“Basada en secretos reales”, dice la placa del comienzo. Pero si algo hace La lavandería (The Laundromat, novedad de Netflix) es des-realizar el affaire conocido como Panamá Papers. Adaptando con máxima libertad un libro llamado Secrecy World, Steven Soderbergh narra el hecho como una farsa, de a ratos cínica, otras veces amarga, llena de perdedores y con ganadores chorreantes de dólares, que corren peligro de perder de golpe todo lo que las matufias fiscales les permitieron acopiar. 

Ya se sabe cómo fue: en abril de 2016 estalló la burbuja, cuando una filtración informativa permitió conocer el ocultamiento de propiedades, activos, ganancias y evasión tributaria de una gigantesca cantidad de empresas y particulares del mundo entero, de la que por supuesto no estuvieron ausentes nombres como los de Mauricio Macri, Héctor Magnetto, Daniel Angelici y el empresario Claudio Belocopitt. Frente a semejante gigantismo, Soderbergh opera de manera parecida y diferente a como lo hizo a la hora de encarar el narcotráfico en Trafic. Si allí cubría todos los aspectos del fenómeno, desde el pequeño consumidor hasta los distintos bandos de la “guerra blanca”, aquí en cambio elige apenas un puñado de pequeñas historias, que le permiten abordar el fenómeno desde lo micro y lo parcial.

El golpe maestro de este proyecto, estrenado en Venecia en agosto pasado, consiste en que los hosts de la película sean los abogados que asesoraban gentilmente a millonarios del mundo entero a vivir sin preocupaciones en el paraíso. En el paraíso fiscal. Bah, los hosts no son los abogados mismos sino quienes los interpretan. Los abogados se llamaban Rubén Fonseca y Jürgen Mossack. Rubén era panameño; Jürgen, alemán. Del estudio de ambos surgió el denunciante anónimo, que se hacía llamar John Doe (algo así como Hombre Común) y que hizo llegar a un periódico alemán 2.6 terabytes de información que comprometía a Dios y María Santísima. Bueno, no a ellxs, que se sepa. Pero de ellxs para abajo, todos.

En La lavandería, Antonio Banderas hace de Fonseca y Gary Oldman de Mossack. Se pasean por escenarios notoriamente falsos, vestidos de gala y con sendas copas de Martini, explicando a la amable audiencia, como si fueran docentes de Economía, la lógica del capital. Es un gran hallazgo porque permite narrar la historia al revés, del lado de los malos, en lugar de hacerlo desde el sitio de los estafados, ultrajados y ofendidos. Para esto ya habrá lugar. Por otra parte, es muy buena la química entre Oldman y Banderas. Y el actor de Drácula es una caricatura ambulante, con su acento de alemán de historieta.

Para mantener la terminología televisiva, lo que se sucede de allí en más es una serie de episodios o sketches, algunos más desarrollados que otros, algunos más extendidos que otros, algunos más logrados que otros. Uno de ellos, el protagonizado por Meryl Streep, se enrosca y entrevera con los otros como una trenza. Miembro de un tour que recorre Lake George, estado de Nueva York, Meryl sale una mañana a dar un paseo en lancha de pasajeros con su marido (James Cromwell). El piloto se distrae y una ola inesperada (¿olas en un lago?) da vuelta la lancha. Momento a partir del cual la protagonista de Los puentes de Madison intentará cobrar una póliza que se vuelve esquiva, y que en algún momento la lleva hasta una de esas islas paradisíacas donde se cocina la política del Impuesto Cero. El hecho ocurrió realmente y aunque no parezca resultó uno de los hilos que permitieron arma la trama de los Panamá Papers.

El capitán de la lancha (Robert Patrick, el malo de Terminator 2) anda detrás de la misma póliza y para ello se encuentra en un bar con el intermediario interpretado por un atribulado David Schwimmer (Friends), que le explica que una empresa de seguros absorbió a otra, y fue a su vez absorbida por otra, y ésta por otra más. Y ninguna de ellas pagará la póliza. Un contador caribeño deja su isla cuando las papas empiezan a quemar y en Miami lo recibe su familia paralela. Un hombre con acceso a importantes capitales (el belga Matthias Schoenaerts) probará en carne propia que ponerse duro frente a una interlocutora ligada a las más altas autoridades chinas (¿alguien dijo estigmatización?) puede no ser la mejor estrategia de sobrevivencia. Para tapar un escandalete familiar, un millonario de origen africano intentará sobornar a su esposa e hija adolescente con acciones de una empresa fantasma. Y una empleada del estudio Mossack Fonseca, dueña de una narizota demasiado gigante para ser real, firma a ciegas los títulos de propiedad de un centenar de sospechosas compañías. ¿O no lo hace tan a ciegas?

Todos estos episodios o sketches se ven, en verdad, como subsidiarios del de Meryl Streep, que es el que tiene más miga, más cuerpo y más pathos. Alguno de ellos son más un remate que un sketch, y algún otro roza el territorio Olmedo & Porcel. El episodio-Meryl, en cambio, se ve propulsado por la combinación de compromiso (con el personaje), versatilidad e imponencia propios de la actriz. Meryl hace de una abuelita que pasa de lo naïf a lo inquisitorio, y de lo inquisitorio a la ferocidad, a medida que va descubriendo las sucesivas capas de la defraudación.

El espectador se identifica con su situación y hace de ella un alter ego, algo que no sucede ni por asomo en los restantes episodios. El dúo Banderas-Oldman proporciona, a su turno, otra clase de placeres: los del ridículo asumido, los de la payasada de salón, los del pas-de-deux bien ajustado incluso. ¿Sirve La lavandería para hacerse una idea de qué fueron los Panamá Papers? Poco. ¿Funciona? De a ratos. Sólo de a ratos. Siempre que esté en pantalla (o en pantallita, teniendo en cuenta que se ve por Netflix) el trío integrado por Meryl Streep, Antonio Banderas y Gary Oldman.