Las elecciones parlamentarias israelíes del martes 9 de abril revalidaron las credenciales de la coalición comandada por el partido Likud y su líder Benjamin “Bibi” Netanyahu. La campaña electoral giró en torno a la continuidad en el poder de Netanyahu –tanto por el valor histórico como por las acusaciones legales elevadas contra él– y la seguridad de Israel –un elemento omnipresente en todas las instancias electorales–, ambas características confirman la inclinación conservadora de la sociedad israelí. La primera, porque demuestra un rechazo a la renovación de autoridades políticas, y la segunda, porque confirma la preferencia por una dura política de seguridad y exterior.

La economía quedó fuera del debate electoral, dejó de ser un tema de campaña porque la inflación está controlada, el PBI en aumento y el desempleo en caída. Sin embargo, el incremento de la desigualdad y una brecha comercial desfavorable estable exigen que no se pierda de vista la economía en el largo plazo.

Otro elemento de la última campaña es la demonización de la izquierda, y su vinculación por separado con, primero, la inseguridad, y segundo, Benny Gantz. Lo primero se puede entender si nos remontamos a los Acuerdos de Oslo impulsados por el Partido Laborista, pero lo segundo es evidentemente un golpe bajo.

Gantz es de derecha y compite con Netanyahu por el mismo electorado. Esto puede permitir una explicación del esfuerzo del Likud por vincular al ex comandante de las Fuerzas de Defensa de Israel con la izquierda, y por decantación, la inseguridad. Por su parte, Gantz se alió con el partido Yesh Atid liderado por Yair Lapid, conformando así una alianza de centroderecha. Es así que los electores quedaron con las opciones de un bloque de derecha religiosa y otro de centro-derecha laica.

Los matices que separan a Gantz de Netanyahu se limitan a pequeñas diferencias. Ambos proponen la confrontación con Irán, rechazan el establecimiento de un Estado palestino, apoyan la ocupación de los Altos del Golán, y abrazan la preparación militar frente a Hezbolá. Todo esto es lo que aseguraba antes del ejercicio electoral la estabilidad del vínculo con Estados Unidos.

Por la mínima diferencia, el Likud (26,45%) renovó su calidad de primera minoría en la Knesset (36 bancas), y se hizo con el derecho a formar gobierno. La alianza Azul y Blanca obtuvo el 26,11% de los votos que equivalen a 35 bancas. Nada mal teniendo en cuenta que el partido Israel Resiliente de Gantz fue fundado el pasado diciembre. Por el contrario, el gran perdedor fue el histórico partido Laborista que rompió la alianza con Hatnuah –no se presentó– y perdió 11 bancas.

En comparación con el ejercicio electoral anterior, la participación (68,38%) cayó alrededor de 4 puntos dando fin a la tendencia positiva iniciada en 2009. La menor participación en parte se puede explicar por la baja concurrencia a las urnas de la población israelí árabe no judía, y en particular, la porción musulmana (cerca del 8% del electorado). Dos eventos son relevantes en este sentido, la caracterización de esa comunidad como una “horda de animales” y amenaza al Estado israelí en 2015, y la presencia de militantes del Likud con cámaras escondidas en los lugares de votación en 2019.

La sociedad israelí ha dado el visto bueno a la última gestión del Likud que más allá de haber mermado en sus logros económicos, logró avanzar una agenda regional agresiva de la mano del nuevo presidente de Estados Unidos. Donald Trump dio un empujón enorme a Netanyahu desde que asumiera en enero de 2016 reconociendo a Jerusalén como capital de Israel, trasladando la embajada estadounidense a esa ciudad y cerrando el consulado que recibía a la población palestina, y manifestándose a favor de la anexión israelí de los Altos del Golán.

Todas esas decisiones contradicen el derecho internacional basado en resoluciones del Consejo de Seguridad de ONU que la representación EE.UU. apoyó a pesar de tener poder de veto. Más allá del giro de Washington, la poca distancia entre las elecciones israelíes y las decisiones tomadas por Trump sugieren que intentaron evitar el impacto negativo de las acusaciones por fraude y corrupción (dos), y otra por dádivas, que avanza el procurador general Avichai Mandelblit.

La falta de renovación del poder político es un llamado de atención para cualquier régimen democrático. El riesgo es tan grande en Israel que Yossi Beilin argumentó que sólo la posibilidad del cambio de régimen protegerá a la democracia israelí. ¿Proteger de qué? De conformar con la norma de la región: gobiernos autoritarios dominados por minorías. Tal vez, esa tendencia es la realidad que Netanyahu demuestra cuando afirma que “Israel no es un el Estado de todos sus ciudadanos, sólo de la población judía.”

* Investigador del Instituto en Diversidad Cultural de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Licenciado en Ciencias Políticas (Armstrong Atlantic State University).