“Los salvajes representan la otredad extrema, todos contienen elementos no humanos, casi siempre bestiales”. Con ese punto de partida, Roger Bartra se dedica a catalogar a “los salvajes” de la cinematografía (hollywoodense, principalmente). En Los salvajes en el cine (Fondo de Cultura Económica) el antropólogo mexicano plantea que lo salvaje reaparece y recurre como mito, encarnando a veces en hombres primitivos, pero también en robots, monstruos de distinta calaña y hasta en superhéroes.

El libro –muy bien editado, además– propone más un recorrido que una reflexión en profundidad. Desliza varias buenas ideas (la del superhéroe como fuerza neoprimitiva que opera a favor del establishment por fuera de las convenciones sociales es una de ellas), pero no ahonda. Suelta un concepto y cuando el lector tiene ganas de verlo desarrollarse sigue inmediatamente un nuevo racconto de películas.

Aunque evidentemente el antropólogo y sociólogo mexicano domina el tema –que ya tocó en otros ensayos sobre cultura de masas–, también es demasiado evidente que no disfrutó la producción de muchos pasajes del libro. Así como hay un goce inocultable por la filmografía dedicada a Tarzán, en cambio hay un hastío al hablar de superhéroes. De otro modo es incomprensible que en más de cuarenta años de filmografía dedicada al género apenas una película le parezca “buena” y otra más “pasable”. El investigador, en todo caso, se impone al cinéfilo y finalmente le reconoce a los encapotados el estatus de “mitos modernos” y los defiende contra las acusaciones de “infantilismo”, además de reconocer que tanto autores como directores de estos personajes están inmersos en un acto narrativo que los excede, que no es otro que la mitología.

Bartra también toca a los monstruos, como Frankenstein. Tiene un apartado particularmente bueno dedicado a desmenuzar la figura del hombre lobo (que señala como “nativo” del cine, antes que de la literatura o la historieta). Y sorprende retirando a los vampiros de la ecuación: su figura e inspiración –asegura– es demoníaca y no representan una otredad salvaje. Si encarnan un mal social, es un mal de esos con mayúsculas, culpa del inframundo y no del lado salvaje humano.

Al final del libro, el lector tiene ganas de volver sobre sus pasos y buscar más entre sus páginas. Quizás también allí hay un salvaje esperando ser descubierto.