Desde Berlín

 

Uno es finlandés, el otro coreano. Sus estéticas y sus temáticas no podrían ser más diferentes. En apariencia, no tienen nada en común. Y sin embargo bastó que las nuevas películas de Aki Kaurismäki y Hong Sang-soo aparecieran en la competencia oficial de la Berlinale –que no había tenido hasta ahora grandes momentos– para que el sol volviera a brillar en la ciudad. Nada mejor que dos auténticos autores para devolverle la vida a un festival.

Ahí está la clave, el punto de unión. Sus respectivas obras no se parecen a nada ni a nadie. Es suficiente con ver un solo plano de Kaurismäki y otro de Hong para identificarlos, sin temor a error. No tienen epígonos, porque no podrían tenerlos, serían apenas malas copias. Sus respectivos cines parecen repetirse (como señalan sus detractores, que nunca faltan), pero sin embargo están hechos de infinitas variaciones, que van enriqueciendo cada película con nuevas aristas y modulaciones. Y a tal punto son capaces de transmitir la identidad cultural de sus países y la idiosincrasia de su gente que parece difícil –sino imposible– pensar en Finlandia o en Corea sin la ayuda de sus películas. Ellos construyeron esos imaginarios.

Como en el grueso de su obra, la nueva película de Aki Kaurismäki (que anunció su retiro en conferencia de prensa) es una fábula optimista, luminosa, a pesar de la gravedad de su tema. Un poco como en su película inmediatamente anterior, El puerto (2011), que llegó a estrenarse en Argentina, El otro lado de la esperanza (Toivon tuolla puolen es su título original) vuelve sobre el mismo tema, que hace años tiene en jaque a Europa: el de los inmigrantes que huyen de las guerras y hambrunas de este mundo y buscan en los países privilegiados un refugio que difícilmente encuentran. Pero tal como señala el propio título del film, en el cine de Kaurismäki siempre hay esperanza, por extraña que sea, y también justicia poética, por qué no.

Ovacionado en la función de prensa, el director de El hombre sin pasado (2002) y Luces al atardecer (2006), trajo a Berlín una obra que bien le puede valer, mañana sábado, el Oso de Oro. Se trata, como es su costumbre, de un film pleno de nobleza, ternura y humor. Y de una poesía no por austera menos expresiva. Como siempre en Kaurismäki sus personajes son los llamados “perdedores”: trabajadores y expatriados, desempleados y marginales, hombres y mujeres que han ido quedando excluidos del vértigo de la modernidad y que, sin embargo, han sabido mantener su dignidad.

Por un lado, está Khaled, un inmigrante sirio que llega de polizón en un barco carguero al puerto de Helsinki (los puertos, las grúas, los barcos son una constante en Kaurismäki, casi se diría que para él son el origen del mundo). Y Khaled aparece en escena como si fuera Chaplin, o un comediante del mejor cine mudo: enterrado en carbón, negro de la cabeza a los pies, más oscuro incluso de lo que es su propia piel, que ya de por sí lo condena.

Por el otro, anda Wikström (interpretado por Sakari Kuosmanen, un rostro habitual en el cine de Aki, protagonista de Juha). Es un veterano viajante de comercio, dueño de un cochazo negro que parece salido de una vieja película de gangsters y que ya en su primera escena gana una reñida partida de póker y con esa plata se compra un bar en decadencia. Cada personaje va por su lado, pero es inevitable que se encuentren. Basta que Khaled aparezca durmiendo en la puerta trasera del bar después de haber sido perseguido por una banda de skinheads para que Wikström lo sume a su peculiar banda de empleados: una moza, un barman y un cocinero que parecen escapados de la cárcel, pero que tienen un corazón de oro y la solidaridad a flor de piel.

El corazón de los personajes de Hong Sang-soo, en cambio, siempre parece estar quebrado, o a punto de romperse. Y el de los de En la playa sola, de noche más que nunca. Younghee es una actriz muy famosa en Corea, pero que ha ido  a buscar refugio en una ciudad alemana, para tomar distancia de su dolorosa historia de  amor. Allí discute su situación con una amiga coreana, a la que le cuenta todo su calvario sin tapujos: que se enamoró perdidamente del director de su última película, que es plenamente consciente de que él está casado y no está dispuesto a separarse, pero que sin embargo espera desesperadamente que él deje todo por ella y la vaya a buscar.

La segunda parte de la película transcurre en una pequeña ciudad coreana, donde Younghee sigue refugiada en su triste soledad, como si hubiera decidido retirarse del mundo. Es invierno y recorriendo la playa encuentra un equipo de rodaje: no tardará en descubrir que su amado director está cerca. Una cena con todo el equipo, generosamente regada de alcohol, le permitirá desahogarse. En situaciones similares anteriores, Younghee ya había demostrado que no era de guardarse nada y en este encuentro con el director no se comportará diferente. Aunque quizás todo haya sido un sueño, sugiere sutilmente la película, que como suele suceder en el cine de Hong (particularmente en su film anterior, Yourself and Yours) tiene un costado lúdico que deliberadamente le resta lastre, gravedad a su tema.

Es notable como Hong trabaja la economía de sus planos. Nada parecería más sencillo, más transparente que su despojada puesta en escena. Y sin embargo cada escena es de una rara complejidad, no siempre perceptible a primera vista. Esa gente que conversa, que pasea, que se emborracha tiene en Hong un dramaturgo privilegiado, que va pelando poco a poco las distintas capas de cebolla de sus personajes. Y que confía plenamente en sus actores y actrices, al punto de que después de casi diez minutos de desarrollo de una escena el espectador repara en que no ha habido corte alguno, que es toda una única toma, un largo plano secuencia. Pero que no se juega en ello ningún virtuosismo, sino que se trata de conseguir un todo orgánico, una rara, bella escultura en el tiempo.