Las previsibles consecuencias en el ámbito científico-tecnológico que se vienen observando en la Argentina desde el regreso del paradigma neoliberal a la gestión de la esfera pública han reavivado recientemente una serie de debates en los que subyace una pregunta que recrudece la crisis del sector: ¿qué tipo de ciencia y tecnología necesita el país y para qué fines? Con el objeto de aportar a estas discusiones, y asumiendo los límites y riesgos de un recorte que no pretende ser exhaustivo, desarrollaré dos puntos que considero nodales a la hora de pensar el rol de la ciencia y la tecnología en un país semiperiférico como el nuestro, y que trascienden las características de la actual coyuntura política.

Mientras las corrientes neoliberales históricamente han promovido la “destrucción” del aparato estatal, el desafío de mayor envergadura para las fuerzas progresistas, estando o no en el poder, es impulsar y encarnar la “deconstrucción” del Estado argentino. Un Estado republicano de fuerte herencia colonial que, como en el resto de los países de América Latina, debe ser transformado para superar su defecto de formación: la traición a los intereses de los pueblos que debe representar. En primer lugar, esto implica atravesar las crisis de legitimidad que expresan los diversos engranajes institucionales de una debilitada democracia representativa –corporizada, particularmente, en los representantes de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial–. Pero también superar una visión histórica cortoplacista, atravesada por rasgos dependentistas y eurocéntricos, que en el terreno productivo, por ejemplo, ha dificultado madurar una estrategia de desarrollo industrial autónoma capaz de avanzar en esa siempre tensa y contradictoria apuesta a un mercado global –regla obligada en el juego capitalista–, que regional y localmente se ha hecho a costa de la entrega del territorio a los extractivismos en pos de un “progreso” que, por sobre todo, es entendido como económico.

La traducción de esta pendiente deconstrucción del Estado en el ámbito científico-tecnológico, cuya trayectoria en esta parte del mundo ha sido invariablemente guionada por los marcos teóricos de los países del capitalismo central, y la acción proselitista y apátrida de los organismos internacionales –con la consecuente desconexión sistémica de la producción de conocimientos y el desarrollo tecnológico de las problemáticas locales– implica enraizar la política científica y tecnológica en el desarrollo socioeconómico nacional. Ese es el rasgo esencial que diferencia una política pública de una política de Estado en cualquier sector de interés para el desarrollo de un país. Y así lo ha demostrado la evolución de estas políticas en los países que han encontrado sus propios senderos de desarrollo: en una primera etapa fortalecer y expandir sus actividades científicas y tecnológicas, para luego focalizarlas en misiones o problemas relevantes desde el punto de vista socioeconómico. Dado que estas misiones están fuertemente condicionadas por el contexto, y no son factibles de ser imitadas y trasplantadas de una sociedad a otra, parece hasta una consecuencia lógica que los países en desarrollo como el nuestro, acostumbrados a las más diversas modalidades de catching up que no excluyen al terreno de la política científica y tecnológica, se hayan perdido de hacer algo en el camino. Siempre fue más fácil copiar que crear.

Ahora bien, frente a la innegable crisis que atraviesa del sector científico-tecnológico nacional, surge entonces la pregunta de si el problema se reduce simplemente a obtener o facilitar, de un lado u otro del mostrador –¿individual? ¿grupal? ¿institucionalmente?– la mayor cantidad de recursos financieros posibles para seguir desarrollando una ciencia de calidad y una tecnología competitiva en el marco de un modelo socioeconómico insustentable. Modelo que, en su expresión local, hoy invita una vez más a desconocer el propio entorno. Después de todo, nuestra ciencia y tecnología, salvo honrosas excepciones, pocas veces fueron convocadas, de forma sistémica, a ocuparse de nuestros verdaderos problemas.

Hasta puede parecer provocador plantear este tipo de interrogantes en el marco de la situación actual de la ciencia y la tecnología de nuestro país, pero considero son de utilidad no sólo para problematizar el mandato de neutralidad y eficacia –¿económica? ¿social? ¿ambiental? –que históricamente ha signado la producción científica y el desarrollo tecnológico endógeno, respectivamente, sino también para poner en discusión cuál es la responsabilidad que nos cabe a los sujetos sociales involucrados no sólo en la producción de conocimiento y el desarrollo tecnológico, sino también a aquellos encargados de su gestión y direccionamiento ¿Son acaso estas preguntas sólo factibles de ser formuladas en períodos expansivos de la actividad científica y tecnológica? ¿O el rol, los resultados y el impacto de la ciencia y la tecnología en el desarrollo socioeconómico de un país no debieran ser monitoreados permanentemente? ¿Cómo se perciben estas encrucijadas hacia el interior de la comunidad científica argentina?

Por lo pronto, el contexto inmediato, muestra a miles de compatriotas desempleados, y otros miles durmiendo en la calle, el 50 por ciento de los niños viviendo por debajo de la línea de pobreza, ancianos sin acceso a medicamentos –y la lista sigue–. Panorama en donde las ideologías se silencian, los hechos no necesitan de portavoces, y las misiones o problemas relevantes, adquieren la nitidez que siempre tuvieron.

Cuestiones ineludibles para el pensamiento crítico que, como diría Walter Mignolo, no tiene como fin la comprensión del objeto de estudio, sino el conocimiento y la comprensión de los peldaños necesarios para “otra cosa”.

* Erica Carrizo es doctora en Ciencias Sociales e investigadora de la Universidad Nacional de San Martín.