No conozco mujeres que sufran de gota. Sí varones cis. Mi padre por ejemplo y por caso un amigo escritor al que admiro mucho que hace poco me comentó que él también sufría de esa calentura potente que empieza en una articulación y se transforma en un concierto de espinas dolorosas. Una médica hace años, no mi médica actual que tiene la delicadeza de entender mis vicios, la otra, la no se acordaba mi nombre y para preguntarme por mi vida sexual hacía una pausa antes de decir tu compañera, esa me contó una vez que la gota, es decir “tener el ácido úrico alto”, es la enfermedad de los reyes y que es raro que la sufran las mujeres. Pero claro, como yo era lesbiana, tal vez tenía más sentido. Estuvo a punto de decirlo, aunque tuvo el buen tino de sugerirlo, hacerlo con muecas y no verbalizarlo abiertamente. Lo que sí me dijo y muy bien fue la receta para calmar el dolor que justamente, lesbodestino, me agarra en los dedos de la mano. Para que baje la inflamación y el ácido úrico afloje su nivel, una tiene que dejar de beber cerveza y champagne, también hay que abandonar los asadetes que las amigas piensan para los días dónde asoma el otoño, ni a Mar del Plata para comer mariscos ni a Tandil para los embutidos, ¡oh no! eso sería el mismísimo infierno. Por eso, verduras y limonadas llenas de jengibre y pepinos. Si una cumple con eso y todo cede, las manos se deshinchan y los niveles vuelven a convertirte en lo que tu médica, la anterior, no ésta, quería.  

Casualmente una tarde que salía del consultorio de mi nueva médica, la que le gusta la poesía y nombra a mi novia como novia y no con eufemismos y me habla de la vida y el cuerpo como cosas unidas, esa nueva médica que tengo y que me encontró más gorda e hinchada, “estás llena de gases nena”, justo después de verla, me metí en un cine. Lo que sucedió fue que me agarraron las seis de la tarde en Corrientes y Callao sin batería en el celular y sin libro en la mochila y eso significaba enfrentar una hora y pico para llegar a cualquier lugar y el solo hecho de pensar ese tiempo sin nada en las manos, justamente, sin nada que hacer más que en pensar en la novia que aún no le digo a mi médica que ya no tengo y en los kilos que me suben más que el dólar. Entonces se me iluminaron en ese momento las ganas cinematográficas de aislarme en un cine y quise ver la primera película que dieran: La Favorita. Una reina torta, aniñada y caprichosa, desesperada por el amor de una novia mala y joven, que al mejor estilo conspirador cortesano anda de largos y armada disparando a patos y criadas. Me encontré  en el cine con esa reina exasperada de amor por esa novia que la mandonea pero también la rescata, la insulta pero también la mantiene en su reinado, una reina torta y desesperada por el dulce o la falta de amor, tapando sus heridas con los besos de quién sabe que no la desea y a su vez deseando que esas mujeres que la rodean le saquen el dolor, esos espinazos chiquitos y profundos que se sienten en las piernas o en mi caso, en la mano. En la mochila con la que me metí al cine tenía la orden para el análisis de sangre que me diga si tengo o no la misma enfermedad que la Sra. Morley, si al igual que ella soporté mandonas que me solucionaban mis problemas y me cuidaban las comidas y si probaba la rebeldía no haciéndoles caso. Al igual que Anne, la reina torta del griego Yorgos Lanthimos sigo comiendo lo que no puedo, dándole celos boludos a mi novia, en realidad mi ex, la que se fue, la que envié al exilio para quedarme con una que no sé que onda pero que me cura algunas heridas con remedios que trajo del bosque o que le pasó su amiga vegana y homeópata. Tal vez no tenga gota, mi ácido úrico esté bajo pero siempre en algún lugar seré Anne, la reina que se empalaga con el dulce que le hincha el estómago y manda al exilio a la duquesa de Marlborough, la única que la quiere porque le dice la verdad, y decir la verdad, es amor.