“La vida es una enfermedad congénita, crónica, incurable, degenerativa, con pronóstico muerte”. Eso dice Valeria, el personaje que interpreta María Onetto, en su primera escena en Valeria radioactiva. Escritora, y guionista de culebrones, ella es la responsable de dar forma a los universos ficticios que mantienen a los seguidores del género adheridos a la pantalla de la televisión. Y no es casual que aquella frase, pensada para el guión de su nueva ficción El inmortal, sea la primera intervención de la protagonista, porque en esas palabras es precisamente donde se condensa, en gran parte, el sentido de la obra. 

Valeria escribe con la ayuda de Percy, su amigo y asistente, al mismo tiempo que es asediada por productores que entorpecen su trabajo con las demandas propias de la industria televisiva. Quizá para refugiarse un poco de ese mundo es que decide esconder su identidad detrás de un seudónimo masculino: Marcelo Miró. Su próxima telenovela, donde la pareja protagónica adquiere el don de la inmortalidad, con las ventajas y desventajas que eso implica, promete ser un éxito, pero esa expectativa se opaca con la noticia de la enfermedad terminal que sufre la autora.

A través de esta historia, Javier Daulte crea un texto en el que se ponen en juego debates existenciales en torno a la vida y la muerte. Incluso, en ese mar de situaciones, ahonda también en el terreno del proceso creativo del escritor, algo de lo que él mismo forma parte. La obra parece ser, por esto, un poco autobiográfica. Sin ir más lejos, Tito, el hijo de Valeria en la ficción, es interpretado por su propio hijo Agustín Daulte, a quien además dirige por primera vez. 

Pero lo más interesante, en este punto, es que esa mezcla de ficción y realidad se extiende a la dramaturgia, porque Valeria también se inspira en su vida para escribir El inmortal. Eso rápidamente se advierte cuando la primera parte de la obra da lugar a un segundo momento en el que se desarrolla la telenovela misma, donde los personajes ficticios revelan indicios que los vinculan al entorno cercano de su creadora. Es ahí donde la puesta se vuelva más lúdica, hasta con un clima onírico, surrealista, donde abundan los códigos del culebrón con su lenguaje melodramático y sus actuaciones estereotipadas. Ya en la última y tercera parte, se vuelve a la realidad de Valeria, quien espera el estreno de su ficción y hace frente a su enfermedad, ya avanzada.      

El quiebre del relato con la irrupción de una instancia metateatral convierte a la obra en un todo complejo donde se abren distintos tiempos y capas narrativas, lo cual no sólo da cuenta  de la complejidad de la trama, sino también de la creatividad del autor. En Valeria radioactiva el desdoblamiento es la norma, porque tanto las situaciones como los intérpretes tienen una doble configuración en el tiempo real y en el tiempo ficcional construidos por Daulte, lo que habilita, por ejemplo, que Onetto encarne a la escritora y acto seguido a uno de los personajes inventados por ella. 

Onetto decodifica de forma más que acertada el ego de esta artista vanidosa, que oscila entre el sarcasmo y la fragilidad. Y lo hace acompañada por un elenco en el que cada papel asume, a su manera y correctamente, rasgos caricaturescos, casi bizarros, que ayudan a ilustrar en su conjunto el vértigo del mundo televisivo, donde domina el rating. Un mundo donde el show siempre debe continuar.