Las medidas que, según el Gobierno, serían un “alivio” para los argentinos hasta ahora no terminaron de ponerse en marcha. Entre otras iniciativas de corto aliento, se había comprometido una canasta básica de 60 productos a precios fijos, que aún no está disponibles en su totalidad, así como el acceso a créditos Anses para las familias beneficiarias de la AUH y jubilados, ambas medidas destinadas a hogares que ya están endeudados y que vienen reduciendo sus consumos básicos al ritmo de una inflación descontrolada.

La palabra “alivio” asociada a políticas de atención de la pobreza tiene antecedentes en la historia reciente y curiosamente de manera enfática fue utilizada en los años 90 en plena consolidación de las políticas de ajuste que nos llevaron al colapso de 2001. Con una desocupación de dos dígitos y con casi el 50 por ciento de la población bajo línea de pobreza, el gobierno de aquel momento hizo suyo el giro del Banco Mundial que, de modo solapado, sustituyó la mentada lucha contra la pobreza (eslogan de los 90) por las llamadas políticas de alivio de la pobreza, como un modo de clausurar cualquier expectativa de erradicación del problema.  No es un tema semántico, se trata de una concepción del problema y de su abordaje que restringe la intervención del  Estado y acepta como algo lógico y natural que los pobres se atengan a reglas de mercado, dejando para el Estado y por excepción medidas de “alivio”.   

En la lógica de las “políticas de alivio”, el pobre es como un enfermo terminal y Estado no tiene obligación de buscar soluciones que puedan hacer sinergia con las capacidades (cuidado y trabajo) que las familias despliegan en condiciones de extrema precariedad e incertidumbre. De ahí que la noción de alivio no es casual, sino una definición categórica de lo que se puede y no se puede hacer desde el Estado con la  pobreza. 

El hecho de que a fines del 2018 (última medición del Indec) existan casi un millón y medio más de pobres que en 2015, a la vez que la desigualdad entre los que menos y más ganan supere el 33 por ciento (CEC, 2019), son datos que dan cuenta de un cambio dramático de la matriz distributiva de la sociedad argentina, que alerta sobre un estado de emergencia social cuyo reconocimiento no admite eufemismos por parte del Gobierno, como es hablar de medidas de “alivio”. 

Se trata de un nuevo plan de endeudamiento a tasas usureras para los eslabones más débiles de la cadena de consumo, cautivos de un descuento que el Estado hace efectivo de modo automático y sin riesgos. Sabemos que se trata de hogares que ya están sobreendeudados y que, por la falta de trabajo (changas), para muchos la AUH es su único ingreso seguro con el que deben hacer frente a intereses anuales del 50 por ciento. Al margen, resultó un sinsentido que fuera la ministra de Desarrollo Social la encargada de anunciar estos créditos: se trata de la cartera que debería anunciar medidas contra la crisis (procíclica) y desmercantilizadas que efectivamente no ahoguen aún más a estos hogares. De la ministra Carolina Stanley esperamos que anuncie canastas de alimentos frescos a precios de costo, leche gratuita para todos los hogares receptores de AUH, restitución de subsidios suspendidos en base a argucias burocráticas, condonación de deudas con la Anses para jubilados y beneficiarios de la AUH, apoyo a las cooperativas y proyectos de la economía social, equipamiento de salud y provisión de medicamentos en cantidad y calidad. En fin, hubiéramos esperado que las medidas de ese ministerio tuvieran tan siquiera una verdadera intención de “alivio”.

* Directora del CEC, Facultad de Ciencias Sociales (UBA).