuera de la ley. “Y eso es así desde que era chico. He interpretado personajes con esas características muchas veces en mi carrera y esto era simplemente seguir el ejemplo. Siempre me ha atraído la dinámica entre presa y depredador. La presa es consciente de que están detrás de ella y el depredador sabe que en algún momento va a atraparla. Pero en esa contienda se produce un entendimiento mutuo que es casi como una amistad; hay un conocimiento de lo que está ocurriendo que permite que, incluso, puedan llegar a disfrutarlo”. Y por ahí van los tiros, aunque se trate de una película en la cual prácticamente no se escucha ningún disparo. Redford interpreta a Tucker, pero también hace de sí mismo. O, mejor dicho, recupera, compila y envasa en Tucker a decenas y decenas de personajes representados a lo largo de toda su carrera. En un momento de alta intensidad cinéfila, un fragmento de Jauría humana (1966, dirigida por Arthur Penn) se transforma en un recuerdo del pasado del protagonista, actor y personaje reunidos en un mismo plano. Cuando, más tarde, la cacería está a punto de llegar a su punto máximo de tensión, cuando Jewell termina de reconocer aquello que intuía pero no deseaba admitir, el rostro cansado pero jovial de Tucker/ Redford volverá a entregar una sonrisa cómplice, su mano transformada en imaginaria pistola. No habrá, sin embargo –como le ocurría al Sundance Kid– una imagen congelada que inmortalice el final. La historia no se detiene, continúa, a pesar del anunciado retiro. Para Lowery, apuntar la cámara hacia Redford es obtener, “de manera instantánea, todo lo que él es en tanto estrella de cine, sin tener que hacer absolutamente nada más. Siempre estuvo presente como protagonista de la película y en lo que tuve que concentrarme fue en construir una historia alrededor de eso. Algo que resultó un poco más complejo de lo que pensaba. Intenté escribir una versión periodística de lo que ocurrió realmente, pero mis ideas respecto de quién es Robert Redford como actor nunca encajaron en la historia verdadera de Forrest Tucker. Me di cuenta, luego de muchos borradores de guion, que lo que necesitaba era escribir la película que Tucker hubiera querido ver. Necesitaba escribir la versión de Tucker que él mismo veía en su cabeza y no una que mostrara todas las cosas que hizo. Hubo una línea delgada pero muy importante entre ambas ideas y fue esa línea, precisamente, la que permitió elaborar una película en la cual Robert Redford pudiera sobresalir como actor”. Una vez más, se imprime la leyenda.