En Pájaros de verano, dirigida por los colombianos Ciro Guerra y Cristina Gallego –pareja en la vida real, aunque recientemente separados; dupla artística indivisible desde los primeros tiempos de sus carreras, en los roles de realizador y productora, respectivamente–, se cruzan territorios humanos, históricos y narrativos de orígenes y desarrollos muy diversos. Presentada el año pasado en el Festival de Cannes y de inminente estreno en nuestro país, la película recorre una década en la vida de una comunidad wayyu en el norte colombiano, durante los años de la bonanza marimbera, desde los primeros pasos de un incipiente tráfico internacional de drogas, a finales de la década del 60, a la explosión narco de comienzos de los 80. Y lo hace con una mirada respetuosa a las costumbres y la cosmovisión de sus protagonistas, lejos de estereotipos y lugares comunes antropológicos o cinematográficos, sosteniéndose de los bordes de un género tan reconocible como reconfortante para el público: el cine de gangsters. Es un relato sobre choques de civilizaciones y formas de vida, de materialidades en puja con el mundo espiritual, de ascensos vertiginosos y caídas irremediables, de universos femeninos enfrentados a una nueva y violenta masculinidad, de promesas y equilibrios centenarios quebrados por la aparición de un régimen económico desconocido hasta ese momento. El director de Los viajes del tiempo y la multipremiada El abrazo de la serpiente y su productora compartieron por primera vez la codirección de un largometraje y la conversación con Radar se inicia con algunos detalles de esa novedad en la ecología artística de la dupla. “Fue algo absolutamente natural”, afirma la voz de Ciro Guerra del otro lado del teléfono, en comunicación desde Bogotá. “Hemos trabajado juntos durante mucho tiempo y el aporte creativo de Cristina ha sido cada vez más fuerte. En esta película, con personajes femeninos tan poderosos, era interesante que su punto de vista desde la dirección estuviera presente. Ella se sentía muy conectada con la historia y fue realmente un paso muy natural que dirigiéramos juntos”.

El interés por el universo de los wayyu o wayú, el pueblo aborigen más populoso de la península de la Guajira, habitantes de los estados de Venezuela y Colombia, tuvo su origen hace muchos años. Incluso antes de que comenzara la producción de Los viajes del viento, rodada en 2009 en una zona cercana a la que terminaría transformándose en locación principal de Pájaros de verano. “Tenemos la historia en la cabeza desde el año 2007”, confirma Cristina Gallego. “Y el germen fueron los relatos de la época de la bonanza marimbera. Eso nos hizo pensar mucho en la manera en la que se inició el fenómeno del narcotráfico en Colombia. Un punto de partida realmente ingenuo y cómo eso se fue transformando hasta convulsionar a todo el país. En aquel momento conocimos un poco más del mundo y la cultura wayyu, sus reglas y códigos de comportamiento, y eso se cruzó con las películas de gangsters, ese universo particular que conocemos casi exclusivamente a través del cine. Cuando comenzamos a escribir el guion alrededor de 2014, sabiendo que la película era realizable, y a medida que nos íbamos adentrando un poco más en la investigación, nos dimos cuenta de que otra de las cosas que queríamos explorar en esta película era lo femenino, un universo poderoso tanto en la mitología como en la realidad wayyu”. Hablada en idioma aborigen, con pizcas de español e inglés, la película comienza en un entorno exclusivamente femenino: la joven Zaida emerge de un encierro de un año acompañada de Úrsula, su madre y una de las figuras más influyentes de la comunidad. El ritual de iniciación, diseñado como una presentación en sociedad de su madurez como mujer –y, por lo tanto, de su disponibilidad como futura esposa– incluye el particular baile de la yonna, también conocido como chichamaya, cuyos movimientos se asemejan a aquellos que suelen verse en una plaza de toros: la mujer, envuelta en una manta roja, intenta derribar al hombre ayudada por sus giros y cambios de dirección. La cámara de David Gallego, hermano mayor de Cristina, registra el rito con atención a los ritmos y colores, pero antes de que cualquier atisbo de pintoresquismo pueda asomar la nariz, el relato incorpora a un visitante inesperado, Rapayet, un joven wayyu criado por alijunas, esto es, por aquellos que no pertenecen al pueblo. El baile comienza a sellar el futuro, el de ambos y el de toda la “familia”. En particular cuando el pedido de una dote especial, casi imposible de cumplir –treinta cabras, veinte vacas, cinco collares y dos “mulas decorativas”–, es presentada en tiempo y forma luego de un primer intercambio de marihuana por dólares frescos a un grupo de miembros del Cuerpo de Paz estadounidense.

Un contrato oral

El ascenso de Rapayet y su amigo Moisés en el negocio del narcotráfico –en principio a pequeña escala, con una mula como único medio de transporte para los fajos de hierba– comienza gracias a la colaboración de un miembro lejano de la familia, empresario del café, y de Peregrino, el palabrero que ofició de intermediario para el casamiento con Zaida. El “palabrero” designa a aquel que transmite la palabra de otra persona y, de esa manera, sella su contenido bajo la forma de un contrato oral, tan firme y duradero como uno firmado ante escribano público. “Ellos le dan un valor muy grande a la palabra”, confirma Cristina Gallego. “Por eso el palabrero es una figura tan importante. Tienen un sistema de justicia, reconocido legalmente en Colombia, que es el uso de la palabra y los acuerdos. Tienen una relación con el honor que es la forma en la que han podido mantenerse en equilibrio y hacer que su cultura resista durante tanto tiempo, además de que es la manera que tienen para que las fuerzas extranjeras no entren a su territorio”. Luego de esa primera venta de marimba, la amistad de los muchachos pasará de una entereza inexpugnable a sufrir los primeros atisbos de tensión ante opiniones divergentes, un tema recurrente en el cine de gangsters desde los tiempos seminales de la Scarface de Howard Hawks, estrenada en 1932. Para Ciro Guerra, “lo que nos parecía interesante respecto del cine de género era que, al ser un territorio conocido para el espectador, nos servía como una suerte de vehículo para llevarlo a un mundo desconocido, con los códigos propios del género haciendo las veces de guía. Al mismo tiempo, la idea era encontrarle la vuelta para que eso no devorara lo que nos interesaba narrar. En líneas generales, las películas de mafiosos y criminales forman parte de un género machista, pero la idea aquí era integrar una perspectiva femenina, con mujeres fuertes en roles centrales. Cuando se habla de los pueblos de América la mirada etnográfica, antropológica o científica tiende a ser la dominante, pero nos interesaba involucrar al espectador con los sentimientos, las obsesiones y las pasiones de los personajes. Tratar de contar una historia desde la perspectiva de los indígenas mediante una conexión humana, sin ‘estetizarlos’ ni estigmatizarlos”.

Uno de los rasgos más definidos de Pájaros de verano (y uno de sus puntos fuertes) es el grado de “realismo” de la historia a pesar de sus aspectos más genéricos, algo que difícilmente se hubiera logrado de no haber contado con el apoyo de los wayyu. El reparto está integrado por profesionales, como la colombiana Natalia Reyes (responsable de interpretar a Zaida, una actriz famosa en su país por sus roles en telenovelas y a quien podrá verse en breve en la nueva entrega de la saga Terminator) y debutantes en la pantalla como José Acosta, en el rol de Rapayet, Por otro lado, tanto el vestuario como las casas que hacen las veces de decorados fueron diseñados y construidos por los habitantes del pueblo siguiendo las técnicas tradicionales.

¿Resultó difícil entrar en contacto con ellos y que les permitieran no sólo filmar en su territorio sino que participaran del proyecto como actores y técnicos?

Cristina Gallego: Puede sonar contradictorio, pero sus códigos de negociación y de comportamiento social son, al mismo tiempo, tradicionales y capitalistas. La manera de llegar a ellos fue a través de los acuerdos y las negociaciones, con muchos clanes y familias de diversos territorios. Fue todo un trabajo con la comunidad en sus propios términos. Nuestro jefe de producción se convirtió en nuestro palabrero. Lo más importante fue aprender sus códigos y manejarse con ellos.

Ciro Guerra: Las mujeres fueron muy importantes. El wayyu es el pueblo indígena más grande de Colombia: son unas 600.000 personas que viven en el extremo norte de Sudamérica. Tienen sus propias leyes y, en muchos casos, no reconocen la ley de los gobiernos. Es una cultura que le da mucha importancia a los sueños y a los muertos, al mundo onírico, que está conectado con el Más Allá, con la vida después de la muerte. Y muchos de sus guías comunitarios y espirituales son mujeres. El personaje del chamán en otras culturas es para ellos una mujer, la ouutsü, quien se comunica con los sueños y el ultramundo.

La serpiente y el arco iris

En El abrazo de la serpiente, film con dejos herzoguianos centrado en dos viajes al corazón del Amazonas, filmado en contrastado y bello blanco y negro, la búsqueda de una poderosa planta medicinal era el punto de partida para un choque de civilizaciones, representadas por un par de científicos europeos y un chamán que, a su vez, no es otra cosa que el guardián de un mundo en extinción. Más allá de las enormes diferencias de tono, registro y narración, Pájaros de verano también incorpora esa idea de enfrentamiento de cosmovisiones y prácticas culturales, aunque ahora, según la propia Gallego, “ese conflicto se da entre el mundo tradicional y el capitalismo que viene de afuera, entre un mundo intuitivo y otro muy real, entre lo femenino y lo masculino. Todo eso conforma el conflicto de la película”. Siguiendo las normas del jayeechi, los relatos cantados del pueblo wayyu, la película está dividida en cinco “cantos” que describen los cambios que van ocurriendo en los personajes, el negocio familiar del tráfico de drogas, la comunidad, la tribu y, por extensión, la sociedad colombiana en su conjunto. Ciro Guerra afirma que “esa es la manera en la cual los wayyu narrarían esta historia y a nosotros nos sorprendió mucho porque sus formas son muy parecidas a las de la Antigua Grecia. Y como la historia de la película está muy ligada a la tragedia griega nos interesaba que existiera esa conexión”. Durante los últimos cantos, cuando la bonanza es total y los caballos han sido reemplazados por camionetas 4x4 último modelo, una edificación extraña para la zona, arquitectónicamente marciana, casi anacrónica, se alza en medio del terreno arenoso. Es la mansión en la cual viven Rapayet, Zaida y Úrsula, sus empleados y sirvientes. También algunos fantasmas, territorio sobrenatural que, a medida que el número de muertos propios y ajenos se acelera, comienza a cohabitar con los seres vivos dentro y fuera de esas paredes. Las señales ominosas son cada vez más poderosas, como si una maldición se hubiera posado sobre el territorio como una nube espesa, oscura y ruidosa.

“La dirección de fotografía parte de la paleta de colores del mundo wayyu”, detalla Guerra. “Para ellos, los colores tienen un significado muy importante y la película tenía que serle fiel a eso. Hubo un proceso de investigación junto el director de fotografía, David Gallego, y la directora de arte, Angélica Perea, para encontrar la máxima expresividad visual siéndole fieles a las formas wayyu. Todo eso comienza a diluirse a partir de la llegada del nuevo mundo”. Gallego agrega que “lo conceptual no es solamente visual sino también sonoro, una suerte de expresionismo naturalista, expresión que remite a la relación que tienen con los elementos de la naturaleza. Estamos hablando de una transformación, de un paso de una época a otra, de un momento soleado a la lluvia, de colores vívidos a los azules, de una época de brillo y esplendor a otra de tormenta. El concepto de la estacionalidad es importarte”. La entrevista llega a su fin bajo la forma del anticipo. Ciro Guerra, nuevamente en solitario –aunque con la colaboración de Gallego en el rol de productora ejecutiva– debuta por estos días en el cine en idioma inglés: el Festival de Venecia está presentando, en calidad de estreno mundial, su nueva película, Esperando a los bárbaros, una adaptación de la novela homónima de J.M. Coetzee coproducida por los Estados Unidos, Italia y el Reino Unido. “Es una de las grandes novelas del siglo XX y la película, más allá de ser en inglés, está profundamente ligada a los temas que venimos trabajando en los films anteriores. Cuando comenzamos a filmar sentía que se trataba de una alegoría de un tiempo distante, pero a medida que transcurrió el proceso de rodaje y montaje la película se volvió más y más relevante y actual”.