Desde París

La existencia en una ciudad histórica en el momento preciso en que la historia ya no está guiada por los mismos ideales que la constituían es desconcertante. Hasta hace muy pocos años, la proporción era de papel. En el Métro y los buses de París había más gente con un libro o un diario abierto que con teléfonos o tabletas entre sus manos. Ya no. Masivamente, la digitalización del entretenimiento arrasó el papel. Los pasajeros del Siglo XXI sólo tienen teléfonos o tabletas, y ya no leen, sino que juegan, miran un torrente de imágenes, hablan por teléfono, chatean o entregan sus vidas y sus secretos a las aplicaciones que espían cada cosa que hacemos y sentimos. Las pantallas avanzaron sobre las palabras con la misma codicia con que, años atrás, la ropa se fue comiendo las librerías del Boulevard Saint Germain. El hedonismo y la moda rediseñaron la ciudad: las grandes marcas mundiales de ropa se comieron a las numerosas librerías que había en el boulevard. Luego, los locales de comida rápida (comida chatarra) fagocitaron a algunas boutiques de moda. Más tarde, cuando se desató la locura los smartphones, los locales de telefonía avanzaron sobre los territorios de la moda y, algunos años después, ropa y telefonía cedieron espacios ante los negocios que venden los cigarrillos electrónicos y sus derivados. El liberalismo se come a si mismo y de paso oprime a la cultura. Seguro que vendrán otros a ingerir a los que estaban antes. Ahora, en este “no lugar” (Marc Augé) que es el Métro la gente celebra la misa cotidiana del consumo de imágenes y aplicaciones. Es sólo un momento de nuestra historia. El ser humano ha tenido una caprichosa tendencia a romper sus cadenas. Una pregunta surge en el corazón del túnel que atraviesa París de Este a Oeste ¿Este consumo de imágenes filmadas por un clérigo de usurpadores que jamás se interesó en el arte cinematográfico, le dejará a la gente la libertad de entender auténticas historias visuales ? ¿ Habrá todavía un interciso en la conciencia para acoger el sentido de las palabras y saborear ese beso salvaje que es la poesía? O para percibir que este clásico de la literatura, escrito en la Argentina en los años 40 del Siglo XX, nos está hablando de nuestra hazaña inmediata (estar en vida es una hazaña feliz y compleja ): “Las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita” (Jorge Luís Borges, El Aleph).

La serie infinita de cambios trastornó París, incluido el clima. Los otoños son recios y tardíos y los veranos extensos y asfixiantes. La ciudad ha sido transfigurada por la especulación inmobiliaria, el comercio digital, la batalla entre las marcas y la pugna del ser humano por existir entre tantas garras. París sigue siendo un lugar perdurable para la contemplación final o el arrebato inicial. París no es una capital del mundo, ni una ciudad mundo sino un espacio urbano donde el mundo ha venido a instalarse con todas sus confrontaciones. Las tensiones planetarias y las tragedias internacionales transitan un puente donde circula la “serie infinita” borgiana. Pasados coloniales, guerras modernas, crisis migratorias, atractividad cultural, mito estructural de los siglos XIX y XX, han hecho de París este terreno de encuentro donde se miran cara a cara los desencuentros humanos. Y está la belleza circundante, las proporciones románticas, el don gratuito y estético de caminar y sentir que todo esto es una recompensa iluminada. Las fracturas mundiales y las tentativas de mediación están tanto más presentes cuanto que Francia es una sociedad muy politizada, donde los debates de ideas son encarnizados. Es una pasión que empieza con el aperitivo, sigue durante la cena, se prolonga con los postres, se alarga hasta la sobremesa, se enciende con el coñac y por ahí no falta alguno que persiste en el café de la esquina. Esas fisuras planetarias están planteadas, debatidas, verbalizadas permanentemente. Es una ciudad de poderosas interacciones culturales que no autoriza que se cierren los ojos ante la realidad del mundo.

El Estado y las administraciones municipales hacen lo posible para que los encantos patrimoniales no se hundan en la avalancha tecnológica y la especulación privada. Comprar una baguette en un supermercado cuesta 80 céntimos. En el centro comercial de Place d’Italie cobran un 1 euro para ir al baño. Comer pan es más barato que orinar. Los municipios de la capital subvencionan la apertura de nuevas librerías en los barrios, bibliotecas, cavas de vino o comercios de proximidad. Las librerías luchan “como lobos abrazados” (Cesar Vallejo) para sobrevivir. Resisten a las pantallitas y a la cultura binaria porque aún hay lectoras y lectores. Es una industria cultural amenazada por la piratería de otra industria más potente (financiera y tecnológicamente) e ideológicamente agazapada en el engaño. Perduran aquellos que tiemblan de emoción con unas líneas de Paul Valery. París “Templo del Tiempo” (El Cementerio Marino) , y que pueden sentir la poderosa sutileza de Roberto Juarroz: “Cada cosa es un mensaje, un pulso que se muestra, una escotilla en el vacío” (Novena Poesía Vertical). Aquí caben todas las mezclas posibles. Los amores poli confesionales y aquellos entre geografías ignotas. Una historia de amor entre una Dulcinea Universal y un Caballero Andante del Río de la Plata palpita siempre como una tentación perpetua.

Vivir aquí invita a concesiones. La más urgente es siempre lo que en francés se llama “la politesse”, cuya traducción podría ser, entre sutiles variantes, la amabilidad y su modalidad. Es una suerte de distancia formal y educada con el otro. Irritante antes, admirable hoy por su resistencia. El único diccionario que la explica es el de la realidad. En un café de la Avénue de Gobelins, Frédéric, el mozo, le explicaba a un cliente acodado en el bar el misterio de la “politesse”:

---Entra un cliente y dice “Un café”. Lo toma, pide la cuenta y le digo “Son tres euros”. Viene otro y dice: "Buenos días, un café”. Cuando se va, le digo: son dos euros.

---¿ La Mitad ?

---No se apure. Hay más barato Llega un tercero y dice: "Buenos días Señor, un café por favor, muchas gracias”. Cuando se va le anuncio: "Un euro” ¿ Entiende ?

 Y encima, al final, cuando paga, él me dice: ”au-revoir”.

La politesse es un instrumento de mediación, una condición ritual en una ciudad donde tutearse es visto como una insolencia. En un planeta tan grosero, la politesse es un acto de rebeldía cultural. Francia hace huelgas, reclama derechos, se va lo más posible de vacaciones, defiende sus servicios públicos y, claro está, mantiene la insignia de la politesse. Un viajero francés que anduvo por el Rio de la Plata en el Siglo XVIII contó que los argentinos consideraban una obligación pelearse cuando los miraban de frente, cuando los miraban de costado y cuando no los miraban. Pues Francia considera una obligación protestar cuando no hay nada, cuando hay poco y cuando hay demasiado. Y para todo, no debe faltar el ingrediente de la politesse.

En París nos acecha la sorpresa, el flujo continuo de la revelación del mundo; tal y como es, cruel, exuberante y diverso. París es ya la belleza de la mezcla planetaria de razas y orígenes, y el testimonio arduo y contradictorio para que en su cuerpo quepan todos. Siempre podemos elegir un libro o un teléfono; o simplemente caminar hasta el Sena y zambullirnos en los destellos del río. Sueños que van y vienen. “El incesante y vasto universo” es una roca mutante que ha remodelado los inventarios de la ciudad. Quedan los museos y ya no hay musas ni bohemios. Es una ciudad para ricos, pero todavía subsiste un sentido que el sistema se ha empeñado en escamotear. Se ha reinstalado en la capital pese a la violencia competitiva del capitalismo. París es la zona cautiva donde la miniatura del mundo busca y busca la silueta conciliadora, la cifra escondida de una forma humanista de redención.

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