Señorita Bimbo dijo en uno de sus últimos shows de stand up, en la radio donde trabaja (Futurock) y a traés de su cuenta en Instagram (que tiene miles de seguidorxs): “No hay nada más patriarcal que comerse un animal”. Así, la actriz, escritora y performer contó que ella se transformó en vegana desde hace un año (“¿se pensaban que porque soy gorda no puedo serlo?, desafió) y sostuvo que cualquier feminista debería considerar esta opción. El veganismo se trata, aseguró, de cuestionar todas las formas de opresión y violencia contra seres vivos. Casi al mismo tiempo, el veganismo volvió a ser eje de un debate masivo que la tele local replicó, más seducida por un fenómeno global --al que adhieren estrellas como Madonna, Ellen Degeneres o la tenista Serena Williams-- que por intentar comprender de qué estamos hablando. Así, durante un par de días durante el invierno, los talk shows se llenaron de opinólogxs (y las redes, de memes) cuando un grupo de organizaciones veganas fueron corridas de la Rural tras irrumpir en una tradicional ceremonia de premiación de animales destinados a la ganadería. O sea, al asador. Como sucede de manera recurrente, esa vez fue más importante el espectáculo que el derecho a la información. Lo interesante, sin embargo, son varias preguntas de carácter insurrecto que han quedado flotando, no exentas de posturas encontradas.

Y es que el veganismo volvió a abrir la puerta a cuestionamientos desafiantes (y no reductibles a una única postura) sobre aquello que las personas comemos: ¿qué vínculo existe entre alimentación y militancia feminista? Y también ¿no será que aquello que comemos está lejos de ser una decisión individual? A la vez ¿por qué el veganismo es considerado por muchxs un privilegio de clase? ¿Todxs podemos elegir qué comer? ¿Cómo llevar adelante una dieta saludable en estas tierras con poderes adquisitivos en picada y tiempo escaso mientras nos repartimos entre varios trabajos para llegar a fin de mes?

Femiveganismo

Malena Blanco es activista feminista en contra de toda explotación animal y una de las fundadoras de Voicot, el grupo que desde hace cinco años utiliza el arte, la publicidad y el diseño para difundir la lucha antiespecista. Los afiches de este grupo con frases como “Somos la especie en peligro de extinguirlo todo” o “Violencia es comer animales”, son impactantes incluso en las calles porteñas atestadas de carteles. “Creemos que veganismo y feminismo nadan por el mismo mar de la lucha contra la opresión. Si elijo poner en el plato a otro animal, estoy eligiendo esa opresión. Y no es lo que quiero. Comemos animales porque podemos hacerlo ya que vivimos en una sociedad que nos enseña que tenemos poder sobre esas vidas, olvidando que son seres sintientes como nosotrxs. Así que sí: el feminismo debe ir por la senda del antiespecismo”, sostiene Blanco.

Ella devino vegana, dice, cuando entendió que no se trata sólo de una forma de alimentación. “Desde las publicidades hasta la educación que recibimos en la escuela, todo oculta que lo que comemos son otros animales. Cadáveres, digámoslo con claridad. Esta disonancia cognitiva nos hace pensar que el alimento no tiene nada que ver con la muerte”, continúa. Sin embargo, enfatiza que el veganismo está muy lejos de ser una decisión que muchxs califican de extrema. “El veganismo es una postura de vida activa pero no es total ni única. No tenemos derecho a interferir en la vida de seres que no pueden elegir. O en todo caso, justamente como no pueden elegir, tenemos una responsabilidad al respecto. Pero sé que es inevitable pisar hormigas, causar polución con el auto, usar computadoras hechas con elementos que afectan el ecosistema. Así que el veganismo no existe de manera pura. De todos modos, eso no anula el hecho de que nuestra lucha es política”.

Hay algo incontrastable: la idea de vacas alimentadas con pasto a cielo abierto o de gallinas felices que pasean con sus pollitos está bastante lejos de los sistemas de engorde intensivo del ganado llamado “feedlots” y de los criaderos multitudinarios de pollos. Los animales están hacinados, tienen sistemas de alimentación que sólo buscan engordarlos con rapidez y son tratados como “mercancía con patas” (un concepto que Blanco repite a lo largo de la entrevista). Esta información coincide con algunas publicaciones que se pueden rastrear en el portal “Sobre la tierra”, a cargo de un equipo de investigadorxs y periodistas de la Facultad de Agronomía de la UBA. Un estudio realizado a fines del año pasado por ellxs da cuenta, por ejemplo, del impacto sobre el medio ambiente y la salud de las personas que trae aparejadas la expansión de los feedlots, a partir de las enormes cantidades de estiércol que se acumulan en los corrales. “Los feedlots son lo que llamamos ‘fuentes puntuales de contaminación’, es decir, focos donde se genera una cantidad inmensa de materia orgánica que puede originar la contaminación”, puntualizó en ese momento la investigadora Claudia Sainato.

No sólo los animales la pasan mal. A comienzos de noviembre, la pantalla matinal de Crónica se cubrió de sangre cuando se supo que un chico de 20 años falleció electrocutado en un criadero de pollos del conurbano fuera de toda regla. El detalle escabroso, además, es que el dueño del lugar se las arregló para dar de alta al muchacho en la Afip como trabajador en blanco y sólo después declaró su muerte. Es un gran problema cuando la condición humana se degrada de un modo semejante.

Blanco asegura que justamente por esa crueldad ella defiende el veganismo. Y apela al concepto de “carnismo”, acuñado por la activista Melanie Joy, profesora de Psicología y de Sociología en la Universidad de Massachusetts, como una cuestión ideológica de aristas múltiples. “Si pensamos en números, son cerca de setenta mil millones los animales sacrificados anualmente. Además, la producción de animales que sirvan de comida es una de las principales causas de la destrucción del medio ambiente en el mundo, así como una de las causas más significativas del agotamiento del agua dulce, el calentamiento global o la desertificación, entre otros problemas. Comer animales o derivados cárnicos guarda también conexión con algunas enfermedades como diabetes, algunos tipos de cáncer, obesidad o problemas cardíacos. Así que hablamos también de salud pública”, analizó en una entrevista reciente con el portal español Comer no comer.

“Quienes trabajan en mataderos y criaderos lo hacen porque no les queda otra. Y son tan descartables para el sistema como cualquier animal. Lo vimos cuando quebró la empresa avícola Cresta Roja a fines de 2015, que dejó a cientos de trabajadorxs en la calle y a miles de animales hacinados que logramos rescatar junto a otras organizaciones”, considera Blanco. “Por eso esta lucha debe ser también anticapitalista porque este sistema se basa en apropiarse de la riqueza del trabajo de otrx y en producir riqueza a través de la explotación medioambiental. ¿Resulta demasiado? Bueno, el problema no somos lxs activistas feministas y antiespecistas sino el estado de situación que nos obliga a unir luchas y cuestionar el poder”.

Qué se lleva al plato

También a través del cine hay mujeres que desde posturas ideológicas diversas se preguntan por la comida como un entramado complejo de relaciones políticas, culturales y económicas. “Es erróneo pensar que la elección de una dieta es individual. No se puede pensar en qué llevamos al plato sin vincularlo con una triple explotación que padecemos las mujeres: la que deriva del trabajo en la calle, el trabajo en el hogar y el trabajo de ser bella”, resalta la realizadora audiovisual Andrea Szeplaki. De origen venezolano, esta directora acaba de estrenar Candy bar, su cuarta coproducción argentino-venezolana, ya disponible en la plataforma Cine.ar. Allí investiga qué comemos, qué deseamos comer, qué podemos comer, por qué la comida, que era acto de encuentro y socialización, está pasando a ser una suerte de trámite solitario que se resuelve con snacks industriales en sociedades cada vez más precarizadas.

Para eso, Szeplaki entrevista a decenas de mujeres en Venezuela y Argentina, aportando varios datos inquietantes. Uno de ellos es que según la Organización Mundial de la Salud, para 2020 el treinta por ciento de la población en nuestro país tendrá problemas de sobrepeso. “Antes se asociaba la figura del gordito burgués a quien tenía dinero. Ahora, las personas con dinero suelen ser flacas. Quienes engordan más son los sectores pobres, que llevan adelante una dieta excesiva en carbohidratos y azúcares refinadas”, cuenta Szeplaki.

En el documental una chica llora en cámara porque quería ser bailarina árabe pero la profesora le dijo que el físico no le daba. Otra trabaja en un Mc Donald´s, donde merienda y cena. Así aumentó veinte kilos. Una mujer jefa de hogar pasó la barrera de los 130 kilos, padece diabetes y debió reformular su dieta. “Pero cómo hago si en la calle y en el supermercado todo lo que encuentras está lleno de grasa y azúcar”, observa. “Una puede dejar de fumar pero no puede dejar de comer. Entonces cada vez que estás frente a un plato, es un dilema”, agrega.

Candy Bar traza su arco narrativo a partir de las reflexiones de Patricia Aguirre, antropóloga especialista en alimentación, docente en varias universidades locales, investigadora de prestigio internacional y autora de libros como Una historia social de la comida. Consultada por este suplemento, considera que cualquier dieta restrictiva deja de ser buena opción. “Cuando te dicen que la leche o la carne o los huevos hacen mal, en verdad están imponiendo una restricción que nada tiene que ver con las personas como sujetos onmívoros. Es decir, de lo que se trata no es de restringir sino de diversificar”, considera. También se refiere al modo en que las formas de alimentación se vienen empobreciendo aunque el mercado ofrezca cada vez más marcas y productos: “La dieta paleolítica tenía una diversidad extraordinaria que se fue perdiendo cuando las sociedades se hicieron más complejas. Hoy tenemos muchas marcas pero poquísimo alimentos”.

“La alimentación es un espejo de clasificación de la sociedad. Entonces aparecen distinciones entre varones y mujeres; entre pobres y ricos; entre niños, adolescentes, adultxs mayorxs. Eso lo sabe el mercado, que piensa en comida para cada sector profundizando estereotipos”, continúa. En ese sentido, cuenta una pequeña anécdota que da cuenta de esta situación en la vida cotidiana: “Cuando salimos a comer afuera, yo aprovecho para disfrutar de cosas que en general no cocino. Y mi marido se cuida del colesterol. Entonces él pide, por ejemplo, pescado con puré de zapallo y yo, bife de chorizo a caballo. Sistemáticamente, nos cambian las comida: a él le sirven el bife y a mí el pescado”.

“El gusto, desde la antropología, es una síntesis individual de una acción social: no comemos lo que queremos, queremos lo que logramos comer a partir de cuestiones tan diversas como la pertenencia a una zona geográfica determinada, el gusto comunitario o las tradiciones”, afirma. Y agrega: “Hoy por hoy la capacidad de compra determina la capacidad de dieta. Así que las madres, por ejemplo, tendrían que tener más ingresos para comprar lo que tienen que comer. Y eso debería ser garantizado tanto por los sectores privados en los que trabajan como por el Estado. Se les dice todo el tiempo que deben alimentar a sus hijxs y a ellas mismas de manera saludable. ¿Las mujeres no compran frutas y verduras porque no quieren? No, no lo hacen porque son caras en relación a lo que rinde alimentar a sus familias”.

Frente a este estado de situación, muchas mujeres están revisando sus hábitos alimentarios y los de sus hijxs. En la Escuela del Sol, en Colegiales, se creó una comisión de alimentación real para que toda la comunidad educativa pueda crear espacios de reflexión “sobre la necesidad de abordar la alimentación de una manera integral, transversal y contundente” y así distinguir “entre un alimento y un comestible ultraprocesado”. La idea es, entre otras cosas, recuperar el alimentarse como un acto de afecto que tiene que ver con las vivencias y memorias compartidas, con gran impacto social. Y es que, como señalan desde la comisión en un documento, los alimentos reales sostienen sistemas productivos y precios justos “contribuyendo además a la soberanía alimentaria de nuestro pueblo”.

El verdurazo

La Unión de Trabajadorxs de la Tierra es en la actualidad el sindicato de pequeñxs productorxs y campesinxs más grande de nuestro país, que nuclea a unas 15 mil familias en 15 provincias. Comenzaron a reunirse en 2011 a partir de la lucha por ser dueñxs de la tierra que trabajan y en defensa de la agricultura familiar y campesina. Desde entonces, entre otras iniciativas, han formado una red de comercialización para que la población pueda acceder a “alimentos sanos, justos y soberanos”. Hace pocos días se inauguró en La Plata un almacén ubicado en calle 1, altura 612, que se suma a otros en Devoto (en Habana 3277) , Monte Grande (Arana 293) y Almagro (Díaz Vélez 3761).

La UTT es responsable, además, de cientos de “verdurazos” a lo largo del país que expusieron muchas de las grietas del hambre que el macrismo nunca disimuló. “Planteamos los verdurazos como estrategia de lucha. Donar miles de kilos de alimento que nosotrxs producimos es un modo de protestar por una pobreza que podría evitarse con sistemas de distribución de la riqueza más equitativos. Y en cuanto a nuestro sector, es un modo de visibilizar que Argentina tiene un campesinado sin derechos mínimos garantizados; por ejemplo, el derecho a la tierra y a las condiciones dignas de trabajo. Además, somos los responsables de alimentar a una población que muchas veces no se pregunta de dónde viene lo que come”, señala Rosalía Pellegrini, secretaria de Género de esa organización.

Otro dato es que la UTT realizó en octubre el Primer Encuentro de Trabajadoras de la Tierra. “Las mujeres productoras trabajamos a la par de los varones pero también nos hacemos cargo del hogar. Sin embargo, no recibimos ingresos ni tenemos independencia económica. Además, la crisis económica agudizó la violencia física en los hogares pero nos cuesta que en las comisarías y fiscalías se reciban nuestras denuncias, cuando las compañeras se animan a hacerlas”, enumera.

Nosotras somos críticas del modelo de agronegocio, de modelos productivos en base a agroquímicos y de la dependencia de comprar semillas híbridas, estandarizadas, desplazando las variedades heterogéneas campesinas adaptadas a la biodiversidad. A todo eso se le suma el trabajo en defensa de nuestros derechos como mujeres trabajadoras que exige mucho debate interno”, agrega. Y subraya: “Es necesario reivindicar el valor de la cocina como espacio de encuentro y de los alimentos que nos permiten vivir y también son cultura y resistencia. Así que nosotras tenemos mucho para decir sobre alimentación soberana. Lo que comemos no lo decidimos los pueblos sino seis multinacionales”.

En este contexto, no es casual que los libros de investigación de Soledad Barruti Mala leche, el supermercado como emboscada y Malcomidos, cómo la industria alimentaria argentina nos está matando (los dos, editados por Planeta) sean un éxito de ventas. Lo mismo ocurre con las recetas riquísimas y accesibles que Natalia Kiako compiló en A cuatro manos: cocina natural para compartir con los chicos y Cómo como: un manual de autoayuda en la cocina saludable. A la vez, estas dos autoras argentinas coordinan juntas talleres de deconstrucción alimentaria con Sabrina Critzmann. Y es que las preguntas en torno a la alimentación articulan una vez el vínculo entre lo personal y lo político. A la vez, un grupo de investigadorxs cordobeses llevan adelante el Proyecto Czekaliski comiendo durante seis meses sólo los alimentos de la Canasta Básica para cuestionar de qué modo se mide la pobreza en nuestro país, mostrando así que aquello que comemos es mucho más que un asunto de supervivencia. Incluso el futuro presidente Alberto Fernández impulsó la Ley de Góndolas que ya tiene media sanción en la Cámara de Diputadxs. Esta iniciativa busca fomentar la injerencia de pymes, producción de la agricultura familiar, campesina e indígena y de sectores de la economía popular para que ocupen el 70 por ciento de las góndolas de los hipermercados.

Todo esto da cuenta de que el desafío sigue siendo avanzar hacia una sociedad con iguales derechos para todxs. Y aunque existan diferencias de método, ésta es una lucha que los feminismos conocen bien porque la vienen trayendo hace siglos en su raíz y a la vez, como una tierra propicia para sembrar nuevos cambios.