A quienes sientan predilección por el cine de acción y conozcan su evolución en los últimos 30 años, el nombre de Luc Besson les resultará familiar. Es que el de este francés puede ser considerado el más importante dentro de la vertiente europea del género, ya sea en las facetas de director, guionista o productor. O todas a la vez, como ocurre en Anna: El peligro tiene nombre, una película tan típica de su obra que alcanza con ver las primeras escenas para adivinar su presencia detrás de cámara. Sus dos horas incluyen casi todas las obsesiones que definen el estilo del realizador de Nikita y El perfecto asesino. El fetiche de incorporar el mundo de la moda en las tramas; la fascinación por las heroínas, muchas de cuyas intérpretes también fueron importadas sin escalas del ambiente de las pasarelas; sus escenas de acción barrocas; y una inclinación al desborde que suele dejar a casi todos sus trabajos (no solo a los de acción) al filo del absurdo. Estas y otras convenciones bessonianas se cumplen en Anna.

Ya desde el comienzo por acá corre un aire inverosímil. Anna (la mannequin rusa Sasha Luss) es una hermosa joven que a fines de los ya hípercitados años ’80 trabaja vendiendo mamushkas en una feria de Moscú. Un día es reclutada por un caza talentos de una agencia de modas de París y la rubia se muda a la Ciudad Luz para comenzar una promisoria carrera como modelo. Seis meses después en una fiesta exclusiva le presentan a un empresario también ruso, con el que empieza una relación. Pero dos meses después él todavía no consiguió llevarla a la cama: ella quiere entender cuáles son realmente sus negocios y sin que haga falta que le insistan demasiado el tipo revela que trafica armas a Libia, a Siria y a todos los “malos” del mundo. No hace falta que se diga más: Anna saca un arma y le vuela la cabeza.

Personajes como este traficante de boca demasiado floja solo pueden existir en películas de Besson. Por ese camino avanzará la historia de Anna, dando saltos temporales hacia atrás o hacia adelante para acumular vueltas de tuerca que fuerzan de manera artificial la aparición de una sorpresa tras otra, tensando al máximo el verosímil. El mismo artificio se hace evidente en las libertades de ambientación que se toma el director para crear unos ’80 de fantasía. En ese sentido Anna tiene algo de ciencia ficción retro, imaginando un escenario tecnológico que no se corresponde del todo con su época. Y eso que bien podría ser una búsqueda, por momentos se parece más a una urgencia: algunos giros de guion necesitan para poder existir de dispositivos que tal vez no habían sido inventados durante el final de la Guerra Fría.

 

Ese tipo de pastiche siempre un poco tosco es lo que define al cine de Besson. Algunas veces el amontonamiento atolondrado produce porquerías notorias como Valerian (2017), su película inmediatamente anterior. Pero otras el desborde, que acá se intuye autoconsciente a medias (un buen uso del humor le concede el beneficio de la duda), genera historias que le inyectan adrenalina al espectador más allá de la eventual torpeza. Anna es una de ellas.