La evocación, aún en un periódico, no debería estar regulada por el calendario con su retintín de recordatorios de nacimientos y muertes ilustres, atención a novedades que suelen oscilar bárbaramente entre el crimen masivo y el estreno de un monólogo teatral a la gorra. Debería mantener, en cambio, su fuente de azar y de destiempo: hace poco me topé con un reportaje que le hizo Pablo Gianera a Ricardo Piglia cuando aún contaba su enfermedad, esclerosis lateral amiotrófica, en términos pudorosos y bien criollos : “ahora ando embromado de salud” pero la frase que me hizo detener fue otra: “a mí me interesa mucho más la vergüenza que la culpa, que está muy de moda. Culpa no siento, te digo francamente. Pero la vergüenza es un sentimiento más puro”. Ahora que debería estar de moda la vergüenza como un sentimiento a analizar y no una palabra tan olvidada que parece no pertenecer al diccionario, me acordé de Piglia, de cuando le propuse que aprobara bautizar con su nombre al bar de la Biblioteca del Congreso, en el maro de un programa llamado Palabra viva, bajo la intervención de la diputada Teresa García. No le gustó la idea aunque no la desaprobó. Y yo, con esa euforia casi ofensiva con que a menudo solemos dirigirnos, por torpeza, a quienes están pasando por una experiencia límite, no debí ser explícita en el mail: sobre la fachada del bar estaban impresos los nombres de escritores cuyas obras cobija la biblioteca y todos estaban vivos. ¿Por qué no hacer un homenaje en vida o mejor cómo no llamar “Piglia” a un bar si en sus diarios va nombrando uno tras otro como los lugares donde sus libros fueron escritos hasta casi merecer que sus títulos fueran los nombres de esos bares? No se convenció. Entre bromas amables y frases corteses sobre diferentes temas, deslizaba “En cuanto al proyecto de la biblioteca a veces siento que me tratan como si ya estuviera muerto. Ojito con eso”. Desolada, acudí a mediación de Beba, su esposa, más para que me ayudara a explicarme que para insistir. Pero no dejé de pensar en ese “ojito”, una interjección de alerta, casi una amenaza cordial, pero también el nombre de aquello que conservaba vivo y con el que mediante un programa de software continuaba escribiendo.

Luego envió un mail –evidentemente la mediación fue eficaz– donde decía entender la intención del proyecto, y prometía mandar un texto. De paso se disculpaba con cierto humor negro: “La enfermedad me ha vuelto susceptible (nunca lo fui, no teníamos tiempo para ser sensibles)”.

En la inauguración él había muerto y yo seguía explicándome. Para Ricardo Piglia los bares de las ciudades en que vivió fueron también escritorio abierto –allí escribió los borradores de sus novelas, tomó apuntes para las colecciones de libros que dirigió, bosquejó ensayos destinados a las revistas literarias de las que participó–, sala de encuentro con otros conspiradores de la trama cultural y política –David Viñas, José Sazbón, Roberto Jacoby, Héctor Schmucler… –, biblioteca personal –para leer desde Dostoievsky a García Márquez o estudiar el fetichismo en El capital de Marx (confitería La Modelo de La Plata ) y refugio de activista como cuando, durante una manifestación de protesta contra la invasión de EEUU a Santo Domingo, ante el ataque de los cosacos, corrió desde Congreso hasta La Opera de Corrientes y Callao. Otro día de 1965, quedó en medio de un tiroteo entre miembros del grupo Tacuara y del Partido Comunista y las piernas lo llevaron a las puertas del Molino. La primera entrada de Los diarios de Emilio Renzi, Nuestros años felices se titula En el bar y comienza con el protagonista acodado en la barra de El cervatillo.

Toda su obra parece el fruto de un deambular entre lugares como El rayo, La modelo, el Teutonia, Don Julio, La Paz, el Ramos, La Opera, el Florida y otros bares que no nombra pero que se cruzan en sus desplazamientos entre La Plata y Buenos Aires. Y él lo sabía. En el primer tomo de los diarios declara:

“Tengo una gran experiencia en la disposición de los cafés en los que he trabajado. Son para mí un anexo del lugar donde vivo, una mezcla de escritorio y de sala de recibo. Sé a qué hora los bares están vacíos y se pueden ocupar sin problemas, gozando de la tranquilidad de un lugar limpio y bien iluminado. Como siempre, en casos así, vengo con el libro que estoy leyendo y con un cuaderno de notas y eso me alcanza para pasar la tarde”.

La cita de Hemingwy de “un lugar limpio y bien iluminado” no es azarosa, evoca al bar como sociabilidad en el exilio de los escritores y artistas del París de principio de siglo, un lugar alternativo a las piezas de hotel y atelieres ni limpio no bien iluminados.

Escribir en el bar es también una tradición existencialistas. Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre escribían en bares como el Café de Flore y el Deux Magots y su actividad “marcaba” a estos bares y también mandaba un mensaje anti burgués: que la escritura se realizara en un espacio no doméstico, también común y democrático.

A los bares de la calle Corrientes llegaban por la noche Miguel Briante, Germán García y Dipi Di Paola pero no para escribir. Me pregunto chacotonamente si la vastedad y calidad de la obra de Ricardo Piglia no se debe en parte a ese ganarle de mano en el territorio de los bares a todos los demás.

Piglia alcanzó a mandar un texto para la inauguración del Piglia. Ahí rendía homenaje a la Biblioteca del Congreso como espacio de investigación y lectura –en sus salas estudió la vida de Enrique Lafuente, miembro del Salón Literario, personaje en quien se basaría para crear el Enrique Ossorio de Respiración Artificial– pero también como guarida nocturna para disidentes políticos, autodidactas apasionados pero sin tiempo, pobres en busca de los mates cocidos servidos a la madrugada por empleados amables y eficaces, cuando la dictadura militar parecía detenerse ante ese espacio que contenía para ellos la seguramente intimidante palabra ”congreso”. “No sé por qué pensaba que los militares no iban a irrumpir en el recinto. Quizás, creía yo ilusionado y sin ningún fundamento, que los iba a intimidar el nombre del lugar”, escribió. También contaba sobre la época en que desde la ventana de su departamento solía ver la entrada del Congreso: “Cada tanto los militares tiraban una alfombra en las escalinatas para recibir a los canallas que formaban la comisión consultiva integrada por sus aliados civiles. Pero nadie daba el menor signo de reconocimiento a esa ralea. La plaza seguía desierta y hasta los jubilados se retiraban del lugar. Esa ceremonia siniestra se realizaba en total soledad”.

Ahora, cuando las palabra suelen proliferar de manera que una termine por matar a la otra y ninguna se oiga o se lea, en ese vértigo de las pantallas encendidas día y noche, bajo la presión de millones de dedos frenéticos, pienso en ese “ojito” hacendoso que más allá del límite impuesto por el inevitable final, de la economía impuesta por la enfermedad, calibraba las palabras ética y meticulosamente, trabajando sin parar hasta inventar una falsamente inmóvil forma del heroísmo.