Cuando conocí a la Piccina ella era vegana. Lo sigue siendo. No sé si fui una buena compañera durante ese tiempo. Ella practicaba un veganismo solitario con ruidos de licuadoras por la mañana para la leche de almendras y estoicos choclos en los asados. En ese tiempo yo ni siquiera era una carnívora consciente. Con la calma que la asiste, con esa calidez en los gestos, con el calor de sus ideas, ella solo decía que un poco le costaba el queso, específicamente la mozzarella. Es que claro, la dieta mediterránea de la Piccina la tenía acostumbrada a todo tipo de quesos: Pecorino romano, Mascarpone, Gorgonzola, Parmesano, Ragusano, Caciocavallo y que los franceses la vayan a buscar. En cambio cómo salían las pastas sin privaciones: al fagioli, con brócoli, con un poco de basílico y pomodori apenas salteado, ajo y aceite non piú: la pasta noble que calma los ánimos y alivia el corazón. La Piccina tiene otra costumbre que también trae de las ciudades o pueblos donde creció: caminar. Mucho y con sentido de descubrimiento. Mi primera tentación apenas salgo de comer de cualquier lugar es extender el brazo y que las carrozas negras y amarillas de la ciudad me trasladen hasta la mismísima cama si eso fuera posible. La Piccina no. Ella camina, mira al cielo, descubre edificios, sabe de calles y colectivos. Nunca parece apurada. Caminar con ella por Buenos Aires es siempre entrar en una dimensión extraña de calma, ternura y felicidad. Hace unos sábados me invitó a ver una obra de teatro que retrataba la vida de una compatriota suya: Tina Modotti que igual que la Piccina nació en el norte de Italia y se mudó a otra lengua. Salimos charlando, comentando la obra camino a Av. Corrientes y la Piccina propuso una doppieta con cine argentino. Ella es cineasta y su risa no es la magia de las capitales sino la alegría que retumba en las oscuras salas de cine. Pero entre uno y otro evento, entre el teatro y el cine, comer algo. Recordó una parrilla vegana a la vuelta del Gaumont donde compraríamos un choripán. ¿Lo comemos en la plaza? Hacía un poco de frío pero pensé que la fuerza del choripán lo alejaría. La parrilla vegana rebozaba de gente: salían parrilladas chispeantes con pequeños trozos de diferentes cosas que parecían chinchulines o vacío. Mirá piccina, ahí están comiendo una milanesa le dije, sí y es a la napolitana, agregó no sin cierto orgullo. ¿Querés con criolla? y que sí, con todo lo que se pueda. Nos dieron un paquetito chorreante de aceite con nuestro chori- mariposa- vegano. De ahí al chino por la birra ( un supermercado que la Piccina dice conocer de tanta marcha). Solo me pedí la áieneken para sentirle la pronunciación porque sus haches invisiblemente sonoras son de lo más lindo. Así con áineken y chori nos sentamos en una fuente sin agua de la Plaza del Congreso donde otres como nosotras esperaban el cine o simplemente igual que yo estaban descubriendo que si te sentás en un punto exacto de la Plaza se puede ver perfectamente la Casa Rosada, el camino real que forman las luces de Av. de Mayo y darte vuelta para ver como ese hilo invisible une también la punta de la cúpula del Congreso. De mi casa se ve el faro del Barolo, debe ser la hora en que lo encienden, me dice la Piccina. El Barolo, esa incógnita dantesca de balcones redondos y cúpula con faro que dicen esperaba los restos del mismísimo Alighieri y ahora integra el recorrido patriótico-histórico de una pasarela que también nos vio marchar juntas alguna vez. Esa vez que no es ésta pero que la contiene, como toda la ternura que contiene aquello que fue amado, como las ciudades que contienen los amores y tienen también un Dante dando vueltas por ahí. Como la ternura de aquel que se disfraza de Alighieri y recorre los pisos del Barolo que forman el infierno, el purgatorio y el paraíso al que voy a invitar a la Piccina a tomar un spritz la próxima, para que podamos ver el río, al mismo tiempo su sur y su norte.