EL CUENTO POR SU AUTOR

El origen del cuento fue efectivamente un velorio, el velorio de la madre, ya muy anciana, de un amigo, y la dificultad de encontrar alguien que le rezara a la muerta, cosa que mi amigo no había contemplado. Después, como siempre pasa, ingresaron otras cosas: unas palabras de mi suegra en relación a la venta de un pequeño campo, una amiga monja que luchó para que su congregación se sacara los hábitos, un cuento de Dino Buzzati, el recuerdo borroso de un poema leído hace mucho, los ecos de una época en la que trabajaba en un geriátrico, el nombre del médico de ese geriátrico, una mujer delgada, ingrávida, de pelo largo y canoso de la que me costaba retirar la mirada, el nombre Noemí/Mimí (había muchas Mimí en mi pueblo) lo que me llevo a la Noemí bíblica, porque ¡como entro la monja, de algo tenía que hablar!, y entonces regresé a textos bíblicos (en algún momento fueron un lugar reiterado de lectura) y recordé algo acerca de la lealtad o la traición en las nueras de Noemí… En fin, escribiendo no invento nada, porque cada elemento está tomado del mundo externo, solo que ese archivo de memoria que habita en mi cabeza, ingresa a su capricho y entonces lo inventado es, como hacen los cocteleros, el batido, la singular combinación.


LA REDENTORISTA

Si el mar hubiese preguntado a la gente qué quería que fuese, la gente lo habría convertido en lodazal.

Peter y Rosa. Isak Dinesen

No le contratamos servicio religioso y era creyente, dijo Estela. Alicia y Marta se miraron, miraron a Liliana y Liliana las miró a ellas, después las tres lo miraron a Enrique y Enrique, que parecía que iba a quedarse mudo, dijo pero, ¿qué te pasa?, ¿dónde vamos a buscar un servicio?

Pidió que no la enterráramos sin una bendición.

¿Cuándo?

Hace mucho, todavía vivíamos en su casa.

Yo nunca la escuché decir eso.

Nunca escuchás, dijo Estela.

A la memoria de Estela había llegado el pedido lejano de Mimí, le había caído como una piedra y ella había tirado la piedra en medio del velorio para que nadie pudiera hacerse el tonto. Enrique hubiera preferido que no se metiera, bien que lo escuchó, bien que se lo vio en los ojos, al fin y al cabo él es el dueño del velorio, el único hijo vivo de Mimí ahora que murió Ricardo. El único no, porque también está Elsita, pero Elsita no cuenta.

A Estela no le importa, aunque a su marido le moleste, y le moleste también a su cuñada. Cuando se le mete una cosa en la cabeza, no hay quien la saque de ahí, eso es lo que enfurece a Enrique. No vas a terminar hasta que te salgas con la tuya, ¿no?, ni en el velorio de mi vieja me vas a dejar tranquilo.

Estela, en efecto, no va a aflojar; habla con Alicia, con Marta, con Miguel y con Liliana por si alguno conoce a algún cura que se acerque a cumplirle a la muerta, pero resulta que el cura del barrio no está, ni el de la villa del bajo, ni…, es 4 de enero y los curas se han ido de retiro espiritual o han tomado vacaciones.

No hay un hombre de fe en cien kilómetros a la redonda, dice Alicia, que para calmar a Estela se ha empeñado en el asunto, teléfono y guía en mano. Risa de todos con la frase de Alicia, de todos menos de Enrique que en la puerta de la casa de sepelios, ve que por allá viene la tía Chichi.

¿No piensan llamar a un cura para que diga un padrenuestro?, dice la tía, empeñada en quedarse de pie, apoyada en su bastón canadiense, ni un Cristo han puesto, no han sido capaces de…

Es enero, tía, no encontramos a nadie.

¿Ni una monja, ni una laica consagrada, ni una persona rezadora? Lo que pasa es que a ustedes todo les da igual, pero yo te digo una cosa, Enrique, como que soy tu madrina, de aquí no me la mueven a Mimí si no le rezan un responso, ¡irrespetuosos, desagradecidos…!

Habla temblándole la voz, la boca, la mandíbula, Si viviera tu padre…

Te lo dije, le dice Estela a Enrique.

¿Pero de dónde quéres que saque un cura?

Si hubieran ido alguna vez a misa, sabrían dónde encontrarlo, dice la tía que tiene un sofocón, ha de ser un golpe de calor; la asistente corre por agua, le pone un caramelo en la boca, Tranquilícese Chichi, por el amor de Dios; recuerde lo que dijo el doctor Romano.

Por favor, tía, calmate, no vaya a pasar una desgracia, dice Enrique, y Miguel, que es médico en el Hospital de Urgencias, aprovechando una distracción, le pone en la boca unas gotas de Ribotril.

Todos se han puesto en campaña para encontrar quien diga un responso a Mimí y resulta que una hermana de Alicia que no ha podido arrimarse al velorio, tiene una vecina que tiene una amiga que conoce a una monja redentorista que lleva consuelo a donde haga falta, pero hay que ir a buscarla a Villa Cornú.

La monja se llama Noemí, como la muerta, toda una coincidencia. No llega vestida de monja, está calzada con unas sandalias chatas de cuero y vestida con una pollera larga y una camisa blanca, pertenece a una congregación que luchó durante años para quitarse los hábitos. Cuarenta grados marca el termómetro esa siesta de enero, pero nadie saca los ojos de esta mujer que entra a la sala con paso ingrávido, saluda con una inclinación de cabeza y se instala junto a la muerta, antes de buscar unas palabras que conformen a Estela, que calmen a la tía Chichi…

No hay crucifijo detrás del cajón, sólo un paño morado contra la pared y dos focos que dan una luz también morada, de freezer. La redentorista dice que esa tarde es la tarde de Mimí. Deja flotar la frase, la hace chocar con el silencio y tal vez porque el silencio es incómodo, Estela dice falta Elsita.

¡Hay que ver la cara que ha puesto Enrique!, A Elsita no se la puede mover, vive en esa cama desde que nació, no tiene idea de lo que pasa, ¿quién puede saber si entiende algo?

Con la abuela se entendía, dice la hija de Estela, de Enrique, la nieta de Mimí. La monja insiste, es importante que todos se despidan.

Se lo pido por el amor de Dios, dice Enrique, mi hermana está postrada, es muy difícil moverla.

Noemí pregunta a los presentes en qué rincón de cada uno, apenas iluminado, más bien a oscuras, está la verdad, ese árbol en medio de un pantano, dice. Estela cree que es por amor a Dios que no insiste con lo de Elsita; todos ven cómo saca de su bolso una imagen de Santa Noemí y la coloca sobre el pecho de la muerta. Antes de abrir el libro de rezos, cuenta que ha misionado muchos años en Guatemala y que los indios guatemaltecos creen que el pasado va adelante y el futuro va detrás, que adelante vemos las espaldas de nuestros mayores, las espaldas de Mimí, en este caso. Ella nos traza el camino, y como yo no tuve la suerte de conocerla, quisiera pedirles ayuda.

Así como están las cosas, Enrique no tolera seguir sin fumar, saca un cigarrillo, lo enciende. Tras él enciende uno Alicia y el médico del Hospital de Urgencias; el silencio se interrumpe con raspas de fósforo, con chispas de encendedores.

¿Qué nos dicen las espaldas de Mimí?, insiste la redentorista y como nadie responde, se explaya sobre la Noemí bíblica, cuyo nombre significa dulzura, ¿era delicada, Mimí?, pregunta. Todos miran a Enrique…, hace tiempo que estaba perdida, pero era…, sí, antes que llegara Elsita era…, nos subía en la falda, nos contaba historias, había tenido una infancia triste, pero contaba todo eso con alegría…

La monja dice que Noemí de Judea dejó libres a sus nueras para que se casaran otra vez, de modo que aquí tenemos un cierto aspecto que nos lleva a pensar cómo habrá sido Mimí con sus nueras, ¿están aquí las nueras?

Sí, dijo Estela y después también Liliana dijo sí.

Conmigo fue muy buena, dijo Estela, cuando lo detuvieron a Enrique, me acompañó a todas partes, mi suegro nos llevaba en el auto hasta la comisaría, pero la que se bajaba conmigo era ella, las dos sin saber una papa de nada….

Pero no quisiste que viviera con nosotros, dice Enrique por lo bajo.

No era por mí, era por los chicos.

No hay luz más poderosa que un recuerdo, en el recuerdo todo resplandece, como la espuma en las olas…, dice la redentorista y dice también que en el presente están el pasado y el futuro, con su imaginación y su memoria y que lo ignoramos todo, que no sabemos de la noche ni del viento, ni de la luna en el agua ni de la muerte… Para desconcierto de Estela, Enrique se ha largado a hablar, empezó contando cómo era su madre, está excitado, habla sobre menudencias domésticas que ella desconocía y después otra vez de aquel asunto del campo, lo que muchas veces le ha contado, pero todo parece distinto ahora, porque de pronto cambia el tono, como si se hubiera agotado, Era silenciosa, repite, sumisa no…, silenciosa.

¡Y muy enamoradiza!, dice la tía Chichi, ¡si me habrá contado sus cosas!, es que nosotras fuimos amigas antes de ser cuñadas, íbamos a una matinée en Avenida San Martín y el Bulevar, una confitería donde se juntaba la farándula, una tarde la vimos a Tita Merello, se encontraba a escondidas con Luis Sandrini… Enrique sonrió, no sé en qué va a terminar esto, le dijo a Estela por lo bajo.

La redentorista ha regresado a los indios guatemaltecos y a las espaldas de los mayores, espaldas con alas, dice, y hablando de alas, deriva en el cuento de un marido que cierta noche, acariciando la espalda de su mujer, se dio cuenta de que, a la altura de la paletilla izquierda, la mujer tenía una costra. Por la mañana descubrió que le había salido otra costra sobre la paletilla derecha, al día siguiente las costras tenían forma de alas y poco más tarde las alas eran como las que llevan los ángeles sobre los hombros. El marido consultó al párroco y el párroco dijo que, si eran alas de verdad, alas de Dios, serían capaces de volar... entonces llevó a su mujer hasta un claro rodeado por árboles altísimos y le pidió que se quitara el abrigo; la mujer se sacó la ropa, quedó nomás con su par de alas, y con pasitos ligeros intentó volar. Se oyó un aleteo en el aire y de pronto la mujer estuvo a una altura de varios metros…

Sin que nadie supiera por qué, el amigo de Enrique, el médico del Hospital de Urgencias, contó que de niño lo llevaron cierta vez al velorio de una mujer joven y hermosa y que él se sintió tan hechizado por ella, que hubiera querido morirse…

Tiene el pelo largo esta redentorista, con hebras plateadas, recogido en la nuca. También Mimí usaba rodete, Estela la había conocido cuando estaba en la universidad; hablar de las madres era el deporte favorito de todas en aquel tiempo, se trataba simplemente de no ser como ellas, de estudiar, conseguir un trabajo… Tener aspiraciones era la frase, mínimo una profesión, nada de quedarse tras el marido y los hijos. Después los años pasaron y -el cielo es testigo- ella hizo lo que pudo, pero alguna vez había cruzado dedos, tocado madera, esquivado escaleras para no ser como Mimí.

Murió Mimí, había dicho Estela, no la vamos a velar, nomás un momento, hasta que pase el servicio al crematorio; pero después las cosas habían sucedido de otro modo, habían creado su propia dinámica.

La redentorista pide que cierren los ojos, que cada uno mire dentro de sí, ¿qué hace que aparezca en el corazón una evidencia que no puede ser torcida por la voluntad?, pregunta. Hasta esa tarde, a Estela le había parecido que Mimí era nada. Nadie. Un animalito, eso era. Había vivido por años en un sopor y antes…, ya todos habían olvidado cómo era ella antes. Ahora -lo veía con claridad- se habían convertido en deudos. ¿Eso era vivir?, ¿endeudarse era vivir?, ¿clavar un ancla en los sueños, en la vida raquítica sin poder saldar las deudas?

Esta monja les ha pedido que recuerden y entonces Enrique no puede parar; explica que en los años de la plata dulce, su padre quiso vender el campo, un campo que había heredado, y que una noche su madre tiró una pila de platos al suelo y gritó que no iban a vender ese campo ni muertos, y el campo no se vendió, yo era chico, dice, me asusté… porque ella era más bien callada… Guardar el dinero en el banco, ¡en el banco!, Estela sabe que de todo eso no hubiera quedado nada, no hubieran podido comprar la casa ni poner la farmacia, ni..., callada, repite Enrique, sumisa no, no era sumisa.

¿Qué sabemos?, lanzó la redentorista, ¿nos hemos preguntado alguna vez qué sabemos cuando llega la noche y quedamos solos con nosotros?, y en la mañana, ¿qué sabemos? Por eso la fe es imprescindible. Por eso sin fe no se sobrevive.

Hablaba con los ojos cerrados la redentorista y lo que decía era un himno y entonces la muerta pasó a ser mucho más que un cuerpo pudriéndose al sol. Se convirtió en un árbol. Un árbol solo en medio de un pantano. Y hubo nubes y haces de luz entre sus ramas…

Nadie sabe ya qué responder. En la memoria, todo tiene una segunda oportunidad, debemos luchar contra el olvido, latir en el presente es luchar contra el olvido, dice Noemí. El pasado es un animal con la boca abierta y ellos cavan como topos sus cuevas bajo tierra, mientras Mimí se alza por encima de los árboles hacia el cielo, arriba, muy arriba, lejos, con su delicado batir de alas…