Cuando en las catacumbas de la Inquisición se torturaba a los herejes, éstos siempre eran culpables.  Si confesaban el pecado, por la confesión.  Si no lo hacían, por perseverar en la herejía.

La violencia y la verdad son dos columnas sobre las que descansa todo el poder de la Justicia. Se busca la verdad, y si esa verdad establece la culpabilidad del acusado, llega la violencia de la pena.  

Lo que está prohibido es recurrir a la violencia para llegar a la verdad.  No se puede forzar la confesión, no se puede torturar, no se puede detener antes de una sentencia como estrategia para resolver un caso.

Suele decirse que si en la dictadura el poder judicial hubiera cumplido su cometido, la dictadura no habría podido cometer los crímenes que cometió.  Es un razonamiento ingenuo y equivocado: no hay dictadura con Poder Judicial independiente ni eficaz para contenerla. Y el Poder Judicial no tenía vocación de poner límites.

El terrorismo de Estado comenzó bastante antes de  1976, durante el degradado gobierno de Isabelita.  Por entonces había jueces de la democracia.  Varios de ellos fueron cómplices o encubridores de esos crímenes. Algunos luego procesados y encarcelados por esos hechos. 

Con el retorno democrático, identificar al Poder Judicial y a esos jueces en particular como parte del poder dictatorial, y no como un dispositivo de freno fallido, costó aún más que encausar a los militares, al fin de cuentas solo los matarifes de José Alfredo Martínez de Hoz.  

Pero hubo una coincidencia: tampoco en su caso la iniciativa surgió del Poder Judicial. Una vez más los familiares querellantes los identificaron y bregaron por sacarlos del despacho y sentarlos en el banquillo de los reos ante la abulia o fingida sorpresa de sus colegas.

Es que para el Poder Judicial tanto el 24 de marzo de 1976 como el 10 de diciembre de 1983 no sucedió nada determinante dentro del Palacio de Tribunales. 

Tan jueces son para la grey togada los que juran por la Constitución como los que lo hicieron en su momento por el Estatuto del Proceso.  

Jamás ninguno de los últimos fue repudiado ni raleado por sus pares de la democracia.  Tampoco fue motivo para impedir su regreso y ascenso, hasta hoy, cuando varios siguen haciendo zancadillas a los juicios por los crímenes de la dictadura que antes los acunó.

En los juzgados nadie descolgó los cuadros de los jueces de la dictadura.  No es una metáfora fácil: en algunos juzgados es costumbre colocar los cuadros de los jueces. Entre 1976 y 1983 solo cambió el ancho de las solapas de los trajes. 

Quizás no sea la Corte sino todo el Poder Judicial el que se autoperciba como un Estado Libre Asociado a la República Argentina, según la amarga caracterización que saca sonrisas socarronas en los cafés frecuentados por el proletariado avenegra.

Nadie debería sorprenderse entonces de que en el presente la “terapia de la reja”, esa violencia ejercida sin sentencia para conseguir la confesión, esa verdad hija del azote abolido en 1813, sobrevuele nuevamente el Palacio. Supone honrar una oscura tradición judicial, donde el dolor humano tributa a la ideología y los intereses de Sus Señorías y sus patrones.  

Como en el cuento “La Colonia Penitenciaria” de Kafka, la Ley se escribe con sangre en la carne de los reos. Sean guerrilleros, rebeldes, insumisos, marginales y, si es menester, empresarios. 

La verdad, hoy como ayer, se moldea con la violencia. 

* Integrante de Justicia Legítima. 

@felixcrous