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Jueves 8 de Febrero de 2001

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NOQUEAR AL CANCER Y ESCALAR EL ACONCAGUA

Yo me alejo más del suelo

 

Carolina Benetti y Marcos Bayá tenían 17 años cuando supieron que estaban enfermos. Sobrevivieron al dolor, la angustia y la qui-mioterapia, se curaron, y decidieron trepar hasta la cima de la montaña más alta de Sudamérica. Una historia de supervivencia ejemplar (aunque detestan que los consideres ejemplos).

Por Sonia Santoro

Tuvo cáncer en los huesos. Se curó. Escaló el cerro más alto de Sudamérica, el Aconcagua. Tal vez ésta sea una buena síntesis de las cosas más importantes por las que pasó Carolina Benetti. No es atleta. Y nunca en su vida había pensado en escalar una montaña. Pero tampoco había tenido tiempo de saber sobre una enfermedad como el cáncer, cuando a los 17 años se enteró que tenía que convivir con ella. Pasó las dos pruebas, y ahora sigue con su vida de piba de 21 años, pero con una personal sabiduría que le dejó la enfermedad y que si bien no trata de inculcar, está ahí todo el tiempo, marcando diferencias.
El 16 de enero de 2000 un grupo de 35 personas salió de Buenos Aires rumbo a Mendoza. Encabezados por la traumatóloga Patricia Cudeiro, formaban parte de una investigación científica para evaluar cómo se comporta el organismo ante situaciones adversas. En medio de fisiólogos, bioquímicos y traumatólogos, iban Carolina y Marcos Bayá (22 años), que habían superado sendos cánceres óseos.
“A esto no lo subo ni a palos”, decía Marcos cada vez que iban a mirar el cerro, mientras se aclimataban a la altura en Puente del Inca. Cinco días después, ya sabía que podía hacer más cosas de las que había creído. “El primer día caminamos como ocho horas seguidas y llegamos al primer campamento –cuenta Carolina–. Al otro día salimos a las cinco de la mañana y con un frío terrible. Fue el más largo, doce horas de caminata y encima por lugares donde decías ‘yo acá me mato’.” Pero ya estaban ahí y lo que menos querían era volverse. “El tercer día caminamos poquito porque era la cuesta brava, que es muy empinada. Llegamos a Plaza de Mulas, a unos 4500 metros, y nos quedamos”, dice.
Ahí siguió una nueva tanda de análisis y, 72 horas después, abajo, otra más. Hicieron 46 kilómetros en un día. “Patricia me preguntaba a cada rato por mi rodilla, pero el cansancio era tal que lo que menos me dolía era esa pierna”, agrega.
Carolina vive en Villa Independencia, a 20 minutos del centro de Lomas de Zamora. A los 16 años le descubrieron un tumor maligno en el fémur y después de varias sesiones de quimioterapia y una operación en la que le pusieron una prótesis en la rodilla, se recuperó. Durante el tratamiento bajó diez kilos y perdió todo el pelo. Pero acentuó un carácter con el que se enfrenta a lo que le pongan delante. “Mi única meta después de operada fue poder andar en bicicleta otra vez –dice–, y es como que toda mi rehabilitación la hice pensando en eso. Lo tomé así: había que curarse de algo y listo. Por ahí otras personas hubieran dicho ‘no hago nada porque en dos o tres meses me muero’, pero yo no pensé en eso y salió todo bien.”
Para Carolina, que todo lo organiza según objetivos a cumplir y obstáculos a superar, en este momento su única meta es recibirse de médica. En un punto, su historia es típica: “siempre me gustó la medicina pero lo que me pasó fue la gota que rebalsó el vaso para decidirme a estudiar”, dice. Para eso tuvo que volver a entrar a la Casa Cuna, donde se había tratado durante 7 meses. “En primer año cursé una materia ahí y cuando entraba sentía ese olor del ascensor, que lo tengo impregnado, y me quería ir porque cuando estaba en tratamiento lo sentía y automáticamente empezaba a vomitar, antes de recibir ninguna droga”, dice. Pero eso pasó, como todo.
A Marcos la enfermedad lo inclinó para otro lado. Como antes, vive con su familia en San Isidro. Pero ya no es más aquel chico serio. Escucha reggae y anda “en busca del viento” para poder lanzarse al agua en su tabla de windsurf. Ahora se toma las cosas de otra manera, dice. Lo que suele aparecer como un lugar común se desvanece al escucharlo. “Antes cualquier cosa me preocupaba. Me volvía loco si tenía una prueba y no había estudiado. Ahora la verdad es que no me importa si me va mal o no, trato de estudiar pero no me voy a poner mal por eso. Ahora soy el vago,pero feliz. Eso es lo que importa. Si vivís amargado no vivís, no es lo mismo”, dice. Eso, confiesa, le trae algunos problemas con las madres de sus amigos, que le recriminan que es el ejemplo “no indicado” para sus hijos.
Marcos se enteró de que tenía un tumor maligno en la cadera a los 17 años. Después de un año de tratamiento con quimioterapia y rayos, se recuperó. Desde entonces se controla cada seis meses. Y en marzo le dan el alta definitiva, igual que a Carolina.
Como si la enfermedad hubiera acentuado su capacidad para hacer sólo lo que tiene ganas, una vez recuperado descubrió el windsurf (“lo que más me gusta de todo”). Hoy divide sus días entre la facultad (estudia administración de empresas) y el agua. “Le dedico 4 o 5 horas por día. Apenas salgo de la facu me voy para Perú Beach, en Acassuso y el río. Y los sábados y domingos doy clases”, cuenta. Aunque si hay viento, las clases se suspenden. Carga su tabla y se va a Quilmes; ahí con viento del sudeste hay olas casi tan grandes como en el mar. La búsqueda del viento lo lleva habitualmente a Mar del Plata o a Pinamar, donde también da clases durante el verano. Como todo windsurfista, su sueño del pibe es poder viajar a Hawai.
Si bien Marcos dice que pasó por su enfermedad como por un resfrío, porque no entendía muy bien qué tenía (o no quiso saber), tiene muy claro que lo que vino después no cayó de la nada. “Lo del Aconcagua es una forma de darte cuenta que todavía podés hacer más de lo que hiciste. Es como si la enfermedad te hubiese hecho más fuerte y hacés cosas que antes ni en sueño pensabas”, dice. Carolina no se detiene en esas cosas, simplemente actúa. “Ya está, ya la pasé y no voy a estar toda la vida pensando en que estuve enferma”, dice. No son ni quieren ser ejemplo para nadie. Cargan con sus historias como pueden, como la mayoría de los mortales. Pero tienen esa especie de poder que te da el saber de lo que sos capaz.