La mera pronunciación de ciertas palabras evoca todo un universo. Chernobyl pertenece a esa lista y el imaginario que despierta es de los peores: una nube tóxica destructora, la pesadilla radioactiva para toda Europa y el apocalipsis real para miles de habitantes en Prípyat. Un vocablo que llegaría a ser apropiado por cierta banda argentina para los compases finales del que hoy es considerado el pogo más grande del mundo. Y en abril de 1986 lo que sucedió en la central nuclear ucraniana fue, sin exagerar, el desastre radioactivo más grande del mundo. “Estamos lidiando con algo que nunca sucedió en la historia de este planeta”, dirá uno de los protagonistas de Chernobyl (estreno de HBO el próximo viernes a las 21 hs). La miniserie de cinco episodios, según sus realizadores, tiene el interés de contar cómo y porqué ocurrió el hecho, así como las historias reales de los héroes anónimos que impidieron que la catástrofe humanitaria y ambiental fuese mayor. 

El relato se inicia secamente algunos minutos después de la falla en el reactor 4 de la planta durante un ejercicio de rutina. A la muerte de dos operarios, las alarmas y la onda expansiva percibida a kilómetros, le siguió la cerrazón de la administración soviética. “Estoy contento de informar que la situación en Chernobyl fue estabilizada. En términos de radiación esto es equivalente a una radiografía de tórax”, dice Boris Scherbina (Stellan Skarsgård), el hombre asignado por el Kremlin para seguir el caso. Si la historia es rendidora desde el vamos, el elenco le sigue en forma. A aquel funcionario de alto rango, que pasa de la arrogancia gubernamental a la incredulidad más funesta, lo interpreta un notable Skarsgård. Los otros dos personajes claves son Valery Legasov (Jared Harris), jefe de la comisión que investigó las causas del incidente y que aquí opera como la voz racional. “Cada átomo de uranio es como una bala que destruye todo a su paso. Metal, concreto y piel. Chernobyl tiene tres trillones de estas balas”, dirá este sujeto que la miniserie busca realzar. Por su parte, Emily Watson interpreta a Ulana Khomyuk, una científica intrigada por la magnitud del hecho. 

Para la ficción, que la central también llevara el nombre de Vladímir Ilich Lenin no es un detalle menor. Buena parte de la puesta en escena se lleva a cabo en esas oficinas repletas de burócratas y secretismo previo a la debacle comunista. En ese sentido, se verán los traspiés del Kremlin y la incertidumbre del pueblo desollándose mientras se les pedía que bebieran vodka con el argumento de que la bebida era buena contra las enfermedades. El resto, obviamente, se desarrolla en el “lugar” de los hechos y se vale de iconografías opresivas con una pátina de terror. Lo grisáceo del entorno se conjuga con ese pasado representado como una distopía inquietante. En definitiva, Chermobyl cuenta con detallismo y espanto lo que sucedió tras el desastre: el caos por los efectos nucleares, las instancias políticas y las labores a pie de la central. 

Al director de la entrega -Johan Renck- y a su guionista -Craig Mazin- el proyecto les llevó un lustro. Dijeron que una historia con esta complejidad tenía que ser contada en formato de serie. “Pensé que sabía qué era Chernobyl y claramente no sabía nada”, señaló el realizador. El hombre a cargo de los libretos señaló que esta historia resuena hasta nuestros días y por un motivo singular. “Chernobyl, en su corazón, es lo que sucede cuando la gente elige ignorar la verdad y celebrar una mentira. En Occidente tendíamos a ver a la Unión Soviética como un bloque. Lo que pienso ahora es que no somos inmunes a lo que pasó entonces. Hay un tipo de guerra global sobre la verdad y está pasando ahora mismo”, alertó Mazin.