A los 99 años y en el Día del Actor, murió ayer Max Berliner. El “porteño de Varsovia”, tal como se presentaba, hubiera cumplido un siglo el próximo 23 de octubre. La gran mayoría de todos esos años los vivió ejerciendo el oficio de actor, enseñándolo y disfrutándolo, con una sonrisa que fue su marca y que en los últimos años de siempre intensa carrera imprimió a cuanto papel de abuelo le tocó interpretar.

Hijo de una madre costurera y un padre trabajador del bronce, Berliner nació en Polonia y llegó a la Argentina cuando tenía tres años. Traía por entonces un nombre de escasas vocales y difícil pronunciación, Mordcha, así que fue convenientemente apodado. Su familia se instaló en el Once y formó parte activa de la comunidad judía que hizo base en ese barrio. En uno de sus espacios culturales hizo su debut teatral el pequeño Max: Tenía cinco años y mostró un parlamento en ídish en una obra de Sholem Aleijem, Inmigrantes.

Referente del teatro idish en el país, trabajó por cuidar y difundir una lengua como legado identitario, y al mismo tiempo por derribar murallas: “Soy el único actor de la colectividad que vive en dos mundos. Yo hago en idish teatro universal, y en castellano temáticas judías”, sintetizaba en una entrevista. Con esa idea llegó a fundar un teatro, el Artea, en Bartolomé Mitre y Pasteur.

Actuó en casi 50 películas: Los gauchos judíos, Y mañana serán hombres, La Patagonia rebelde, Plata dulce, Un amor en Moisés Ville, entre las más conocidas. Las últimas, estrenadas en 2018 y 2017. Se lo recuerda también por su participación en tantas series de la tele, muchas muy exitosas: Amigos son los amigos, Chiquititas, Tumberos, Graduados. Y hasta por las publicidades. Unas de un medicamento contra la artrosis, que grabó a los 90 años, se volvió viral. Lo mostraban corriendo y trepando con gran agilidad, y afirmando: “A nuestra edad, la vida es bella y maravillosa”. Con esa convicción vivió.