Rudy Ray Moore hizo el viaje de su vida desde Arkansas a Los Ángeles para convertirse en el próximo Sammy Davis Jr. O por lo menos así se lo confiesa a sus amigos de bares con cierta decepción. Es que el mundo parece no verlo por más esfuerzos que haga. En los primeros minutos de Mi nombre es Dolemite, regreso soñado de Eddie Murphy a la mejor comedia de la mano de Netflix, Rudy le insiste al DJ (que interpreta Snoop Dogg) que pase alguna de sus canciones, sobre todo “Ring-a-ling-a-dong”, que -en sus palabras- “debió haber sido un éxito”. Sin embargo no lo fue porque nada parece salirle bien a Rudy. Vive con su tía en un suburbio californiano, trabaja de día en una disquería y por las noches oficia de maestro de ceremonias en un club nocturno en el que intenta seducir a una audiencia dispersa con sus viejas rutinas de comediante. Su reloj parece atrasado en esos años 70, convulsos y llenos de sueños truncos. Pero, como su historia lo confirma, su voluntad prevalece pese a todo, a los rechazos y los cambios de época, empujando los límites de lo posible hasta encontrar su peculiar camino al estrellato.

Mi nombre es Dolemite es la historia de un hombre que se inventa a sí mismo. Pero, a diferencia de la fábula del self made man que alimentó la épica blanca de la “América capitalista”, la historia verdadera de la estrella del blaxploitation y pionero del rap que fue Rudy Ray Moore surgió de una convicción que iba contra las reglas de lo aceptado, dando voz a una comunidad como la negra que era negada y circunscripta a los márgenes de su propio universo de ficción. El Moore de Eddie Murphy condensa el espíritu leal y perseverante de aquella figura que sacudió al stand up de su moderada urbanidad, para asumir el discurso de personajes marginales y pendencieros, proxenetas y fanfarrones, con un lenguaje obsceno y melodioso que modelaba un sucio erotismo y despertaba las risas más incontenibles. La película escenifica esa peculiar trayectoria desde los bares del under y las giras por el Sur profundo -que Rudy asumió como una esperada revancha-, hasta asistir a su épico desembarco en el corazón de un Hollywood que encontró en el espectacular Dolemite la mejor radiografía de su tiempo.

La película Dolemite de 1975 es un hito crepuscular del blaxploitation, convertida casi instantáneamente en una obra de culto que recuerda a las filmadas por Ed Wood en ese curioso universo de la clase Z. El germen de su gestación es uno de los grandes momentos del biopic de Craig Brewer: en un cine, mientras una platea mayormente blanca y familiar se divierte con Primera plana de Billy Wilder, Rudy y sus amigos se inquietan en las butacas. “¿De qué hablan esos personajes?”, se pregunta uno de ellos. Rudy, en silencio, mira el haz de luz que sale de la cabina de proyección. A la salida, se acerca al poster que muestra a Jack Lemmon y Walter Matthau vestidos como en los años 20 y afirma: “Esta película se proyecta por todo el país. No tiene tetas, ni chistes, ni kung-fú”. 

Uno de los aspectos más interesantes de Mi nombre es Dolemite es la reflexión que propone sobre aquel cine popular, del que la comunidad negra fue protagonista, y que luego fue cuestionado como propagador de estereotipos y condenado al ostracismo. El mismo que luego Quentin Tarantino redescubrió en Jackie Brown y que Spike Lee reinstaló como esencia de su propia voz. El blaxploitation –igual que todas las vertientes exploit de aquel cine contracultural- escapaba a esas historias de triunfo y superación en la que un chico negro y bueno lograba salir del gueto y se “integraba” a la sociedad. De hecho, se regía, como la historia de Dolemite, bajo los códigos de aventuras, desnudos y comedia, y renunciaba a cualquier mensaje edificante. Lo que hace la película de Craig Brewer es mostrar cómo aquel cine menospreciado, aún con sus arquetipos problemáticos, fue un bálsamo impensable para una comunidad que no se sentía representada en los tópicos del cine mainstream. "Estábamos emocionados de vernos a nosotros mismos en pantalla", afirmó Eddie Murphy en una reciente entrevista en The New York Times. "Nunca sentimos entonces que eso fuera explotación”.

Para Rudy, no alcanzaba con la presencia en los bares, con la popularidad de su rima y la pregnancia de su atuendo glam. Fueron su descaro y perseverancia para entrar en el cine los que definieron su sintonía con un público ávido de esa temeridad, que no quería esperar a una representación ganada por derecho sino que estaba dispuesto a tomarla por asalto. El efecto de ver hoy Dolemite, con ese aura de comedia involuntaria, con esos movimientos ridículos de kung-fu, con el micrófono que asoma en el techo de los planos, es el de percibir la gesta subterránea de su productor y protagonista, que tuvo que ir a contracorriente para llevar adelante ese sueño de triunfo que se hizo colectivo. La magia que logra escenificar la película de Brewer es la que subyace en la voluntad de Rudy, quien persistió con sus ideas pese a lo descabelladas que parecían, que fue leal a sus amigos en una peculiar gesta cassavetiana, pionero en la irrupción de formas singulares de parodia y sexualidad. “Nunca pensé que alguien como yo podía aparecer en una película”, le dice su amiga Lady Reed, guerrera, voluptuosa y sensual que se sube a la aventura de las tablas y desembarca radiante en la pantalla.

Así como Rudy quería ser visto y oído en un mundo que desde sus raíces sureñas lo había negado, fue su capacidad para entender que su público también quería tener voz y presencia, sin pudor ni vergüenza, lo que lo llevó a asumir ese lúdico liderazgo de la escena. Y Murphy resulta perfecto para condensar esa extraña mezcla de vanidad y atrevimiento que su Dolemite construye como el fuego principal de su impostura. La inteligente lectura que hace Brewer del personaje en aquella época, los condimentos sociales que signaron la popularidad del blaxploitation, el gusto por lo berreta y desplazado como inefable de lo placentero, es lo que Mi nombre es Dolemite logra condensar de aquella experiencia única en el cine, clave de su subterráneo legado. Basta ver la expresión extática del niño admirador que espera a Dolemite en la cola del cine para entender lo que significa encontrar una voz propia allí donde no había ninguna.