Eran pasadas las 12.40 del viernes cuando nos reunimos en el helipuerto del barco, en la parte trasera, al aire libre. La mañana había sido de rutina --desayuno y limpieza--, sin sobresaltos. Aun dentro del Agujero Azul, a más de 300 kilómetros de la costa argentina, el mar permanecía calmo. Desde el día anterior, el Esperanza estaba rodeado de pesqueros: algunos visibles en el horizonte circular, y otros ubicables gracias a los radares. Hasta antes de las 12.30 se estimaba que el día iba a mantenerse dentro de aquel clima de sopor de cielo, sol y océano. A las 12.35, la situación cambió.

El encargado de explicar el nuevo escenario fue Vic, el español que conduce las “acciones”, dentro de la expedición al Atlántico Sur. Hablaba en inglés para que entendieran los dos periodistas surcoreanos --Choi y Mr. Lee--  que participan del viaje y la periodista china, Lulu. Un inglés áspero y claro, como cortado con cuchillo.

--Apareció la posibilidad de subir a un pesquero chino. Vamos a hacerlo. Las reglas son simples y hay que respetarlas, sin falta, porque puede ser peligroso --anunció. Luego se empezó a rascar la cabeza en un gesto exagerado.

--Si hago así, significa que todo va bien. Wenjing (la líder de la campaña de Asia del Este de la organización) será la encargada de comunicarse con ellos. Nunca dejen de hacer contacto visual conmigo o con Fer (el otro encargado de las acciones). Si me saco el gorro significa que we´re fuck up, estamos jodidos: nos tenemos que tirar al agua desde la borda.

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El sol ya estaba recostado sobre el mar, el jueves, cuando Wenjing logró hacer contacto con uno de los pesqueros chinos. Más temprano el radar había empezado a detectar una intensa actividad pesquera, con flotas de cuatro barcos españoles y seis chinos  . Al capitán Sergiy --ucraniano, robusto y amable aun en su austeridad de palabras-- le había llamado la atención que un solo barco, marcado en el radar con un punto amarillo, tenía tres señales diferentes de AIS (sistema de posicionamiento satelital, la señal que identifica a la nave). Otros barcos no tenían ninguna: los habían apagado, práctica usual cuando el objetivo es pescar en la Zona Económica Exclusiva de Argentina.

Sergiy hizo el primer contacto --las comunicaciones deben abrirse de capitán a capitán-- y le pasó el teléfono de la radio a Wenjing. Hablaron varios minutos bajo la mirada absorta de varios activistas y tripulantes en la sala de navegación, para quienes la conversación era ininteligible. El mar, con el sol casi escondido, era casi dorado.

Wenjing colgó el teléfono. No había conseguido más que respuestas esquivas sobre el tipo de pesca que practicaban, y una rotunda negativa de visitar el barco. Hubo que esperar hasta la mañana siguiente para que cambiara su suerte. Y la del Esperanza. En el primer contacto con un barco de la misma compañía china, habilitaron la posibilidad de ir a bordo. El radar marcaba 12 embarcaciones de la misma compañía esa misma mañana navegando en los alrededores.

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Del helipuerto fuimos directo al wet room, un salón sobre el que se abre la escotilla para bajar a los botes. Es allí en donde se guardan los trajes especiales para los abordajes a otros barcos: son de una sola pieza, herméticos para que no se filtre el agua, con balizas a la altura del pecho y lo suficientemente gruesos para no congelarse instantáneamente en caso de caer al agua. O de tener que tirarse por la borda.

Los dos gomones esperaban abajo, en el mar, oscilando con las olas. Se acercaron a la escotilla lo suficiente como para que la escalera colgante descendiera directo hacia ellos. Vic y Fernando iban en el bote que llaman “margarita”, con flores homónimas dibujadas en los costados del timón; desde allí íbamos a intentar subir al pesquero chino. Antes, Wenjing volvió a comunicarse con el capitán. Nuevamente dio el visto bueno. Avanzamos bajo el sol del mediodía sobre las ondulaciones leves del mar, rodeados de petreles y albatros, aves blancas de alas negras y pico anaranjado que parecen poder abarcar todo el océano con su vuelo elegante. Desde los botes se veía cómo quedaba atrás el Esperanza, con su casco verde y un arcoíris dibujado sobre la proa. Trasladarse al nivel del mar le agregaba inmensidad a todo.

Los tripulantes del pesquero se arracimaron sobre la baranda para ver llegar los gomones de Greenpeace. Había entre ellos incluso un perro, que correteaba por la cubierta como si estuviera en una plaza. El casco de la nave parecía erosionado, de un azul ya agrisado y rojo. Los pescadores soltaron sobre la borda una escalera hecha de sogas y escalones de goma que llegaba hasta el agua; la altura era de unos tres o cuatro metros, que cambiaba con la corrientes. La primera en subir fue Wenjing, una de las dos personas que sabían hablar chino además de Lulu, la periodista de ese país. Detrás de ellas, subimos los restantes. La recepción fue amable y tensa. Wenjing entregó una serie de regalos para la tripulación. Los aceptaron. El capitán chino respondió con cigarrillos que repartió entre los foráneos. Él mismo descolgó la ropa que colgaba de un tender hecho de redes de pesca, y acomodó asientos improvisados entre baldes y otros objetos, para armar una ronda.

El barco era antiguo, con piso de madera y motor de dos tiempos. Ese último detalle lo dedujo Vic por la cantidad de barriles de chapa que había sobre la borda, que contenían aceite, utilizado en motores de ese tipo para mezclar con el combustible. Había tal vez treinta o cuarenta. El capitán le explicó a Wenjing que recién habían cargado nuevos barriles, a través de otro barco que los había traído desde China, y que tenían una cantidad suficiente para hacer funcionar el motor durante un año más. Pero lo que más llamaba la atención eran los tripulantes: al trepar por la escaleras, quienes nos recibieron con más efusividad fue un grupo de chicos de no más de veinte años, de piel oscura y rasgos aindiados. Eran de Indonesia, contestaron cuando se les preguntó. Los demás, los menos, eran chinos: el capitán, el cocinero y el ingeniero a bordo.

Ni bien estuvimos arriba, los chicos de Indonesia sacaron sus celulares y empezaron a sacarles fotos a los activistas. Parecía que era la primera vez que pasaba algo diferente en la monotonía del día a día de pesca. Estaban abrigados apenas con buzos de algodón o de nylon, joggins y ojotas. A pesar de que había pocas nubes en el horizonte y el sol golpeaba pleno sobre la embarcación, la temperatura era baja y el viento constante, como siempre en altamar. Los ocho indonesios, por momentos, temblaban. Temblaban y fumaban, un cigarrillo atrás del otro. Casi enloquecieron de felicidad cuando Vic les dijo que podían captar wi-fi desde el barco de Greenpeace. Él y Fernando, de a ratos, se rascaban la cabeza.

Resultaba difícil hablar con ellos, pero con una mezcla de inglés y lenguaje de señas logramos algún tipo de intercambio. Preguntaron de dónde veníamos. Cuando contestamos “Argentina”, la respuesta fue obvia: “Leo Messi”. Uno de ellos se hacía entender con relativa claridad. Tenía veinte años y estaba con su hermano de 18. En Indonesia los esperaban otros cinco hermanos más pequeños, según dijo con la seña que dibujó, con la palma de la mano hacia abajo, a la altura de la cintura. Cuando les preguntamos cuánto tiempohacía que estaban en el barco, contestaron “dos años”. Repetían, como excusándose y al unísono la palabra “contract”, es decir contrato. Dijeron que no sabían cuándo volverían a su país.

--¿Se aburren tanto tiempo en el mar?¿Qué hacen en sus ratos libre?

--Dormimos. Trabajamos, dormimos y comemos. Nada más.

--¿Qué comen?

--Arroz y arroz.

Se los veía bien físicamente, enérgicos, aunque su ropa estaba desgajada y a muchos les faltaban algunos dientes, lo cual desentonaba en la frescura de sus caras juveniles. De una manera imprecisa, el hermano mayor llegó a decir que extrañaba Indonesia. En realidad, dijo, extrañaba a su familia.

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Mientras un grupo conversaba con los indonesios, otro lo hacía con el capitán y el cocinero del barco. “Fue una buena charla”, contó luego Wenjing. “Se nota que tenían ganas de conversar”, agregó. El capitán parecía un hombre sereno, de unos 50 años, vestido de jean, campera tipo Uniqlo y ojotas; hablaba como si estuviera en una reunión familiar, con un cigarrillo colgando entre los labios. Él no llevaba dos años en el barco, recién llegaba de Asia, y volvía a tierra después de algunos meses. La tripulación del sudeste asiático era contratada por la empresa a una agencia que opera en Singapur, país en el que habían embarcado a los indonesios.

Lo primero que explicó el capitán es que pescaban con la técnica de arrastre de fondo, un sistema en el que se utilizan redes gigantes que barren con todo lo que encuentran en el camino y destruyen el ecosistema marino. “El capitán del barco contó que empezó a trabajar en barcos pesqueros hace 13 años, pero en la zona del Agujero Azul lo hace desde 2013. Dice que la cantidad de peces disminuyó de manera crítica”, tradujo Wenjing. La activista subrayó que el capitán no había usado la palabra “colapso”, pero su descripción de la pesca en los últimos años no encontraba mejor definición. “En los últimos tres años la situación empeoró muchísimo, sobre todo en relación a la pesca de calamares y una especie de pez llamado nototenia, que proviene de la Antártida. La primera vez que vino a esta zona dijo que sacaba redes y redes completas con ese pez, y ahora ya casi no encuentran”, replicó Wenjing.

También contó que en esta zona solía ver desprendimientos de glaciares, que venían desde el mismo sitio, del polo sur. Él creía que la disminución en la cantidad de peces tenía que ver con la temperatura del agua, no con la depredación. Sin embargo, “en algún momento reconoció que tal vez existía alguna relación entre el decrecimiento de la cantidad de peces y la pesca industrial”, dijo la activista. Luego tradujo una frase textual del capitán chino: “Te podés imaginar la diferencia de un barco pescando diez peces o cien barcos pescando diez peces”, ilustró en función a la cantidad de barcos de la misma compañía en la que el trabaja que operan durante todo el año. Es una empresa, según dijo, con más de 3000 empleados.

El deterioro biológico de la zona es proporcional a la caída en la productividad de la pesca. Y tal deterioro se agravó en pocos años. El capitán apuntó que en 2015 habían sacado 3000 toneladas de calamar entre fines de diciembre y abril. En 2018, en cambio, sacaron unas 200 toneladas en todo el año. Wenjing le preguntó por qué viajaban hasta el Agujero Azul desde el otro rincón del planeta para pescar. La respuesta del capitán fue que “los calamares de acá son de muy buena calidad, de modo que se venden a un precio muy alto, y que en la zona no hay contaminación”, tradujo Wenjing.

Inmediatamente recordó el espectáculo que comienza en enero, con la apertura de la temporada de pesca del calamar: “No llegás a contar los barcos que se ven alrededor del nuestro, y a la noche parece una ciudad por la cantidad de luces que se ven”. Esto ocurre porque la técnica empleada por los barcos que se dedican específicamente a la pesca del calamar es usar luz para atraerlos. Las imágenes satelitales nocturnas muestran una luminosidad similar a la de las ciudades, en medio del océano. “Mi barco solo está preparado para arrastre de fondo”, aclaró luego.

Llamaba la atención, en el marco de su explicación, la poca actividad que mostraba el barco. El capitán reveló el secreto: los barcos chinos tienen que mantenerse navegando en altamar para poder seguir cobrando los subsidios estatales. Incluso si no pescan nada. “El subsidio equivale a 1,5 millones de dólares por año, por barco. Está basado en la cantidad de horas en el océano. No recibís la plata si estás en un puerto, tenés que navegar”, precisó.

Finalizada la conversación, el capitán ordenó a los indonesios desplegar la escalera del otro lado de la nave. Lo hicieron de inmediato, entre cuatro o cinco. Bajamos por sobre la borda sin dificultad, a las lanchas que esperaban subiendo y bajando con las olas, pegados al casco. Los tripulantes asiáticos nos saludaban desde la cubierta. En menos de diez minutos, volvimos a cruzar a Occidente.