Cuerpos tirados. Amontonados, pero en fila. Están donde, al parecer, se les permite ese derecho: el de estar, como una concesión, a determinadas horas. Son cuerpos que en algún momento tienen que dormir. Casi ninguno encontró lugar para tumbarse, por eso lucen tirados pero siguiendo un orden, en hileras. Habría que decir que se han sentado, pero tampoco, exactamente. Se acomodaron como pudieron, más mal que bien, para forzar el sueño sobre las sillas individuales de los bancos. Que a su vez fueron bien diseñados para que a ningún cuerpo le sea permitido el lujo de acostarse. Las espaldas torcidas que no encuentran apoyo completo, las cabezas caídas con su peso sobre los cuellos, las caras tapadas con alguna gorra o trapo para bloquear la luz artificial, prendida a toda hora. Los cuerpos pertenecen, en su mayoría, a ancianos y ancianas. Así reunidos, son el infierno de los vivos.

La escena es, como se dice comúnmente pero aquí calza con precisión, dantesca. Cualquiera puede verla si recorre la terminal de Retiro, de madrugada. Sucede en el distrito más rico del país, en plena Buenos Aires, en plena terminal de colectivos que, a otras horas, es uno de los lugares más transitados de la ciudad. Yo la vi, y sigo igual. Como si esta postal no abriese la conciencia plena y absoluta de que un pacto humano básico ha sido quebrado.

Caminar por la terminal de Retiro es siempre una experiencia incómoda: casi todo es sucio, roto, feo, devuelve mal trato, expulsa. Llegué allí primero un viernes por la noche, ya de madrugada, por un viaje que tocó en vísperas de fin de semana largo. Capee las dos horitas de demora con las que las empresas líderes del transporte reciben al turista, intentando encontrar un lugar bajo techo para sentarme. Ilusa. Claramente el lugar está calculado para albergar una cantidad de cuerpos sensiblemente inferior a la que arrastra hasta allí el feriado no laborable, aun en plena crisis. Divisé a lo lejos un blanco entre todas las filas de asientos llenas, y allá fui. Resultó que sí tenían destino. Los ocupaban cartones y bolsas como hatos prolijamente acomodados; las únicas pertenencias de dos ancianas que se aprestaban a “acostarse a dormir”.

Cumplían el ritual como si estuviesen en una casa propia, y así parecía. Una pasaba al baño, en un procedimiento que se demoraba, iba y venía varias veces, sacaba de la bolsa grande una bolsita, y otra, llevaba, traía; la otra se quedaba cuidando las pertenencias y sobre todo el lugar. Parecían acostumbradas y eficientes. Era un preparativo para una cama que no existía, en el que por supuesto no mediaba ningún cambio de ropa, y ninguna higiene que se pudiese imaginar en esos baños de Retiro.

Me acerqué y les di charla. Terminé cuidándoles las cosas para que pudieran hacer. Una volvió al poco tiempo, a diferencia de la otra, parecía haber pertenecido a la clase media en una vida anterior. Le pregunté si hacía mucho que dormían ahí, dijo que sí. Si pasaban bien la noche, contestó que ningún problema, sólo tenían que esperar que se hiciera un poco más tarde, que bajara el movimiento, para “acostarse”. Intenté saber de su vida anterior, pero a ella no le interesó contar, y a mí me dio vergüenza preguntar. El reloj marcaba ya la una de la mañana. Decidí volver a la carga en el reclamo por el maldito micro y su demora, le pregunté si quedaba en custodia de las pertenencias de la otra anciana. “Claro, si es mi amiga”, dijo entonces. Y esa sola palabra cubrió de un manto piadoso la tristeza inenarrable de la escena.

Volví a Retiro a la madrugada siguiente, de regreso de un viaje rápido. Eran entonces algo más de las 4 de la mañana, casi no había movimiento en la terminal. Y entonces los vi: Decenas y decenas de cuerpos de marginales, llegados hasta allí para dormir sentados. Unos pocos afortunados lograron echarse sobre un cartón, en algunos rincones medio escondidos, pero son los menos. Es evidente que no existe tal permiso, que los pasillos deben lucir “despejados”. Por eso la gran mayoría está tirada ordenadamente, en hileras, en los bancos. Como siguiendo un acuerdo tácito, la policía patrulla, pasa por enfrente y los deja estar, a esas horas. De día no se los ve. Tampoco se ven familias con niños, otra restricción que se adivina prefijada.

Es toda gente sola; sola de toda soledad. La mayoría, anciana. Un ejército de sobrantes humanos que vaga de día y se congrega bajo un techo en horas limitadas de la noche, para dormir sentados en hileras. El cuadro es obsceno, y está a la vista de quien lo quiera ver.

 

Por debajo de esta imagen, aparece además una certeza. Que el hambre no es “un flagelo” ni “una pandemia”. Que la exclusión está plantada ahí para que todo siga funcionando. Para que unos tomemos colectivos, en una terminal de micros roñosa, con demoras de dos horas, y sobre todo para que otros (pocos) se queden con los excedentes (muchos) de esos colectivos y de esas terminales, tiene que haber otros que queden afuera. Son los sobrantes, con los que no solemos cruzarnos ni los unos ni los otros, salvo raras excepciones, como en Retiro, a las 4 de la mañana.