Desde su debut con la novela corta McGlue en 2014, Otessa Moshfegh se constituyó en una narradora de personajes poderosos, de voces sin filtro que articulan deseos y disgustos con gran precisión y sin rodeos; personajes que suelen ser, también, caprichosos, desagradables, hirientes. Muchos lectores hoy buscan identificarse con los personajes de ficción y Moshfegh (que tiene 38 años, es estadounidense y descendiente de croatas e iraníes) se niega de plano a ofrecer esta gratificación. Como narradora, es graciosa y es brutal: puede ser impiadosa. Y se desmarca con gran facilidad de los temas y estilos “cómodos” para una escritora mujer. McGlue es un texto casi experimental, narrado por un marinero borracho que no sabe si mató o no al hombre que ama; ganó el premio Believer: el mismo que, en 2006, ganó Cormac McCarthy por La Carretera. Sus cuentos, en aquellos primeros años, aparecían en todas las publicaciones deseadas: Granta, The New Yorker y The Paris Review. Otessa, que es tan directa y franca como sus personajes, no quería “pasar treinta años escribiendo hasta ser descubierta. No tenía dinero, quería vivir de la literatura y decidí jugar el juego comercial”. Lo notable es que el juego funcionó: en 2015 publicó Eileen, una curiosa novela noir fechada a fines de los años 60 y narrada por una joven empleada penitenciaria que trabaja en un reformatorio para jóvenes. Eileen odia su trabajo, a su padre y a su cuerpo; de a poco se ve involucrada en un extraño caso en el penal juvenil que tendrá una resolución a la Hitchcock, con rubia incluida, pero no demasiado satisfactoria: se notaba que Mossfegh no era una autora especializada en los recovecos del género, pero quien haya leído Eileen será incapaz de olvidar a esa chica y su padre borracho, su mugre, su relación problemática con la comida, su incomodidad radical. Es uno de los personajes insatisfechos y depresivos más inolvidables de los últimos años: la novela quedó en la lista corta del prestigioso premio Man Booker y Otessa logró su cometido de ser una escritora bien paga y profesional.

Sin embargo, en 2017 publicó una colección de cuentos: se había terminado su juego con el el mainstream, ya estaba posicionada y ahora quería mostrar su ficción breve. Homesick For Another World es un libro fantástico con cuentos inolvidables como “Bettering Myself”, sobre una profesora borracha que, entre otras cosas, les grita a sus alumnos que no puede enseñar si se comportan como animales. O “Mr. Wu”, sobre un hombre chino cuyo amor platónico por la empleada de un locutorio se cruza con sus fantasías sádicas con prostitutas. O “Slumming”, sobre una mujer que alquila para las vacaciones una casa en un pueblo pobre del interior, un pueblo poblado de adictos y obesos, con los que se mimetiza y pasa esos meses de descanso fumando crack; o el extraordinario y muy triste cuento del título, sobre una niña que quiere volver a su planeta de origen y cree poder conseguirlo si mata a la persona indicada, sólo que no sabe quién es.

En 2018 Mossfegh publicó su nueva novela, Mi año de descanso y relajación, que Alfaguara editó hace unos meses en Argentina, y que de alguna manera condensa su actitud provocativa, la belleza casi involuntaria de su prosa y el humor negro que a veces se precipita hacia el desasosiego. La narradora sin nombre es una licenciada en arte de 26 años, muy hermosa y muy rica. Es huérfana y, con el dinero de la herencia, se compró un departamento en el Upper East Side de Manhattan. Su madre murió de cáncer y su padre se suicidó, pero ella no parece lidiar con el duelo porque la relación con sus padres no estaba marcada por el afecto y no sabe qué sentir, si es que siente algo. Trabaja en una galería de arte contemporáneo, Ducat, cuyo artista estrella, Ping Xi, exhibe perritos de raza disecados con luces rojas en los ojos. Otra artista transmite partos en vivo desde Bolivia donde ha montado un hospital acondicionado para su obra. Todo es horrible: el arte banal de la galería (“era todo una estupidez pero a la gente le encantaba”), su ex novio Trevor, un banquero narcisista con fantasías estilo 9 semanas ½, su mejor amiga Reva (“era esclava de la vanidad y del estatus, algo habitual en un sitio como Manhattan, pero a mi su desesperación me parecía particularmente irritante”) y también la ciudad, tan satisfecha e ignorante de que en pocos meses recibirá el golpe más atroz de su historia. Mi año de descanso y relajación empieza aproximadamente en el verano del 2000: el preludio al ataque a las Torres Gemelas.

Durante ese verano en Nueva York la protagonista decide comenzar a hibernar. Quiere dormir la mayor cantidad de tiempo posible. El sueño es químico, por supuesto, y para lograrlo recurre a los servicios de la doctora Tuttle, una psiquiatra irresponsable que le prescribe toneladas de pastillas y que no logra recordar en ninguna de las sesiones que su joven paciente acaba de perder a sus padres. Por supuesto, tampoco registra otras cuestiones mucho menores.

“No es que me estuviese suicidando; de hecho, era lo contrario al suicidio. Mi hibernación era cuestión de supervivencia. Creía que me iba a salvar la vida”. Dormir para volver a sentir: una sátira del Gran Sueño Americano del que todos despertarán entre humo, combustible y fuego pero que durante la novela es anestesia para un dolor inespecífico o, mejor, para llenar de oscuridad un vacío y, de alguna manera, no sentirlo. La epopeya química incluye drogas reales (el Oxycontin, por ejemplo, fármaco responsable de la actual epidemia de adicción a los opiáceos en Estados Unidos) pero también algunas inventados, como el Infermiterol, que provoca agujeros negros de días: cuando el efecto disminuye la protagonista aparece en un tren, o con la vagina irritada de tener sexo después de una fiesta, o con un nuevo y hermoso traje de piel blanca, comiendo papas fritas. En los breves lapsos de lucidez, mira películas de su heroína, Whoopie Goldberg, visita el maxikiosko de unos inmigrantes egipcios que le venden café y recibe a Reva, que llora porque está gorda, porque su amante la ignora, porque nunca logra el peinado que quiere, porque su madre se muere de cáncer, todo en el mismo registro emocional, como si ambas fuesen incapaces de jerarquizar emociones, como si vivieran en baja frecuencia, demasiado abatidas para vivir a pesar de ser jóvenes privilegiadas en la capital del mundo. “Aparte del fastidio recurrente, no tenía pesadillas, ni pasiones, ni deseos, ni grandes dolores”, dice la protagonistas. En los escasos días despierta también recuerda a su madre suicida, que le hablaba así: “¿Sabías que cuando eras un bebé te machacaba Valium en el biberón? Tenías cólicos y te pasabas llorando horas y horas sin motivo, inconsolable. Y cámbiate de camisa. Se te nota el sudor en las axilas”.

La búsqueda de sentido en el sueño lleva a un desenlace predecible: si en la vida no hay arte, es mejor convertirse en una obra, aunque sea una obra trivial. La protagonista le pide a Ping Xi que la filme durmiendo, la atienda y haga con eso lo que quiera: una instalación, videoarte, una muestra, le da igual. Ella necesita una mirada, un sentido y que alguien la cuide durante sus ausencias.

Esta despiadada y triste novela, con sus increíbles chistes, su farmacopea y su protagonista tan fascinante como imposible de comprender culmina con dos finales anunciados: el despertar de la bella durmiente --su plan de sueño químico es de doce meses-- y el de una ciudad demasiado satisfecha consigo misma. Pero Mi año de descanso y relajación no es una novela sobre el 11 de septiembre: es mucho más una sátira sobre el dolor y la misantropía, y sobre por qué la belleza –y quizá el sentido-- sólo puede sentirse y tocarse con los ojos abiertos.