Lo dice con su voz de arrabal, cascada, cargada del humo azul de la intelectualidad en vela aunque sólo fume marihuana, religiosamente, todos los días. Lo dice y es la consagración de una venganza porque nada queda afuera de esa afirmación: “Yo miro mi vida y estoy más conforme de las cosas que logré como mina que como intelectual.  Sí, como intelectual logré mucho teniendo en cuenta el hogar de donde salgo. Pero ¿como mina?¿hacer esto que hago? ¿mostrarme desnuda? ¿mostrar que cojo con tipos más jóvenes? ¿tener un orgasmo en cámara?”. Eso es lo que más la enorgullece a Esther Díaz. 

Es doctora en Filosofía, recibió ese título al mismo tiempo en que, insiste, empezó a coger de verdad, a esa edad en que el temor de pasar a descarte como producto discontinuo en el mercado del deseo es una amenaza que respira en la nuca. 50 tenía, y como se le había ido la menstruación y ya no tendría días tachados para el sexo –porque no le gustaba, porque le dolía, porque sí–; entonces los orgasmos empezaron a acumularse y a repetirse y a alimentar el ansia que nunca se acaba. “Voy a decir una frase de Lacan: el deseo no tiene objeto, lo que pensás como objeto es una representación del objeto de deseo, por eso es que no se sacia y por eso la sabiduría griega ligó el deseo al Ave Fénix. El ansia renace de sus cenizas, creés que la saciaste y por suerte vuelve.” 

Ahora tiene 80 y el calor sigue ardiendo. Puede ser, confiesa, que desde los 75 la llama sea más bien un rescoldo y que el de- sierto de chongos alrededor haya ralentado una cuenta que hizo con un resto de vergüenza hasta que llegó a 400 y la perdió. Todos esos hombres –siempre hombres–, todos esos cuerpos que disfrutó y que hicieron para ella, a la vez, un cuerpo, fueron y son la materia de su obsesión: la resistencia al poder, la captura de lo abstracto desde la materialidad de sus vísceras, el pensamiento que se hace volando bajo, al ras de la tierra, los pies sucios del barro de la contigencia política de las no-leyes del deseo. Y son, a la vez, la consumación de una venganza, de un cuerpo que se levanta de las cenizas a que lo condenaba el destino familiar y de clase: dejar de estudiar al fin de la primaria, casarse pronto, criar hijos, fingir orgasmos y, con mucha suerte, conseguir un amante. Aunque viva a sus 102, Esther Díaz mató a su madre, la que la quería obediente peluquera en el living de su casa de Ituzaingó, en el oeste del conurbano. Y con un dolor cuyo tamaño apenas puede intuirse se instaló en su lugar aunque no es el mismo dispositivo de control el que podría calificarla. Ella es La Mala Madre. Así se expone en el último de sus veintisiete libros, todos sobre filosofía salvo éste que está presentando ahora: Filósofa Punk, su autobiografía, y otro más, de relatos sexuales, El himen como obstáculo epistemológico, que publicó en 2005. 

–¿Está de acuerdo con que en sus memorias se expone como mala madre?

–Y sí, yo acuerdo. A mis hijos se los pregunté directamente y ellos se callaron la boca. Y yo no lo podía creer, no era taxativo, ellos asintieron con su silencio. Pero yo sé que les di estudios, yo sé que los alimenté, yo sé que rechacé una beca para hacer el doctorado en España para no dejarlos a ellos…   Yo sé también, lo digo en el libro, que no les di a mis hijos el tiempo que la cultura machista impone que una madre debería darles a los hijos.

–¿Cuánto de la construcción de esa mala madre está anclada en la sexualidad?    

–Sí, mi culpa viene por ahí, yo siento que mi promiscuidad es lo que agravó los problemas de mi hija Fabiana. Pero ese sentimiento se alivió muchísimo cuando lo hice público. 

–¿Por qué una mujer que se enorgullece de su actividad sexual, sus experimentaciones y su audacia cierra todo eso en una palabra tan mal connotada como “promiscuidad”?

–Bueno, es la palabra que tengo disponible para mí; tampoco es que puedo contestarme sobre la culpa, por qué la culpa. Yo ahora estoy leyendo el cuarto tomo de la Historia de la Sexualidad de (Michel) Foucault, que es cierto que le falta corrección, que no está terminado, pero ahí él estudia a cristianos de siglo II y habla de cosas que copiaron de los estoicos, y es evidente que nuestra cultura occidental ya empezó con represión. Yo estoy en la generación que quiso liberarse pero tenía toda esa carga.  A pesar de mis prácticas yo tengo metida en mi subjetividad y eticidad, por decirlo de alguna manera, ese machismo, esa represión, son cosas impensables para ustedes.

–No sé a quién se refiere con ustedes, tengo más de cincuenta y educación católica.

–Pero estás en el medio, ya pisaste la orilla de un mar diferente. Yo la pisé a los 50 años, cuando dejé de menstruar, para mí eso fue maravilloso, no entiendo por qué la naturaleza nos castigó con eso, no le encuentro ninguna cosa positiva. Y además tuve un intento de suicidio después de haberme querido levantar a dos canas en la calle ¡imaginate, a dos canas!¡Qué humillación! Estuve un mes y medio convaleciente, casi desahuciada, y cuando me recuperé sentí más la libertad porque ya no me correspondía vivir. Y te digo una cosa, ahora por suerte el teléfono de línea no suena más, pero a veces estoy acá escuchando música, fumándome un porro tranquilamente y tengo terror de que suene y sea mi mamá preguntándome qué hago. Todavía no me lo saqué de encima. Yo creo que publicar fue sacarme este peso de encima compartiéndolo con otros. Eso es un alivio, pero las respuestas maravillosas, liberadoras, son muchas más que las malas. Entonces, vivo en estado de parresía, de decir franco, con la certeza de que así modificás la vida de los otros. 

–¿Dónde cree que fue más lejos en ese estado de parresía? ¿En la película de Farias o en el libro?

–Creo que en el libro. La película impresiona porque siempre impresiona más lo que se ve, pero en el libro cuento cosas que no me atreví. Justamente cosas que tienen que ver con mis hijos. En realidad la idea del libro era escribir sobre el cuerpo, mi hija Fabiana había muerto y mi hijo estaba esperando el segundo trasplante de hígado y yo leía a Jean Luc Nancy, que había sido trasplantado del corazón y reflexiona sobre eso. Pero mi hijo no salió de la operación, murió ahí. Y yo no pude seguir con eso. Por eso me decidí a escribir mis memorias, hacía 15 años que tenía esa idea.

–En términos de exposición, es muy fuerte la escena en la que usted relata que al volver de una fiesta se encuentra con otra en su casa y que tiene relaciones con dos de los amigos de su hija ¿Alguna vez habló de eso con ella?

–No, con ella no pude hablar. No podía hablar, lo cuento en el libro también. Sólo había oportunidad cuando estaba muy drogada o muy borracha y eso no es hablar. Pero cuando escribí esa escena, que había tenido negada mucho tiempo, no me pareció para tanto. Era la culpa lo que la había hecho crecer, la maldita culpa. De mi hija dije lo que dije porque no dejó a nadie y porque tenía demasiadas cosas podridas dentro de mí de lo que viví sola con ella en esta casa.

En Filósofa Punk, Esther Díaz dedica largas páginas a contar esa relación difícil con una hija que no abandonaba el consumo de drogas, a la que había que rescatar de situaciones de peligro, a la que nunca quiso internar porque sabía que eso era doblegarse frente a los sistemas de control que ella desprecia. La acompañó como pudo, como supo, como ensayó, como falló. Pero no se arrepiente de haberla protegido de los institutos psiquiátricos, de las granjas de recuperación, de la cárcel, porque incluso eso se le ofreció como posibilidad para lidiar con la adicción. “Mientras la película se dio en el Malba, al final había hermosas tertulias de debate a las que dejé de ir porque me empezaban a preguntar qué se siente después de haber perdido a mis hijos. Y la verdad, después de exponerme como me expongo, en mis deseos y mis experimentaciones que me vengan a preguntar eso, no, loca, salí de acá”. 

–¿Y qué es lo que usted quiere contar?

–Quiero contar cómo la filosofía se hace cuerpo, el cuerpo que hay detrás de la filósofa y que las viejas también cogemos. Y te digo una cosa, a mí me empezaron a respetar más cuando conté eso, cuando saqué el libro de relatos sexuales que antes. Cuando empecé a publicar mi obra teórica, dejé de ser un objeto sexual para mis colegas. Parece increíble a priori pero es así.

–¿Cómo surgió ese libro de relatos?

–Por una necesidad política. Surgió en plena crisis del 2001, en principio había sentido una enorme euforia de ver cómo en la calle se hacía cuerpo lo que decía Foucault sobre la militancia microfísica, cómo desde abajo se podía poner en jaque al poder, cómo esa multitud que no derramó una gota de sangre –porque la sangre la derramó la represión– era capaz de derrocar un gobierno. Pero, la verdad, es que el impulso creativo vino de la imagen de los cartoneros en la calle. Yo me fui de viaje el 30 de diciembre de 2001 y cuando volví, quince días después, habían salido cartoneros como hongos en las calles ¡mamita! Y me pareció tan fuerte, tan fuerte al nivel de la sexualidad. Por esa exhibición de lo público y lo político... empecé a mirar los cuerpos de esos hombres y de esas mujeres, a advertir que debajo de esos harapos hay cuerpos deseables y deseantes. ¡Mirá por dónde se dio! Entonces pasé por el Hotel Interamericano, ese que está ahí en la calle Moreno y vi ese lujo 5 estrellas con todas las banderas del mundo y abajo, en los jardines, los cartoneros. Volví a casa y me salió lo que fue el hit del libro: Polvos de cartón, sobre una mina, obviamente intelectual, que hace una orgía en la puerta de un hotel internacional con los cartoneros. 

–¿Y fue sólo ficción? ¿No tuvo historia con ninguno?

–No, no garché con ninguno. Me dio deseo, pero deseo creativo, me vine corriendo a escribir. Ganas de escribir, no de coger. 

–O sea que los relatos eróticos salen de la exposición de la miseria pero del velo sobre la sexualidad…

–Salen de la exposición de la miseria y de ocultar la sexualidad. ¡Y sí! porque vos ves a las minas de culo parado que caminan por Belgrano y sabés que son objeto de deseo al toque, pero a quién se le ocurre que un cartonero o una cartonera sea objeto de deseo, eso se le ocurre a una mente calenturienta, nada más.

–De todos modos, hay cierta erotización de la pobreza: sobre todo, pienso, en varones gays de mi generación y antes también, las teteras en los baños de Constitución, ciertos levantes callejeros. Me acuerdo en el bar Bolivia, a fines de los ‘80 cuando Sergio Avello –artista plástico fallecido– se subía a los camiones recolectores de basura en busca de sexo y todes salían a aplaudirlo. ¿Fue alguna vez a Bolivia?

–¡Claro! Ahí tuve las primeras franelas colectivas. Y también tengo un amigo psicoanalista que tiene una ropa de cartonero para ir a levantar a la isla Maciel. Y tres días antes de la excursión no se baña para que no se den cuenta que es un tipo fino, porque también ellos tienen sus prejuicios, obviamente.

–Bueno, usted dice que prefiere los camioneros a los intelectuales a la hora de coger.

–Por supuesto, mi último amor que tuve, sexo y amor, un chico 26 años más joven, era un marginal, hacía alguna changa, mantenía a la madre y bueno, se fue con una pendeja. Doce años después vino a tocarme la puerta, cuando le pasó lo mismo que me hizo a mí y fue el momento de mi venganza. Había estado tres años preso, era un marginal total, todo lleno de marcas. Se terminó todo ahí, no quise segunda vuelta. Pero es cierto, me gusta la marginalidad, sí.

–¿Y por alguna razón cree que cuando expone su sexualidad expone sus miserias?

–No, expongo lo agradable del sexo y lo culpable del sexo. Y no voy a arrepentirme nunca sobre todo por esa gente que se comunica conmigo para decirme ¡cómo me desculpabilizó tu libro, yo salgo con un pendejo y me sentía la más miserable del mundo!

–¿Por qué siente rechazo a tipos mayores?

–Eso no lo puedo responder, es del orden de las pasiones. Igual que la imposibilidad de dejar de sentir celos. Porque yo que he sido promiscua, no tengo prejuicios sociales y tengo celos. Espinoza, que es racionalista, que cree más en la razón que en los sentidos dice que las pasiones tristes como los celos, como el deseo, no las podemos manejar, sí las podemos administrar racionalmente. Yo no soy responsable si me enamoro del marido de mi hija pero soy responsable de lo que hago con ese deseo. Porque no tiene que ver falta de prejuicio sino joder a otro. Yo no soy responsable de quién me gusta y quien no pero sí de la administración de la consumación del deseo. Por suerte no me gustan menores de edad, ni ahora tampoco mucho más chicos, pero hasta 50 más no, para que me caliente un tipo, 35 es lo ideal.

–Treinta y cinco es una hermosa edad, estamos de acuerdo.

–Sí, igual ahora, qué se yo. Uno también desea cuando se siente deseada, y ojo que tengo ofertas todos los días, eh. Pero escuchame, un tipo ayer me escribe: “tengo 52 años y leí que está dispuesta a agarrar viaje, yo soy muy discreto”. ¡Y a mí qué me importa la discreción, lo que me importa es que me caliente! ¿Quién te conoce, loco? Que esté dispuesta a agarrar viaje no quiere decir que con cualquiera.

–¿Y no te da un poco de calma tener menos ganas de coger? En el libro dice que a los 75 las ganas menguaron.

–Muchísima, como Platón en La República, sobre Sócrates, dice que tiene un encuentro con un anciano que le dice que el deseo lo alejaba de lo conceptual. Ese anciano tenía 65, a esa edad yo creía que iba a seguir volteándome a medio Buenos Aires y más, conurbano también, pero ya después de los 75 empezó a bajar. Por suerte sigo teniendo deseos, por suerte tengo mis juguetes sexuales cuando no hay tipo, por suerte me sigo masturbando pero con muchísima menos asiduidad. 

–¿Y la ternura?

–No me atrae mucho, eso de franelear por franelear no me va para nada.

–¿No le gusta hacer cucharita?

–No, no, tampoco me gustan los gatos.

–Cero lesbianismo, usted.

–Cero, es así, es la pasión que no se controla.

–De la vulnerabilidad física de la vejez habla muy poco en el libro o en la película, apenas una línea sobre la elección de la tecnología contra la flaccidez.

–Sí, es verdad. Hay cierto momento en que el cuerpo te duele entero, eso es de lo más brutal. Mi nieta, que es vestuarista, muy inteligente, me dijo clarito: a esta edad a todo el mundo le duele todo, pero vos tenés el deseo intelectual y el reconocimiento, así que agarrate de eso y dale, no podés estar todo el día quejándote.

–Y además es capaz de tener un orgasmo en cámara, según dijo.

–Bueno, es que lo del chongo fue genial. Farina me dijo que tendría que haber un poco de sexo en la película. Y yo, obvio,  ningún problema, bah, el problema es que no hay chongo, le dije. Y el me djjo “¡el chongo es lo más fácil de todo!” al principio se ofreció un docente de teatro que es gay, no era amanerado, pero rubiecito, ojos celestes, chiquitito. Y yo le dije, no, a mí traeme un hombre, HOMBRE o nada. 

–Un chongo, bah.

–En ese momento yo andaba con el pibe este con el que cogí, pero también, era un Adonis, ojitos verdosos grises, naricita perfecta, una nenita hermosa era. Y yo la verdad que quería un hombre. Y llamó a un actor que yo había visto en otra película de él al que no quise conocer antes porque si me pasaba algo serio después no iba a querer ver la película.

–Cuénteme de ese polvo.

–Bueno, esa noche vino Martín Farina solo con una cámara para tener la máxima intimidad posible. Lo que sí estaba en el guión era que él me tenía que besar toda, de la cabeza a los pies y yo a él. Eso lo hicimos, entonces cuando yo terminé de ir besándolo, me dice Martín que repita y ahí descubrí que el chico estaba depilado, la primera vez no me había dado cuenta. Y entonces cuando le toco el pene así, piiiinnnnn, después él gritaba, Esther me la hizo parar... La cuestión es que seguimos jugueteando, él me besó la teta y le digo “Date vuelta” y lo pongo boca abajo. Me puse arriba del pibe y ese cuerpo divino, formado, fornido, con unos tatuajes en ruso que no se pueden creer.  Martín se dio cuenta de que venía un orgasmo y se quedó ahí en la zona, se ve mi panza, como subo y bajo encima del culo de él y fue fantástico para la teoría que yo sustento que es la del posporno, que todo el cuerpo es un órgano sexual, no necesitamos tener metida una pija o un juguete sexual.

–Tuvo un orgasmo lesbiano al final.

–¡Re lesbiano! y fue buenísimo porque yo fui sujeto de deseo y el chico era objeto.

–¿Le habrá quedado alguna anécdota para el segundo tomo de sus memorias?

–Mirá, ahora me pidieron de un diario, para una sección llamada Mundos Íntimos, que expliqué por qué pude ser exitosa en mi carrera y no en la vida de pareja.

–¿Éxito? ¿Existe algo como el éxito para hablar de parejas?

–¡No! Pero agradezco la pregunta. Porque sí, soy un fracaso en cuanto a la vida familiar. Mi mamá se acostó con mi único marido, de mis hijos ya hablé, mis hermanas no me hablan. Pero es mi elección. El editor de esa sección es un tipo totalmente familiarizado, con esposa y dos hijos, ella que es periodista, habla de su familia como “clan”. Imaginate, para ellos una mujer como yo les rompe todos los esquemas. Y es que la verdad, a mí me gusta vivir en la cresta de la ola; si escucho que un tipo me empieza a decir “gorda” se acaba todo de inmediato. Así que, tomo la pregunta como un guante y veremos qué sale cuándo escriba.

–También podría contarnos algo más sobre las modificaciones de su cuerpo, ese uso de la tecnología que menciona.

–Bueno, no es secreto. Me hice tres lifting –el último para hacer la película porque con esos planos me empujaron al quirófano–, me puse tetas, me saqué la panza -que es fantástico porque si te cuidás te queda bien para siempre; y voy a seguir usando bótox y lo que sea siempre. No oculto mi edad, sólo que no me gustan las arrugas.

–Le iba a preguntar para terminar qué es lo que puede un cuerpo, pero me parece que ya estamos, ¿no?

–Yo creo que sí –dice la filósofa y la carcajada quedó resonando un rato largo.