Alguna vez, los cassettes fueron realmente necesarios. Cajas rotosas, escritas a mano, cintas gastadas, cortadas, copiadas, estiradas, sin rebobinar, que habitaban casas y mochilas. Ese instrumental parecía inevitable, y lo que hoy renace como puro fetiche era simplemente sinónimo de música, que se podía descubrir y compartir, sin detenerse en la baja fidelidad. Así empezaron muchos sus carreras en los ’80, en lugares de prolífica producción rockera, como California. Pasar anoche por el Luna Park significaba contemplar el poderío de dos grupos que, desde ahí, delinearon su propia parábola en el negocio: del cassette a las plataformas digitales, pasando por la explosión de los compactos y la vidriera de MTV. De la autogestión al mainstream de las multinacionales, y de vuelta a las bases. El jueves a la noche prometió un paseo por el under independiente de los ’80 y el sonido hegemónico de la juventud de los ’90, con dos exponentes que supieron mantener vivo su legado: Bad Religion y The Offspring.

Estandartes del hardcore melódico unos, del punk pop otros -en adelante, “punk californiano” para todos- se juntaron en una gira que los depositó nuevamente en Buenos Aires, destino que, a juzgar por los comentarios, les resulta agradable. El estadio se llenó tan pronto cayó el sol, y más de 7 mil personas esperaban que Bad Religion lo encendiera. La chispa fue el conteo inicial, y el crescendo de “21st Century (Digital Boy)” trazó el camino de la mecha. A partir de ahí, todo estuvo claro: consistencia, melodía y un estribillo inolvidable en voz de Greg Graffin, quien demostraba por enésima vez que no hace falta tunearse como rockero para estar al frente de un mensaje que se repite a lo largo de todo su catálogo: lo que ocurre en el presente no es razonable.

Es la lógica que sigue Age of Unreason, su 17º disco de estudio, editado este año. “La utopía es un sueño opiáceo/ Lo que queremos es una sociedad abierta”, reclaman en “End of History”, cuando los punteos de guitarra de Brian Baker son lo único que rompe el bloque sólido que la banda construye. De ahí también se desprenden la clasiquera “Chaos from Within” y la marcha pesada de “Do the Paranoid Style”. En pocos disparos, todo se acomoda y deja en claro que Bad Religion puede cambiar algunos integrantes, pero sigue siendo una máquina perfectamente aceitada.

Otro formato que hizo historia es el vinilo, una de las variantes en las que The Offspring planifica sacar su tan demorado décimo álbum de estudio, en el que viene trabajando desde hace más de cinco años y que, según sus creadores, está listo para ser editado en forma independiente. “It Won’t Get Better” fue el único adelanto de aquella promesa y se ajustó perfectamente al resto de su repertorio, por sonoridad y temática. “Va a estar en el disco nuevo, algún día”, acotó el guitarrista Kevin “Noodles” Wasserman, un personaje tipificable del punk rock: bocón, antihéroe de la guitarra, desalineado para frasear, pero con suficiente actitud y buenas ideas.

La noche se perfiló entonces como histórica, al presentar a dos bandas características de un género que hizo marcó una época y un modelo de gestión, y que debieron posponer su show en Santiago por la situación social de Chile. El mundo sigue podrido, cuentan, a pesar de que pasen los años. Bad Religion explica que hay una tristeza encapsulada por la condición humana en “Sorrow”, que aunque cambien los detalles, conserva un desarrollo formidable. Brillan los coros y las armonías, igual que en “Los Angeles Is Burning”. Las agujas del reloj se mueven al compás de la mandíbula del viejo rumiante Mike Dimkich; o quizás al revés, es difícil de determinar. Pero se están moviendo rápido y el tiempo se consume, no hay lugar para largos saludos de entrada o salida, el set se ajusta a una hora exacta de mucho músculo y poca grasa, en la que las canciones salen escupidas una atrás de la otra, como con urgencia.

En The Offspring, en cambio, el tiempo implica una lucha incesante contra la pérdida de juventud, que es el lugar desde donde las cosas deben ser contadas, como si se tratara de un manifiesto estético y no de una etapa de la vida. “¡Qué bien que están! Se ven más jóvenes que la última vez”, acotó Noodles frente a la audiencia, en una de las tantas charlas de paso de comedia junto a su compañero, el frontman Dexter Holland, quien se preguntó si no era una de las mejores noches de la historia. “Sí, creo que en cualquier momento me despierto en la secundaria, abrazado a mi pupitre”, reafirmó el guitarrista de 56 años. Despacharon dos covers: “Blitzkrieg Bop”, de Ramones, y "Whole Lotta Rosie", de AC/DC.

Si fuera posible empaquetar esos espíritus, las canciones serían la guía. Las hay bien rápidas (“Fuck You”, “You”, en Bad Religion; “Bad Habit”, la gran versión a toda revolución de “Staring at the Sun”, en The Offspring-, las que espejan el malestar en la cultura norteamericana (“You Are (The Government)”, “We're Only Gonna Die”, en el primer turno; “The Kids Aren't Alright”, después), y aquellas que invitan a poguear o transpirar contra las vallas (“Generator”, “Sinister Rouge”; “Original Prankster”, “Want You Bad”). En cualquier caso, a las cámaras se les dificultan los encuadres una y otra vez, golpeadas por los egresados del moshpit, en una tierna metáfora para este caos organizado: la masa los expulsa, pero pueden volver.

Ya no encarnan el sonido de una juventud adaptada pero disconforme, porque de hecho ni ellos ni su público son prevalentemente jóvenes. Tienen más experiencia, suenan mejor, y sólo las voces acusan -por momentos- los achaques. La audiencia suspiró cuando se encendieron las luces luego del ajustado y catedrático set de Bad Religion: después de semejante descarga, había hambre de postre. The Offspring logró calmarlo con una catarata de hits, apoyado en los dos discos más importantes de su carrera: Smash, que los propulsara a la masividad en 1994 con el sello creado por el guitarrista de Bad Religion, Brett Gurewitz  (“Come Out and Play”, “Bad Habit”, “Gotta Get Away”), y Americana, su obra cumbre (“Pretty Fly (for a White guy)”, “Why Don't You Get a Job?”, entre pelotas coloridas y rollos de papel higiénico, o el tema epónimo, que abrió el set). Después de casi dos horas y veinte de show en total, cuando el último acorde huérfano de “Self-Esteem” empezó a extinguirse, el punk californiano acababa de registrar otra huella memorable en suelo porteño. El reloj casi marcaba las 12: hora de volver a casa y a empezar de nuevo.