"…que el vivir sólo es soñar/ y la experiencia me enseña/ que el hombre que vive sueña/ lo que es hasta despertar". Calderón de la Barca

Pucho Peña se encontró por primera vez en su vida un tanto desganado. Acababa de despertarse en la casona adquirida al casarse con Ester, su secretaria en la Bolsa de Comercio durante dieciocho años. Ante la decisión de ella de dejar su trabajo, había llevado a cabo una curiosa estrategia de seducción, para eludir el hecho de tener que confiar en una nueva secretaria, especulando que conciliar ambos roles sería sumamente ventajoso. Recientemente regresado de la luna de miel, en su velero, intuyó el peso de la cotidianidad previsible y una sensación anodina despertó en su cuerpo, pero rápidamente la borró con la convicción de que la vida comporta siempre una carga inevitable, que él trataba de evitar en la medida de lo posible. No así cierta impostación, que le era propicia a la hora de los negocios, donde se presentaba como el hombre exitoso al que propendía desde la niñez, puesto que su padre, propietario de extensas y cultivadas hectáreas de campo, lo había entrenado en el manejo y la conveniencia del poder. En realidad, Pucho se encargaba del bienestar familiar, ya que administraba los bienes de los Peña con suma eficacia, pero como es de rigor, lejos estaba de poder administrar la marcha del mundo y por consiguiente, un tiempo y un espacio que parece ser compacto, homogéneo, pero que suele ser muy diferente para cada uno. De hecho, su hermano menor, Fernando, reticente a una persistente impostación, había desdeñado la mundanidad de su ambiente propendiendo a un estado de cierto sonambulismo, que le permitía soportar el mero presente. Por el contrario, Pucho no podía desalojar el recuerdo que virtualizaba el suyo: recordaba la melancolía de su madre ante el estado de su hermano, recordaba el día en que su madre le regaló la cámara, esperando que reaccionara y la decepción al comprobar que Fernando sólo sacaba fotos de gente con los ojos cerrados. Recordaba el matrimonio que su madre concertó con su prima, la madre de Greta. Recordó el ornato y la pompa de la celebración y la posterior desaparición de Fernando, a quien no volvió a ver. Recordó y esto lo amedrentaba con una sensación angustiante que virtualizaba, intermitentemente, el suicidio de su madre, a quien encontró en el altillo con un pequeño orificio en el pecho. En momentos así, Pucho desalojaba el hábito de ser y se profundizaba en un abismo de incontables derivaciones, pero una en particular amenazaba con absorberlo, hasta hacerlo desaparecer. Era en los momentos en que soñaba con su hermano, porque así como su madre había quedado atrapada en el mundo de Fernando, cuya obsesión persistía en los ojos cerrados, en los ojos que insinúan o delatan un durmiente, ahora, él soñaba ser una sombra en el sueño de su hermano. Y cada vez que se despertaba, sobresaltado, pensaba: de un sueño propio siempre se puede volver a la realidad, pero ¿cómo hacerlo si uno subsiste en el sueño de otro? Una noche soñó que su hermano y él estaban atrapados en una proliferación de espejos que desplegaban una virtualidad actualizada hasta el infinito. Y en una de las envolturas del sueño, rogó despertarse. Con el rostro perlado de un sudor frío, despertó. Ester a su lado no pudo mitigar el malestar porque con el rostro un tanto desencajado le dijo que soñó que él la estaba soñando. Abruptamente Pucho se levantó. Necesitó recobrar su cabeza en la ducha, tocar la solidez de los objetos pero eludir la costumbre mañanera de reconocerse en el espejo. Necesitó salir, retomar la costumbre de sentirse impulsado por la marcha del mundo para volver a ser, el que siempre había sido.

Cuando Ester subió al auto y se dirigieron a la Bolsa de Comercio, la sensación de circular en un entramado onírico o al menos de un límite tembloroso con la realidad circundante, persistió… El bullicio y la exasperación de los accionistas fue una bendición. Volvió a actuar como lo hacía de costumbre, e precio del trigo, de la soja determinaban el valor de un tiempo constreñido a la consistencia de un papel por el cual los hombres eran capaces de jugarse la vida. Pucho sabía eso, lo había aprendido a fuerza de una violencia ejercida por su padre sobre su hermano, cuando le robó, siendo un niño, las monedas que guardaba en un cajón de su escritorio. Pero no había sido Fernando el que quedó preso de esa violencia, al menos, no del modo en que intuía que él había recibido, por decirlo así, la consigna que lo destinaba a su horizonte. Por de pronto, Fernando nunca recapacitó y tal vez, se dijo, (frente a las bocas desaforadas de los que pugnaban por las acciones), Fernando se permitió la libertad de los que marchan buscando el beneficio inestable de un seguro desamparo.

En rigor de verdad, no saber de su hermano le causaba una intensa inquietud, se percataba de que lo contraponía a su propia experiencia y por un momento, mirando las imágenes que pululaban a su alrededor, comprendió que su vida estaba perdiendo su centro de gravedad o se desplazaba hacia un costado. Durante unos meses padeció esta sensación y trató de neutralizar, no de un modo conveniente, ya que se daba a escuchar Soledad de Piazzolla o una versión orquestal de Ensueños de Brighenti y penetraba, por así decir, en un estado de tímida melancolía que lo incitó a cometer un acto inapropiado, por lo menos para su condición: se dio a la lectura. Por supuesto, se dirá, una operación totalmente inocente, sí, pero no para un hombre acostumbrado a la urdimbre de otros símbolos, de símbolos cuyo espesor monetario determinan la marcha del mundo, la proliferación de sus tópicos y la persistencia exhaustiva de borrar enunciaciones verdaderas, enunciaciones que conducen al enigma de ser, a preguntarse ¿por qué?, ¿para qué? Aquí y ahora, bajo la noche extraña que circunscribe la más extraña constelación de los astros o al navegar en su río como remontando la ondulante cadencia del tiempo: "Yo que nací mortal, tan solo para negar mi muerte y amarte, ho voz, oleaje que se desata en la cuenca irreductible a la caducidad de este sueño altivo, como el fervor que agita, secreto, el fondo de las aguas". Pucho descubrió esos versos de un poeta rosarino y comenzó a repetirlos como si de alguna manera recobrara un legado de su madre, como si le dictasen un designio más profundo de la vida, algo así como una riqueza que se pudiese llevar dentro de uno a cualquier parte… Siempre he querido mostrarme, dijo como si hablase con otro, pero al sentir esos versos me sentí perdido… Esa misma tarde decidió volver al velero y emprender un viaje sin un rumbo cierto, sólo impulsado a ausentarse, acogiendo la convicción de ser expulsado hacia el orden de un nuevo desconcierto.

 

victorzenobi@yahoo.com.ar