“Colgado de un barranco duerme mi pueblo blanco”. Las callejas de polvo y piedra y el sol fuerte del mediodía que Almodóvar registra en escenas puntuales de su última película, Dolor y gloria, bien podrían corresponderse con aquellas descriptas por Serrat. La locación real es Paterna, en Valencia, el sitio elegido por el realizador para rodar varias secuencias de la infancia del protagonista, un cineasta semiretirado llamado Salvador Mallo. El director de La ley del deseo y La piel que habito, entre otras casi dos docenas de largometrajes, no nació ni se crio allí, sino en pueblos y ciudades como Calzada de Calatrava, en La Mancha, Orellana la Vieja y Madrigalejo, en Cáceres. Primer indicio de que la película –que ha sido velozmente rotulada por la prensa como la más autobiográfica en toda su carrera– no necesariamente sigue al pie de la letra la biografía real del director de cine español más reconocido internacionalmente. En realidad, como suele ocurrir con aquellos grandes films que reviven casos y cosas, pero también fantasías y ansiedades, de sus creadores (de 8 1/12 a Fanny y Alexander, de La noche americana a Arrebato), la realidad convive necesariamente con la fabulación y el recuerdo con la elucubración. Las callejas de polvo y piedra de Paterna, sus casas subterráneas bañadas en cal y el cielo límpido y enceguecedor bañándolo todo con su luz, le sirven a Almodóvar para recuperar impresiones de su propia niñez y reconvertirlas en material de base de la ficción cinematográfica. Pero antes de la mudanza al pueblo blanco, las lavanderas. Dolor y gloria –que viene de regalarle a Antonio Banderas el premio (merecidísimo, ineludible) a Mejor Actor en el Festival de Cannes y que tendrá su lanzamiento local este jueves– comienza con un grupo de mujeres remojando sábanas en el río y a un niño que las observa y escucha cantar. “Siempre a tu vera, a tu vera, a tu vera...”, entona Jacinta, la madre de Salvador, es decir, Penélope Cruz, poniéndose nuevamente a las órdenes del manchego. Jacinta y sus vecinas lavan y cantan y el chico juega cerca del agua. La imagen bien podría formar parte de una pintura impresionista, pero el siglo no es el XIX sino el siguiente y la década, a pesar de la técnica manual de las obreras hogareñas, es la del 60, cuando esta apenas abría los ojos al mundo.

En el presente del relato –un presente que, como suele ocurrir con la memoria, viaja en el tiempo, ida y vuelta, en cuestión de milésimas de segundo– Salvador Mallo es invitado por la Filmoteca Española a presentar la versión restaurada de Sabor, una de sus primeras películas, gestada y parida en Madrid en aquellos años locos, los de la famosa “movida”. A pesar de que no ha dejado de escribir bocetos de narraciones y algunos versos en prosa autobiográficos, hace rato que Salvador no filma. Las causas suelen ser muchas para esa clase de abandonos y detenimientos. Algunas mentales, psicológicas, emocionales: arranques de angustia, pánicos nocturnos, el acecho de la depresión. Otras, en cambio, dolorosamente físicas. En este último sector de sus dolencias el personaje está más que excusado: a unos constantes y paralizantes dolores de espalda se les suma su compañera de ruta, la migraña, y últimamente encuentra que cualquier pequeño trozo de alimento, a veces incluso un sorbo de agua, genera unos ahogos que parecen anticipar la muerte. Por eso suele quedarse en casa, aislado del mundo, más cerca de sus penas. El piso madrileño de Salvador no es el de Pedro, pero se le parece: el set fue construido siguiendo en gran medida el diseño arquitectónico y los detalles decorativos del departamento real de Almodóvar, incluidos algunos de los cuadros que cuelgan de sus paredes. En la ficción, el reestreno de aquel viejo film provoca en su creador sensaciones encontradas: por un lado, la felicidad de saber que su obra no sólo ha resistido el paso del tiempo sino que, en sus propias palabras, ha mejorado, como un buen vino añejado; por el otro, un cierto miedo escénico del cual no creía ser dueño. Finalmente, Sabor es el disparador de todo aquello que pone en funcionamiento Dolor y gloria, los dolores y las glorias de su protagonista, el regreso del pasado y también la existencia de un futuro diverso al presente. 

Pedro Almodóvar ha declarado sufrir de intensas jaquecas pero, a diferencia de Salvador Mello, nunca dejó de filmar y ningún dolor físico o mental le ha impedido continuar con su carrera, que ya lleva cuatro décadas de existencia ininterrumpida. En una pequeña ronda de prensa en Cannes para periodistas de habla hispana, el realizador explicó a grandes rasgos el vínculo cercano, pero al mismo tiempo independiente, de la película y del personaje con su biografía: “Hubo un momento de vértigo porque soy muy pudoroso: yo de mi vida personal, de mi vida íntima, ni a mis amigos les hablo. Pero una vez superado el vértigo me convertí en un tema más. Mis películas están basadas en cosas que oigo, que leo. El primer apunte de la primera página lo origina la realidad; después tengo que continuar escribiendo la historia. Este caso fue igual y la historia de este personaje también está basada en la realidad, con la diferencia de que esa realidad es la mía. Pero una vez superadas las primeras dudas me trataba como si no fuera yo mismo, con total independencia y, por lo tanto, el pudor fue desapareciendo. He vivido un amor truncado en un momento en el que amor estaba vivo, muy vivo, y sí es cierto que había momentos, sobre todo en las escenas con la madre, que recuerdo haber escrito llorando. Me da un poco de vergüenza decirlo y no me gusta tener esa imagen de mí mismo, pero fue así. Pero la relación con mi madre no es exactamente como la que se ve en la película. Nunca tuve esa cosa de extrañeza. Y hay escenas que me emocionaron mucho cuando dirigía a los actores pero que, realmente, fueron improvisadas la noche anterior”.

Los chinos de la paz

Se ha dicho y se ha consensuado: Dolor y gloria es la mejor película del cineasta en muchos años. Por una vez, el consenso parece indiscutible. Hay en la película –en su estructura de capas que van solapándose y entrelazándose, en la ternura seca de su descripción del presente y la idealización nada ñoña del pasado, en la forma en la cual tantos temas tan diversos fluyen sin que se amontonen ni parezcan forzados por las manos del guionista, en la enorme y compleja fragilidad de Salvador– una maestría de fondo y forma que hacía tiempo no se conjugaban en “una de Almodóvar”. Hay en la película, también, una magnífica escena final, sencilla y al mismo tiempo profunda y emocionante, enormemente significativa para cualquier artista anulado por sus propios miedos y asperezas. Se ha hablado de trilogía. La ley del deseo seguía al personaje interpretado por Eusebio Poncela, otro director de cine, enganchado a fondo con un joven admirador llamado Antonio Benítez (Banderas). En La mala educación otro cineasta, de nombre Enrique, se reencontraba con un amor de la infancia, durante los tiempos de estudio en un internado religioso. En Dolor y gloria hay reuniones con personas importantes del pasado: un actor con el cual Salvador no se ha hablado por mucho tiempo y un amante del pasado, de esos que dejan una huella tan profunda que terminan definiendo una parte de la personalidad. También un recuerdo temprano que parece cristalizar la aparición, por primera e inesperada vez, del deseo físico. La idea de trilogía, sin embargo, sólo puede entenderse de una manera no lineal, dictada no por una ligazón de personajes y relatos sino por un concepto de variaciones temáticas, de “obsesiones”, en el sentido más autoral de la palabra. Dolor y gloria es, sin dudas, una película de madurez, aunque ello no señale necesariamente una clausura: a pesar de su tono melancólico y, por momentos, mortuorio (la muerte es, al fin y al cabo, una etapa más de la vida), la película no parece marcar un final sino, tal vez, un nuevo comienzo. 

Salvador es Antonio y sin Banderas no habría Mallo. O sería otro Mallo, bien distinto. Es raro afirmarlo, teniendo en cuento que se trata de un actor con una trayectoria tan extensa, pero es posible que, en el futuro, el de Dolor y gloria se describa como uno de los papeles más importantes –si bien no más representativos– de su carrera. El vigesimoprimer largometraje de Almodóvar reúne por octava vez a la dupla, el director y el actor, personas muy cercanas desde comienzos de los años 80, aproximadamente la misma época en la cual Salvador filmaba Sabor. En la conferencia de prensa oficial en Cannes, Banderas afirmó que, para él, “fue una sorpresa leer el guion porque, a pesar de conocerlo desde hace muchísimo tiempo, hay aspectos de Pedro que no conocía y que, además, sabía que él los consideraba muy privados. Dentro de algunos años, cuando miremos atrás y nosotros no estemos, Pedro Almodóvar será fundamental para entender la historia de España, del tiempo que nos ha tocado vivir. Y aunque haya muchos otros buenos directores en España, que los hay, es verdad también que nadie representa esa estampa, esa mirada icónica de un momento determinado en la vida de un país”. A pesar de ser quien lleva la mayor parte del peso dramático, Banderas no es el único que entrega una gran performance. Lo mismo puede decirse de Leonardo Sbaraglia, como ese amor nunca extinto del pasado que viaja casualmente de Argentina a Madrid y, en un paso de causalidad melodramática sutilmente entramado, golpea la puerta de casa para saludar. Las dos escenas jugadas por el argentino son breves pero esenciales, de una gigantesca importancia narrativa y dramática. El vasco Asier Etxeandia, en tanto, interpreta a Alberto Crespo, el actor de aquella Sabor con quien Salvador no ha vuelvo a verse o hablarse, el promotor de la nueva adicción a la heroína del cineasta, uno o dos pasos después de fumarse un “chino” por primera vez en la vida, símbolo de un pacto de perdón, pacificación y eventual reconciliación. La de Salvador es una adicción “a destiempo”, más de tres décadas después de esos tiempos de juventud donde el “caballo” era el amo y el señor del cielo y el infierno madrileño. Pero, al mismo tiempo, lo único que permite que todo ese dolor concreto y real desaparezca y se disuelva en un ensueño. Y también la sustancia que destraba al escritor y hace que la página en blanco de llene de letras. El texto se llama, no casualmente, “La adicción”, y será la base de un pequeño unipersonal teatral, anónimo para todos aquellos que circulan fuera un pequeño círculo de tres personas.

El largo camino a casa

En Dolor y gloria, como en tantas otras películas almodovarianas, la figura de la madre, en presencia y en ausencia, adquiere una configuración rotunda, imprescindible. Penélope Cruz en el pasado remoto, Julieta Serrano en uno más cercano; sus ojos, significativamente, de diferente color. “Hay una escena, la del ajuste de cuentas de la madre con el hijo, que aunque yo no la he vivido, siento que es muy real”, afirmó el realizador en una extensa entrevista con la revista española Fotogramas. “La escribí la noche previa al rodaje, porque me gustaba tanto el trabajo de Julieta que fui ampliando su personaje. Cuando Antonio le dice a su madre: ‘No era el hijo que tú esperabas, simplemente por ser como soy’, estoy resumiendo toda mi infancia y adolescencia. Yo fui un niño distinto y no solo para mis padres: era un niño distinto para el pueblo, para el colegio, incluso para mi familia. Y con esa secuencia he dicho casi todo acerca de mi propia infancia, de la que generalmente no hablo”. El duelo de Salvador es largo y está lleno de incógnitas, dudas y temores. El deseo de volver a filmar (de volver a vivir) sólo puede regresar a su cuerpo y a su mente luego de un derrotero comparable al de los viejo héroes clásicos. Para ello hay que perdonarse a sí mismo, encontrar nuevamente aquello que hacía vibrar todo el ser, volver a ver(se). Esa estación de tren desierta, que anticipa otro viaje y un nuevo comienzo, está esperando.