Me gustaría remarcar que Leopoldo Brizuela prestaba una especial atención a los entramados más secretos, íntimos y desplazados de la literatura en general y de la literatura argentina en particular; hilos conductores que en cierta forma rodearon los grandes proyectos que llevó a cabo como narrador, desde Inglaterra: Una fábula a Los que llegaron más lejos, de Lisboa a Una misma noche. Esa suerte de solidaridad con escritoras olvidadas, con marginados, con homosexuales desplazados por o muy realistas o muy rococó, tenía que ver, en principio, más que con el anhelo de dejar rastros de una genealogía, con un agradecimiento a quienes lo habían formado voluntaria o involuntariamente, en esos tropiezos iniciáticos llenos de misterio y lecturas inciertas, horas deslumbrantes y desorientadas. 

Comentaba que cuando era chico leía a Silvina Bullrich, Marta Lynch, Mujica Lainez, Oscar Hermes Villordo o Elvira Orphée de verdad, porque eran los autores que estaban en las bibliotecas que tenía a mano. Y porque eran en la mayoría de los casos libros con sus ramalazos de éxito, bestsellers de consumo nacional, libros que llamaban la atención, algunos hasta escandalosos. No era un consumo irónico. No era un consumo intelectual. Tampoco era la reivindicación de la literatura menor que gustan hacer los figurones que ya dejaron atrás su período menor. No era un gesto político sino un puñado de gestos intuitivos, aunque después los resignificaría en más de un gesto político.

Cuando dio a conocer la antología de literatura gay Historia de un deseo, quedaba claro que el corte era la sexualidad de los textos por encima de la sexualidad –o la “identidad sexual”– de los autores. Ahí convivían Manucho y Villordo con Piglia y Marcelo Birmajer. El gesto, aparentemente apolítico, era (el tiempo lo demostraría) no sólo pertinente sino más político que, por ejemplo, la preocupación por el closet de los escritores. La identidad, enseñó esta antología, fluía como un deseo, entre textos, narradores, puntos de vista y géneros de lo más diversos. Y al mismo tiempo, la antología y su autor no eludían la “especificidad” del caso, que muchas veces se intenta licuar bajo el manto de la dicotomía de buena/ mala literatura en términos de calidad, sin importar quién ni cómo ni cuándo.

Ese gesto político también reaparecía cuando reivindicaba la literatura de mujeres de clase o, al menos, con clase. Caso muy revelador el de Sara Gallardo, a quien estudió y presentó en un volumen clave de Emecé, que recopilaba sus cuentos y novelas cortas (Narrativa breve completa). Ser mujer de clase, en la literatura argentina, tiene su tradición de marginalidad. Curiosa marginalidad pero real, que alcanzaba a la Lynch, la Bullrich, a Beatriz Guido en parte. Leopoldo Brizuela reivindicaba a la Lynch cuentista más que a la novelista, a Sara Gallardo en su totalidad, rescató la figura de Elvira Orphée. Y por supuesto la obra literaria de María Elena Walsh.

Estos gestos de rescate prolongaron esa lectura más inocente y ávida de la adolescencia y la primera juventud, y fueron abonando entonces una actitud de revisionismo y búsqueda de justicia retrospectiva mientras en sus propios libros, puede conjeturarse, buscaba consolidar un mundo propio pero experimentando en cierta forma con aquellas fórmulas perdidas del bestseller nacional. ¿Cómo hacer un bestseller nacional en los 90 o en el siglo XXI?, parecen preguntarse los libros de Brizuela. Y en ese sentido, hay una apuesta a lo propio y lo ajeno (o no tan ajeno pero sí contaminado, apropiado: Inglaterra, Lisboa) entrelazados en fuertes estructuras narrativas, lanzadas, sin sentir vergüenza del folletín.

Pero también fue Brizuela un orfebre, un exquisito cultor del fragmento o la forma justa aun dentro de esas grandiosas construcciones “profesionales”. Esas tensiones que con el tiempo se podrán rastrear en sus obras, también estuvieron presentes en su mirada sobre las obras de los otros y las otras, la sensibilidad abierta a las corrientes subterráneas de la literatura argentina que le llegarían como llegan los murmullos de una radio un domingo a la hora de la siesta en el pueblo, y a las que supo agradecer, honrar y difundir con gestos fuertes y delicados a la vez.