Desde la aparición de sus dos libros de relatos Historias con nombres propios  y Olvidar a Marina a mediados de los años 90, el reconocimiento de colegas y de la crítica que recibió Gabriel Bellomo incidió en su convencimiento personal de que la única prepotencia es la de los libros. Y la condición de su trascendencia es el inapelable juicio del tiempo. Con los años, migrar de una editorial prestigiosa a una independiente y de menor circulación no es algo que haya pesado particularmente en su ánimo ni,  sobre todo, alterado en lo más mínimo su programa de escritura. Su relación con escritores de reconocida trayectoria se dio a partir de haber recibido dos premios consecutivos del Fondo Nacional de las Artes. En el año 2004 , obtuvo el Primer Premio por el libro de relatos Formas Transitorias y En 2005 por la novela El informe de Egan, publicada por el sello Mondadori.

Se puede consignar aquí, a modo de ejemplo, un comentario de Ana María Shua que alude a algo tan elusivo como nítido: "Todas las reseñas sobre la literatura de Gabriel Bellomo usan en algún momento la misma expresión: exquisita. ¿En qué consiste esa exquisitez? Como suele suceder con todos los grandes autores, es muy difícil entenderlo. Creo que se trata de una combinación de matices, sutileza, profundidad. Más una visión poética y al mismo tiempo minuciosa de la realidad que, sin embargo, no interfiere con la agilidad de la narración".  

Mientras tanto se iría formando alrededor de Gabriel Bellomo la imagen de un escritor no tanto secreto como de culto. La novela El médano, publicada en 2010 por la editorial Paradiso,  resultó finalista del Premio Emecé y luego reconocida con el segundo Premio Municipal de Literatura termina de consolidarlo como uno de los escritores más originales y quizás por eso mismo, representativos de su generación. En 2008 y 2015 el Fondo Nacional de las Artes le concedió la Beca Nacional de Creación Literaria, nada mejor para un hombre consciente de que necesita tiempo para escribir, y tratar de no perderlo en visibilidades desmedidas aunque por supuesto también hay que participar de tanto en tanto de la vida de los suplementos y las revistas. 

La aparición de las novelas El ilusionista por Editorial Tantalia, Cita en Rabat en Editorial Alción, del libro de relatos El silencio de las abejas y la novela Mapas (ambos libros publicados por Paradiso) le permitieron consolidar una obra en progreso que ya lleva más de diez libros. Este recorrido por sellos independientes es fogueo y resistencia, constante conflicto con la visibilidad y, a la vez, circuito que va construyendo la figura del secreto bien guardado, los libros que de a poco llegan e impactan en los otros escritores. 

“La reticencia a una desmesurada visiblidad quizás sea parte de mi personalidad, algo que tal vez provenga de mi infancia. De todos modos tendríamos que aclarar qué significa ser un escritor de mayor visibilidad: ¿tener éxito?, ¿transformarse en alguien que opina casi sobre cualquier tema? ¿Que aparece en los medios? Que hace todo eso con tanta dedicación que uno se pregunta ¿en qué momento escribe? Yo no quise nunca y quiero ser esa clase de escritor”, afirma Gabriel Bellomo. “Si hablamos de que la visibilidad viene de la mano del prestigio como autor, de ocupar un lugar de expectabilidad para lectores e incluso para otros escritores, eso es distinto, tiene una connotación muy diferente. Talentosos escritores fueron ignorados en su hora y algunos, sólo algunos, rescatados por alguien en forma transitoria después de su muerte, para volver casi inmediatamente al olvido. Otros fueron rescatados y están dónde merecen. Con o sin reconocimientos, con o sin premios. Kafka no ganó premios, salvo el Fontaine, y lo vivió como un error. Pessoa no ganó premios. No es una impostura de mi parte esto que afirmo, menos una estrategia. Es una forma de ser respecto de la cual no pienso claudicar. Naturalmente, no me niego a entrevistas, a dar charlas, o a participar de una mesa de escritura. Tampoco rechacé ni rechazo los premios cuando llegan. Pero no estoy abocado a ese “segundo trabajo” que es el de que la escritura de uno, y uno mismo, gane notoriedad a fuerza y a costa de la propia dignidad. Ya tengo bastante con escribir alguna buena frase de tanto en tanto”.

Ahora es el momento de La vida ausente,  una novela que acaba de aparecer en Tusquets, dando otra vuelta de tuerca entre los sellos independientes y aquellos que con prestigio, permiten una visibilidad diferente que no necesariamente tiene que decodificarse en clave comercial (menos que menos en estos tiempos). Los primeros borradores de La vida ausente, de la que hablaremos más adelante, surgieron a partir de un viaje que hizo a las ciudades de Roma y Catania.

"En Catania vi o quise ver, francamente no puedo ya afirmarlo, un graffiti que reproducía la esvástica nazi. Al menos doy por cierto que ahí estaba. Y para mi asombro, trastornaba la prolijidad de una ciudad que sorprendía por el orden, por cierta calma pueblerina, por la amabilidad que no hacía sospechar más que una pacífica y sosegada convivencia. A pesar de eso, no tardé en evocar el otro símbolo: el haz de varas vegetales de los lictores romanos que Mussolini convirtió en emblema del fascismo. Los años subsiguientes, fue tomando forma en mis escritos la idea de una segunda marcha sobre Roma como la protagonizada por las escuadras fascistas entre el 27 y el 29 de octubre de 1922, levantamiento armado que derrocó al gobierno constitucional y llevó a Mussolini al poder".

LO CULTO Y LO OCULTO

¿Cómo te llevás con la imagen del escritor de culto?

-No tengo claro que significa ser “escritor de culto”. No estoy en condiciones de admitirlo o negarlo. Es que no tengo registro de esta cuestión. Será por eso que me produce cierto escepticismo esa etiqueta. Ahora bien, tal vez ser escritor de culto significa ser respetado e incluso hasta elogiado por escritores que yo respeto y admiro porque lo merecen, por su honestidad intelectual y por la calidad de su literatura. Entre tanto, mi propósito es escribir, tratar de llegar hasta el fondo de un largo camino, entendiendo por escribir bien producir una obra en la que uno crea. Y si otros creen en ella, tanto mejor, y si tiene lectores, mejor aún. Tengo unas frases escritas con marcador blanco en el cristal de la ventana sobre el monitor de mi computadora. Esas frases son más o menos como mantras y me disciplinan. No son muchas, por otra parte. Rememoro una de Ezra Pound: “El esmero es la única convicción moral del escritor”.

Te referiste a tu infancia cuando hablamos algo acerca de la visibilidad, ¿en qué sentido lo decías?

-Tengo siempre cerca una foto donde tendré más o menos tres años y estoy sentado en una escalera rústica. Por esa escalera se llegaba al diminuto departamento donde vivíamos con mis padres y mi abuela materna y mi hermano, más tarde. Estoy sentado haciendo lo contrario de lo que hace un chico, que es jugar. Como si en vez de estar signado por la ansiedad y la urgencia de hacer algo lo que me interesara realmente fuera observar. Por algo le creo a esa fotografía. Como si representara quien era a esa edad y también quién sería más tarde, por no decir el resto de mi vida. Mis juegos eran solitarios, no había contrincantes, y me gustaban los rincones, los sitios apartados de esas casas vecinas. Porque nací en Buenos Aires pero me crié en un pueblo cercano. Fíjate lo que te conté de la escalera, era lo que Marc Augé llama un “no lugar”. Y parece que a mí me encantaba estar ahí, solo, observando como los otros hacían cosas, vivían, mientras yo contemplaría absorto. Además ese barrio estaba habitado en su mayoría por centro europeos: búlgaros, polacos, rusos, checo eslovacos. A mí me causaban mucha curiosidad, trataba de estar siempre cerca de ellos, oírlos hablar, ver qué hacían, cómo lo hacían. Tanto tiempo después pienso que me atraería su español contaminado por consonantes, por declinaciones duras. Si querés ahí puede estar la primera “huella” que se grabó en mí.

¿Tus primeras lecturas se relacionan con tu infancia solitaria, por decirlo de algún modo?

-Está bien dicho porque, como te dije, yo buscaba estar solo. En la escuela gané un concurso de lo que por ese entonces se llamaba “composición”. La dedicatoria está firmada por la directora, un mujer alta y elegante de apellido inglés. Había escrito la mejor composición de segundo grado, que no es decir mucho, pero ahí está lo que te decía de predestinarse con comportamientos que no sabés de dónde nacen. El premio fue un libro infantil: El perrito que viajó en un satélite”. Lo conservo en mi biblioteca. Me da ternura esa historia. El concurso era por el día del libro, que no sé cuál es o cuál era en 1961. Lo cierto es que por entonces mi madrina comenzó a regalarme los libros de cubierta amarilla que leyó toda mi generación y alguna de las que vinieron después. Está gastado el recurso, pero viste que muchos escritores afirman que con esas lecturas se inició su vocación, su destino literario. A mí, sencillamente, me gustaba leer esas historias. Muchas veces me pregunto qué habrá quedado como registro en mí de esa combinación de autores tan dispares. Nadie en casa leía, es decir, no había otros libros que los míos, salvo algunos técnicos de mi padre y un libro de astronomía de mi abuela que había sido de su padre. Un libro hermoso que mirábamos juntos.

¿Y cuándo comenzás a escribir?

-Entre los diecisiete y dieciocho años, la lectura y la escritura eran parte de lo mismo. Yo comencé la facultad cuando la Triple “A” hacía su trabajo y seguí la carrera de derecho y la terminé en plena dictadura. Era casi natural que se acentuaran mi tendencia al retiro, al aislamiento y, claro, leer y escribir eran un refugio. Además, estaba la cuestión del miedo ¿no?, buscar aislarse de ese miedo sordo, que no se podía nombrar. Era tanto lo que sucedía de un modo más o menos visible y lo que se temía que estuviera en verdad sucediendo por debajo, que uno sospechaba sin querer ver porque estaba más allá de lo comprensible. A la distancia es más evidente entender cómo incidió todo eso en la construcción del escritor. La poesía de la resistencia y la narrativa de autores que de pronto desaparecían. Leer y escribir era una forma de militancia hacia adelante. El resto era la espera, proyectar una escritura.

¿Hubo algo determinante que te hiciera saltar de la proyección de la escritura a la decisión de hacerla parte de tu vida?

-Mis primeros relatos se lo debo a un viejo escultor, ex periodista del diario Crítica, amigo de Arlt, de González Tuñón. Yo le daba a leer mis textos. En su casa, la quinta donde él había nacido, cerca de donde yo vivía. En su taller de escultor habían estado Neruda, Guillén. Este escultor del que te hablo integraba la mesa chica del partido comunista. En una oportunidad me dijo: “vos sos cuentista”. Y lo intenté. No tenía nada que perder y comencé a escribir cuentos y tuve el presentimiento de que escribir era lo que quería hacer. Lo cierto es que uno de esos cuentos fue premiado por un concurso de la Revista V de Vian” que dirigía Sergio Olguín. Hubo otro concurso cuyo jurado lo integraba, entre otros, Vicente Battista. En este gané el primer premio con un relato que curiosamente había nacido de la lectura de un poema del alemán Georg Trakl. Me pareció que lentamente iba dando forma a una voz literaria, con todas las incertidumbres propias del acto creativo, pero bueno, ahí estaba el juicio de otros que no me conocían y que comenzaban a conocerme a través de mi escritura. Tenía claro que, en algún sentido, estaba entrando a la literatura por la ventana.En algún momento llegué a reunir un conjunto de cuentos más bien breves y los despaché por correo a José Luis Mangieri, un editor emblemático, esto no lo ignoraba, que con su pareja Lea Fletcher, tenían un sello editorial, Libros de tierra firme, con una colección de poesía y narrativa. Por esa editorial habían pasado muchos escritores que yo leía. Mangieri y Fletcher se entusiasmaron con mis cuentos y publiqué con ellos dos libros en dos años consecutivos. Por intermedio de Mangieri conocí a Ricardo Piglia, quien también leyó inéditos míos y los recomendó fervientemente.

SERES DE ENTREGUERRAS

A veces ocurre que cuanto más intentamos alejamos, más nos acercamos a lo que inexorablemente debe ocurrir. Mucho de esto sucede en La vida ausente, la recientemente publicada novela de Gabriel Bellomo. “Intentaba escribir una novela de amor en tiempos del fascismo –lo interrumpió Mauro–. Dicho así no parece demasiado, y en realidad no era demasiado. Después no pude continuar. De estas páginas salió ese primer relato, esa ficción de Cinecittá transformada en campo de exterminio. Después llegaron los otros, más bien la excusa para no escribir el libro que debía”, le confiesa el escritor a Cesare, un joven entusiasta y sensible que milita en el Partido Comunista y a quien Mauro conoció el día en que presentó en Roma su último libro, Seres de entreguerras

Con una prosa potente capaz de generar clima de tensión desde las primeras páginas, La vida ausente está estructurada desde distintos planos que convergen en una sola trama donde el azar resulta un simulacro que conspira contra una realidad donde las simetrías y anacronismos ocultan algo tan profundo como determinante para la vida de un matrimonio. Bruno es escritor y Ana fotógrafa. Es el año 1976 y tal vez para salvarlo, Stephano, editor de una pequeña editorial llamada La Resistenza, le envía a Bruno todo lo necesario como para que pueda viajar rápidamente a Roma y presentar su libro. Pero volver a Italia no es solamente escapar de la realidad que se está viviendo en Argentina, regresar es también reencontrarse con un dolor que desde hace dieciséis años permanece intacto. Fue en el año 1963 cuando un partisano llamado Franco Cosini, tras un atentado confuso le provocó la muerte a Bruno, el hijo del matrimonio que estaba internado en un hospital. El joven Cesare con el que Mauro comienza a relacionarse tiene la edad que debería tener su hijo. Los fascistas organizan lo que llaman con soberbia “La segunda Marcha sobre Roma” y Mauro siente la imperiosa necesidad de cumplir con un mandato que le fue arrebatado. Algo similar ocurrirá con Ana el día que un enigmático hombre llamado Meizi le proponga algo más que exponer sus fotografías en Catania.

La vida ausente es una novela existencial pero también eminentemente política ¿Pensás que la centralidad del texto tiene que ver con la realidad que hoy vivimos?

-Eso es evidente, tristemente evidente, diría. Pero es más evidente ahora, hoy, ya que escribirla no respondió a una estrategia, a contar por medios literarios una circunstancia que tarde o temprano terminará siendo coyuntural, o con esa creencia de que los escritores, los artistas en general, predicen con sus obras lo que va a suceder mejor de lo que lo hacen los filósofos, los sociólogos o los analistas. No me resultaba evidente la posible convergencia entre ficción y realidad cuando pasaron diez años desde que tomé las primeras notas de la novela.No lo fue hace cinco, cuando me senté ante esas notas con el propósito de componer una historia que encierra en sí muchas historias. Si la centralidad del texto coincide, como vos decís y yo también coincido, con la realidad que hoy vivimos, y bueno, tanto peor para la realidad, para nuestro país, para nosotros y para el mundo. En la época de los primeros borradores estaba dedicado a terminar otra novela, a escribir los primeros relatos de un libro que se editó en el año 2013, a leer y redactar reseñas y comentarios sobre otros autores. Es decir, en un sentido, más atento a la ficción que a la realidad. Ante el resultado, del que no soy inocente, tengo que admitir que aquello que de la novela pueda ser considerado como una distopía, para nuestra desdicha, insisto, ya no es tal.

Es muy interesante el modo en que los destinos de esa pareja divergen en una ciudad sitiada por lo más descarnado de una vuelta del fascismo.

-La separación de la pareja, ese hecho que se asume como si fuera una fatalidad y los empuja hacia destinos diversos, sobrevino durante el proceso de escritura cuando ya veía venir el desenlace. Aunque releyendo algunos pasajes se puedan rastrear pequeños actos llevados a cabo por ambos, indicios que anticipan esa separación. Arrastran sus propias rémoras del pasado, retoman, cada uno a su modo, ideales frustrados, cargan con lo suyo, y tratan de hacer lo que nunca hicieron, como vivir otra versión de sus vidas soslayada por esas cosas del destino, por lo que eligieron o dejaron de elegir. Tardé años en darle forma a esa frágil primera señal. Escribir no se trata de una maquinita a la que uno da cuerda para que simplemente vaya hacia algún sitio. Ignoro que hay en ese sitio al que voy, con el que conviviré por mucho tiempo, ignoro casi todo hasta que estoy ahí, ante uno de los infinitos borradores a ser revisado y corregido. Pero volviendo a tu pregunta, a veces aparece una idea y uno es fiel a esa idea; otras, la altera, incluso la sustituye. Y está bien que así sea.

Foto de Alejandro Guyot

EL MAYOR SECRETO, EL DE LA ESCRITURA

¿Cuáles son aquellos temas que vos sentís que están en diálogo en tu obra con la generación anterior a la tuya?

. En primer lugar esa tradición, al menos para mi generación, está subordinada a la sombra de Jorge Luis Borges. También de otros grandes escritores como Julio Cortázar o Abelardo Castillo. Pero el problema nacional, diría, fue y sigue siendo Borges. Borges es indiscutible pero te clausura toda posibilidad de escritura, te cierra puertas a diferencia de Cortázar o Castillo o tantos otros. Ese universo singular y cerrado de Borges, como escritor, te ahoga. Hay que leerlo todo, una vez y después olvidarlo. Entonces hablar de temas que pasan de una generación de escritores a la siguiente es complicado y un tanto inútil. Yo me quería sacar de encima todas las lecturas. Intentar que entre mi yo escritor y la literatura argentina y latinoamericana, la rusa, la italiana, y sobre todo la norteamericana, que sigo leyendo, quedaran atrás para ver cuál era el sedimento sobre el que podría ir formando una prosa, generando un estilo. Y para que no suene pretencioso: ver qué tenía en mi cabeza y en mis manos como escritor. Esto, sin mencionar la sombra de los narradores desaparecidos por la dictadura como Walsh, Conti, y otros que también había leído con admiración. Sobre todo a Walsh. Por lo que no puedo registrar “temas”, sino más bien tratamiento de la palabra, de la lengua, manejo del idioma, búsqueda del vocablo justo. En suma: tener algo entre manos y escribirlo bien. Hacerlo creyendo que uno es Shakespeare o Cervantes para no escribir por debajo de las propias posibilidades. En suma, no sé a qué generación pertenezco porque, salvo excepciones, hay una tierra muerta y arrasada entre los escritores que antes nombré, sobre todo los desaparecidos y olvidados, y las generaciones de escritores jóvenes que ya estaban escribiendo con su propia estética, con sus influencias y sus cruces.

¿Fue cambiando tu relación con la escritura desde tu primer libro hasta La vida ausente?

- A una escritura aluvional del comienzo, con la energía de los cuarenta años, le siguió una escritura que se fue destilando con una cadencia distinta, tal vez más serena y profunda, con una producción decreciente. Alguna vez fui capaz de escribir un libro en pocos meses. Actualmente, escribir un libro, como me sucedió con La vida ausente, me llevó años. A la vez, se hizo más intenso el intercambio personal mío con mis textos. Antes me preguntaste por los temas de los autores que escribieron antes que yo. Si no entendí mal, si los hice propios. Te diría que conscientemente no. Pero, a la vez, vamos a convenir que los temas no son tantos. ¿Cuántos hay? ¿tres, cinco temas? No sé. Los temas sobre los que escribo, los siento propios. Son mis temas, o al menos mi mirada, mi punto de vista que es mío y de nadie más, sobre esos temas, me pertenece y prefiero escribir con la certeza de que no se los debo a nadie. Son producto de mis vacilaciones, mis temores, mi fragilidad, mis experiencias y mi visión sobre la existencia. El secreto mayor de la escritura, es el misterio que encierra.