Estaba, como tantas veces, entre varios mundos. Acababa de terminar la Universidad en Buenos Aires y el Taller de Danza del San Martín. Estudiaba en París. En una librería musical, creo que en la Rue de Rome, me encontré, entre partituras y dentro de un universo que invocaba al sonido, con una publicación llamada Silence. Allí, hojeando al azar, me llamó la atención un artículo de un autor que no conocía. Un italiano llamado Giacinto Scelsi. “Las melodías pasan de sonidos a sonidos pero los intervalos son abismos vacíos”, decía. Y, también, “la mayor parte de la música occidental dedicó toda su atención a la forma; se olvidó de estudiar las leyes de la energía sonora, de pensar la música en términos de energía. De vida. Esa música no hubiera sido capaz de derribar los muros de Jericó”. Compré el libro.

De la “calle de Roma” llegué, meses después, a Roma, donde continué mis estudios de danza y de música. Gran parte de mi equipaje –incluso la revista que había comprado- había quedado en París. Un amigo ofreció que un conocido suyo, a quien acabábamos de cruzar por la calle, también por azar, y que viajaba a París en esos días, al volver me trajera mis cosas. Acepté el ofrecimiento.

Semanas después de habérmelas entregado el viajero me dijo: “me parece que por error te di junto con tus pertenencias una revista mía”. Los subrayados y anotaciones que yo había hecho sobre el artículo de Scelsi pusieron fin a la posible discusión. Lo que yo no entendía es por qué él suponía que ese libro podría ser suyo. Entonces, mi futuro amigo Luciano Martinis me contó que había sido él quien publicó ese artículo, ya que era el editor de la obra de Scelsi, y que si yo había comprado ese libro por ese artículo, esa misma noche conocería a su autor.

Y fue así como conocí a Giacinto Scelsi, y a su obra. Esa noche comí en su casa, en Via di San Teodoro 8, frente a los Foros Imperiales. Él tocó el piano para mí, y conversamos sobre música hasta muy tarde. Scelsi era ya una persona de casi 80 años. Frecuenté mucho su casa y me fui adentrando en su obra musical y también en sus escritos sobre música y sus poesías. Me sentía hipnotizada por él y por su universo. Luciano, su editor, fue uno de mis mejores amigos en ese período romano. Seguí estando en contacto con Scelsi hasta su muerte en 1988. Su obra y su persona influyeron mucho sobre mí y sobre mi manera de trabajar con la música y la danza. Cuando volví a Buenos Aires, mis primeros trabajos coreográficos fueron con música suya.

Me apasionaba el espacio, el espacio escénico, por supuesto, pero también el otro, el Espacio. Y leía ávidamente a Roger Penrose, junto con Stephen Hawking, investigadores de las singularidades de espacio-tiempo y los agujeros negros. El sonido como energía, del que hablaba Scelsi, para mí se relacionaba con ellos. Y años después, nuevamente en París y nuevamente por azar, conocí a Penrose en la cola de un cine y pasamos la noche hablando de la energía y el espacio, al fin y al cabo la materia de la danza. Nuestros encuentros, con Scelsi y con Penrose, quizá fueran, al fin y al cabo, también ellos singularidades del espacio y el tiempo. Tal vez por eso me resulta imposible pensar en Penrose, y en libros como El camino a la realidad o Ciclos del tiempo, sin pensar al mismo tiempo en Scelsi, y en particular en una obra como Pranam II, interpretada magistralmente –en un disco de 1982 para el sello Fy– por el Ensemble 2e2m con quienes, nueva singularidad del espacio-tiempo, trabajamos juntos recientemente en el Colón, en la puesta de Oficina 470, una ópera del compositor Tomás Bordalejo. Allí, en la música de Scelsi, en esa música capaz de derribar los muros de Jericó, es donde el espacio se vuelve sonido.

Diana Theocharidis es bailarina y coreógrafa. Cursó el Taller de Danza Contemporánea del Teatro San Martín. Sus maestros fueron Ana Itelman, Renate Schottelius, Ana María Stekelman y Mauricio Wainrot, entre otros. Prosiguió su formación en París y en Roma.  Con su compañía, Espacio Contemporáneo, realizó un trabajo estrechamente ligado a la música contemporánea, en colaboración con compositores -como Giacinto Scelsi, Mauricio Kagel, Martín Matalón y Pablo Ortiz, entre otros- y con distintos solistas y conjuntos instrumentales. Sus obras se han presentado en Argentina, Chile, Brasil, Venezuela, México, Italia y Francia. Obtuvo el primer premio en el concurso coreográfico Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias y en el de la Fundación de Amigos del Instituto Nacional de Danzas María Ruanova. Fue convocada como coreógrafa por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín para montar Dedalus. En este teatro estrenó también la obra Cuarteto para el Fin del Tiempo. En el Teatro Colón, ha firmado la puesta de Variété de Mauricio Kagel en la sala principal y presentó Sul Cominciare, sul finire y Transcripción en el CETC. Realizó las coreografías de las óperas Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, Dido y Eneas, Bomarzo, y Muerte en Venecia. Dirigió la Compañía de Danza del Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA) y el Centro de Experimentación del Teatro Colón.