“Lo que nunca vi lo estoy viendo ya, a un elefante volar”, cantaban, prolongando la última “a” hasta el infinito, los cuervos gitanos en la última escena de Dumbo (1941). Aquel film, uno de los clásicos más indiscutibles y recordados de Disney, marcó el resurgimiento de la factoría del castillo luego del fiasco comercial que había significado Fantasía un año antes. De duración brevísima (64 minutos) y dueña de un estilo simple y directo –tanto a nivel narrativo como estético– inhabitual en las películas del estudio de aquel período, la fábula del elefante volador era, sin embargo, un Disney de pura cepa, con partes iguales de emotividad y tristeza que preludiaban la esperada aceptación de la particularidad de Dumbo. Y si se habla de “particularidad”, pocos directores contemporáneos más habituados a tratar con seres particulares, descastados y/o melancólicamente solitarios y ajenos a su contexto que Tim Burton. 

Comprensivo con quienes son tanto o más freaks que él, el director de El joven manos de tijera y El gran pez –dos títulos que dialogan directamente con éste– asomaba como el ideal para hacerse cargo de esta versión de Dumbo con actores de carne y hueso, a quienes se suma uno de madera como Colin Farrell y el elefantito ultradigital. Pero la película es menos una remake que una adaptación libérrima que toma de la original poco más que sus coordenadas básicas, en tanto circunscribe la acción a una temporalidad concreta (1919) y desplaza del centro de la escena al elefantito orejón y al resto de los animales. Animales que aquí no hablan entre ellos. Ese centro ahora es ocupado por una galería de personajes humanos e inexistentes en su predecesora. Empezando por Milly (Nico Parker) y Joe (Finley Hobbins) Farrier, dos hermanos que desde la muerte de su madre –Disney, siempre Disney– son criados por los integrantes del circo de Max Medici (un Danny DeVito felizmente sacado).

El padre se llama Holt (Farrell) y es una figura ausente, hasta que deja de serlo cuando regrese de la Primera Guerra Mundial sin un brazo. Alguna vez estrella del circo, a Holt le queda disponible el trabajo de cuidador de elefantes, razón por la cual asistirá al parto de Jumbo Jr. ¿Parto? ¿Acaso no venía en una cigüeña? Venía, pero aquella circunstancia emana una inocencia lúdica difícil de cuadrar en el mundo actual. Rápidamente se vislumbran las enormes orejas que coronan un rostro cargado de expresividad, de ojos celestes y tristones que el CGI no hará más que resaltar. La conexión entre los hermanos y Jumbo Jr. –que pasa a llamarse Dumbo a raíz del desprendimiento de una letra en un cartel– será inevitable, más aún cuando descubran los efectos de las plumas en la trompa. 

El distanciamiento de su madre luego de la venta del circo al villano de turno (Michael Keaton) será una anécdota menor. Burton apostará menos por la oscuridad de la soledad y el sentirse ajeno, quizá los ejes troncales de su filmografía, que a un relato de aventuras al uso y bien, pero bien ATP. El lavado de cara es todo un síntoma de un Hollywood contemporáneo donde cualquier elemento potencialmente piantapúblicos es tratado con la misma precaución que un desecho radiactivo. Y pocas cosas más piantapúblicos que el dolor por las pérdidas de la familia, un tema que aquí aparece soslayado, casi como un imperativo narrativo que no puede eludirse aun cuando sea una huella indeleble en todos los protagonistas.