Hay un video donde Miranda July está vestida de tailleur en una habitación de hotel y, con una serie de movimientos rebuscados pero seguros, se sube a la cama y desde ahí trepa hasta alcanzar un hueco en la pared, se sienta y se acomoda en ese espacio como de cajón: cabe perfecto, y por más que una sepa que las razones de semejante forma en la pared deben tener que ver con algo práctico (un aire acondicionado o un placar en la habitación de al lado), el uso que ella hace del hueco le da sentido, y lxs espectadorxs nos sentimos movidos a decir por un instante: ¡Ah, para eso servía! No tiene que ver con la reafirmación de lo habitual, sino con un tipo de verosímil que funciona poéticamente, como en ese otro video (está en YouTube) donde July va a una fábrica de botones que en realidad es un bar, y “fabrica” botones a partir de sobrecitos de azúcar cuyo contenido esparce sobre la mesa, encontrando otra vez una fisura entre la lógica y el sinsentido por la que construir una escena. En los dos casos, la performance hace de lo posible un nuevo tipo de realidad, como si abriera un hueco en lo ya conocido. 

De modo parecido funcionan los relatos de Nadie es más de aquí que tú, editado por Random House, que en cierto modo están regidos por esta idea de la performance. Publicado en inglés en el 2005, este es el primer libro de una artista que también es performer, actriz, guionista y directora de cine. Ese mismo año se estrenó Tú, yo y todos los demás, el primer largo escrito y dirigido por July; en los años siguientes estrenaría también El futuro (2011) y publicaría su primera novela, El primer hombre malo (2015). Además, en 2012 publicó un libro de no ficción llamado Te elige, donde los relatos se construyeron a partir de entrevistas a personas que publicaban clasificados en una revistita de Los Angeles llamada Penny Saver. No se trata de que los personajes de July sean excéntricos, aunque podrían parecerlo; al contrario, a veces son completamente comunes, pero se mueven a partir de impulsos imprevistos y se definen a partir de ellos, como si ubicados en este tablero de ajedrez que es el mundo inventaran jugadas nuevas y, por lo tanto, transformaran necesariamente el juego. Así se construyen varios de los dieciséis relatos de Nadie es más de aquí que tú: en el primero, “El patio común”, una mujer está enamorada de su vecino coreano y cuando él se desmaya a su lado en el patio donde toman sol en sendas reposeras, tal vez bajo un ataque de epilepsia, ella cree interpretar que él le está diciendo que también la ama. Enseguida la mandan a buscar una medicina a la casa del vecino y, otra vez, la narradora se distrae mirando una foto de una ballena pegada en la puerta del freezer. Piensa: “Cuando muere una ballena, va cayendo al fondo del mar muy lentamente, y tarda un día entero en hacerlo. Los demás peces la ven caer, como si fuera una estatua gigante o un edificio, pero lentamente, muy lentamente”. 

Entre movimientos imprevistos y este tipo de golpes de belleza que siempre son un objet trouvé se organizan los relatos de este libro donde hay una chica que da clases de natación a ancianos en un pueblo sin pileta, otra que tiene fantasías sexuales con el príncipe William de Inglaterra, un viejo que le promete a otro viejo presentarle a su hermana joven pero solo porque quiere cogérselo, dos amigas de la infancia que llegan a coger pero solo después que una de ellas se consiga trabajo en un peep show y aparezca disfrazada con una peluca. En el libro hay formas del sexo siempre sorprendentes y relaciones que rozan distintos tabúes, hay búsqueda de la felicidad en medio de una desorientación radical, pero nunca importa tanto lo representativo ni el relato de la aventura humana como los distintos disparadores que hacen surgir los relatos casi a modo de premisas: un niño entra en la casa de su vecina y de repente, ella la ve distinta. Una adolescente tiene un amante que es un espectro gris, y de adulta espera encontrarlo en alguien que se llama Steve. 

No es tanto un mundo lo que surge de estos relatos como una particular forma de distorsión que tiene que ver con conexiones lógicas entre los hechos que se desarman para combinarse de una manera nueva, que tiene sentido y a la vez es completamente extraña: en “La marca de nacimiento”, por ejemplo, una chica se hace borrar con láser una gran mancha morada que tiene en la mejilla. Unos años después se casa con un hombre, pero hay algo en la relación que no funciona. Algo falta... un error doméstico, la rotura de un frasco de mermelada, lxs hace darse cuenta de que se trata de la mancha, y si la recuperan, puede ser que finalmente todo esté bien. En otro cuento, “Mon plaisir”, una pareja tiene problemas pero piensa que todo estará bien mientras mantengan un gesto de complicidad original que consiste en juntar los pies y empujar, unx para arriba y el otrx para abajo: “Me siento más cercana a él cuando hacemos eso que en cualquier otro momento del día. Es como si nuestros pies tuvieran una relación perfecta, sincera y cariñosa, pero de los tobillos para arriba, estamos perdidos”. Puede ser que parezca delirante ese aferrarse a un detalle, pero, ¿cuán lejos está de las explicaciones que nos damos todos los días? Al mismo tiempo, no es difícil imaginar que estos relatos surgen del accidente o la ocurrencia de mancharse la mejilla con mermelada, o de empujar el pie de la persona que comparte la cama: un repertorio de poses, ejecutadas con cierto espíritu de clown, lejos de toda profundidad o psicologismo. 

El repertorio de lo posible es tan amplio que a veces es difícil creer que de ese cúmulo de posibilidades solo se concreten unas cuantas: eso es la cultura. Y Miranda July la trastoca sin pausa: en “Los movimientos”, un relato de solo dos páginas, un padre que está a punto de morir le transmite a su hija como herencia los distintos movimientos que aprendió a hacer con los dedos para darle placer a una mujer; la hija no es lesbiana y no sabe de qué modo podrá aprovechar ese saber, pero además todo el relato gira alrededor de un desvío: los padres no hablan de sexualidad con las hijas y cuando lo hacen, se trata de un gesto protector, de vigilancia o de cuidad (no te embaraces, etc.). El cuento condensa de paso el efecto que produce la lectura de July, porque puede ser que frente a estos cuentos nos preguntemos, como la hija de ese padre moribundo, “¿y yo qué voy a hacer con esto?”.