“Cuánta cosa en su camino/ estos ojos habrán visto/ Quién sabe lo que verán/ después que me juzque Cristo”. Los versos de “Milonga de Manuel Flores” los solía cantar como modelándolos, con esa voz andrógina y trémula que arropaba. Amaba a Jorge Luis Borges, rondaba las calles de la manzana mítica de Palermo en busca de los rastros de un pasado ilusorio y ahí está, ahí se lo puede escuchar, ahora sólo en disco: con las guitarras de Lucho González y de Colacho Brizuela, diciendo aquello de “Manuel Flores va a morir/ Eso es moneda corriente/ Morir es una costumbre/ que suele tener la gente”. 

Nilda Fernández era, a su manera, un compadrito como el Flores borgeano: puro coraje, intrepidez y actitud. Murió de un infarto en su casa del sur de Francia el domingo pasado, a los 61 años. Dejó en muchas ciudades del mundo una cofradía de desolados fanáticos que degustaban su arte como si fuera un vino de una cepa sutil y secreta. Un vino español, afrancesado; o viceversa. Lo lloraron, seguramente, en París, Lyon, Madrid, Barcelona, Quebec, La Habana, Kiev y aquí, en Buenos Aires, al fin al cabo un puerto indefinible como él. Una ciudad en la que, por estos días, culpa de la impensada muerte, se evocaron los indómitos shows de los ‘90, cuando al cantar caminaba felinamente sobre las mesas de La Trastienda como quien pisa piedras para cruzar un arroyo.

Parecía condenado al éxito, pero se bajó. Tenía todo: concepto, carisma, ambigüedad y misterio, una poética sugerente y una voz frágil, de castrati. Pudo ser una estrella pop cebada por esnobs, en la senda de un Miguel Bosé, pero después de un furibundo éxito radial de mediados de los ‘80 eligió un atajo artístico libertario, híbrido, cautivante en su diversidad. Nació en Barcelona, se crió en París, anduvo por Quebec y La Habana, vivió seis años en Rusia pero, al fin, era un hombre de ningún lugar. En todo caso, habitaba la poesía, la palabra, la metáfora. En 1999 publicó un disco estupendo en el que musicalizó poemas de Federico García Lorca. Lo tituló Castelar 704, por el hotel y la habitación que el granadino ocupó durante su estadía porteña en Avenida de Mayo. El álbum tiene –no podía ser de otra manera– un barniz flamenco de punta a punta, con guitarras andaluzas como las de Tomatito y Paquete, más el aporte del toque peruano de Lucho González.

A González lo conoció por vía de Mercedes Sosa. Luego de irrumpir en la escena porteña con el inapelable pasaporte del disco 500 años, que traía temas extraordinarios como “Madrid Madrid”, “Mon amour”, “Entre Lyon y Barcelona”, “Yo le decía”, muchos se interesaron por esa obra indescifrable que no encajaba con nada, ni siquieron con un idioma. El periodista Ricardo Salton contactó a la tucumana con el catalán –dos almas gemelas, errantes, fatalmente cosmopolitas– y fue así como Mercedes Sosa grabó “Mon amour” a dúo con Nilda Fernández, mitad en francés y mitad en castellano, con arreglos orquestales de Carlos Franzetti. El tema abrió el disco Gestos de amor, de 1994, y escucharlo hoy ratifica una belleza insondable en su conjunción de letra, música e interpretación: “No te condenes a perpetuidad/ la cuerda existe y no te ahogará/ mon amour, mon amour/ Te amo y te espero/ Es algo muy ligero/ La pluma en el tintero/ Mon amour...”. 

 Buenos Aires caía a sus pies, pero volvió a elegir vagar por ahí. El nomadismo fue, al fin, pura juglaría. Fue a parar a Quebec, Canadá. Como ocurrió con cada uno de los lugares que amó, se dejó abducir por las costumbres locales: llegó a vivir en una aldea con indios nativos de Quebec. Allí empezó a idear una novela en francés, que pudo publicar, y a planificar una incursión neoyorquina para grabar un álbum junto al pianista de jazz latino Michel Camilo, que llamó Innu Nikamu. En dialecto de los indios del norte de Quebec ‘Innu Nikamu’ significa “hombre que canta”. “Me interesa indagar diferentes culturas.  Cualquier ser humano en este planeta es un emigrante o, por lo menos, descendiente de alguna trashumancia”, decía.  El disco canadiense lo presentó yendo de pueblo en pueblo, a bordo de un carromato tirado por caballos. Quedó marcado por esa cultura originaria. “Había una mujer que a la noche contaba cuentos tradicionales. Fue como una revelación para mí. Ahí no existe la hostilidad, aunque también hay un costado muy triste, que es el alcoholismo”.

El temperamento inasible y peregrino lo fue alejando del público porteño. Venía esporádicamente, pero nunca más alcanzó el impacto de los ‘90.  En aquel momento, más allá de haber sido señalado por el dedo de oro de Mercedes Sosa, tocó una fibra oportuna que contrastó con la manteca al techo de los años menemistas. Mientras con mentalidad algo provinciana –esas ansias de “pertenecer al Primer Mundo”– cierto público se embelesaba con los mega shows de Michael Jackson o Madonna, un hombrecito munido apenas de una guitarra, un micrófono y una veintena de canciones sensibles y sinceras –en las antípodas del trovador solemne y equidistante entre el afectado performer de pop español y un arlequín medieval–  emocionaba como nadie. 

En uno de sus demorados regresos a Buenos Aires contó que había estado viviendo casi seis años en Rusia. “Hice pie en Moscú, y de ahí recorrí ese país gigante. Formé dúo con un cantante ruso muy famoso, Boris Moisseev. Nos fue muy bien no solo en Rusia, también en Ucrania, en los países bálticos y en Israel, donde emigraron muchos rusos. Del mismo modo estuve tocando con un pianista cubano llamado Aldo López Gavilán. Fue y vine de La Habana, en un remedo de los vínculos antiguos entre Cuba y la Unión Soviética”.

Dejó varios textos inconclusos: una autobiografía que empezó mil veces y mil veces tiró a la basura, una novela y un libro que había titulado provisoriamente Buenos Aires y otros cuentos y que fue escribiendo a los tumbos, decía, en los bares de Palermo y San Telmo.  Su combustible era el inconformismo. Se podía advertir en su mirada una tristeza irreparable. Dejó una obra hermosa oculta bajo la alfombra de la difusión masiva. El lo buscó así. Excepto la muerte -esa costumbre que suele tener la gente-, todo ocurrió como él quiso que ocurriera. Su historia –fantástica, sinuosa, definitivamente breve– tiene el pudoroso tono poético de la mejor de sus canciones.