La previsible respuesta al #OscarsSoWhite de 2016 fue el #OscarsSoBlack del domingo pasado: no sólo fueron varios los largometrajes dirigidos y protagonizados por artistas afroamericanos con importantes nominaciones, sino que Luz de luna, el sensible retrato del crecimiento de un joven negro y gay en los barrios bajos de Liberty City, en el estado de Florida, terminó llevándose –previa gaffe de primerísimo nivel– el premio mayor de los entregados anualmente por la Academia de Hollywood. Pero no siempre fue así. Incluso no fue así luego del ascenso de Sidney Poitier al estrellato, a mediados de los años 60. La representación del ciudadano descendiente de esclavos africanos en el cine estadounidense es una historia de prejuicios y estereotipos, de repeticiones y clones ad infinitum del arquetipo encarnado por el Tío Tom, de miles y miles de mozos, sirvientas, lustrabotas, deportistas y entertainers replicando una y otra vez los únicos roles secundarios que la industria de Hollywood podía/quería/tenía para ofrecerles. Con las extrañas excepciones del caso, como el film Hallelujah –producido por la Metro-Goldwyn-Mayer en 1929, dirigido por King Vidor y protagonizado exclusivamente por un reparto “de color”–, que no hacían más que confirmar las reglas. Hasta que los cambios sociales permitieron que fuera un buen negocio pensar en un cine “de negros” dirigido, en principio, exclusivamente al público negro. Corrían los primeros años 70, nacía el blaxploitation y las pantallas se llenaban súbitamente de recios hombres y mujeres de tez oscura, liderados por el Shaft encarnado por Richard Roundtree; finalmente podía verse en la gran pantalla a un hombre negro con la frente en alto y los pies pateando culos blancos por doquier. Las cosas se estabilizarían lentamente de allí en más, aunque la representación de otras minorías raciales en el cine norteamericano (el latino o el asiático, por nombrar apenas dos) no hayan corrido la misma suerte. Esa es, simplificando, la historia oficial. Pero hay otra historia no tan conocida, casi secreta, que la selección Pioneers of African American Cinema –un compilado de más de veinte largometrajes y cortos especialmente curados que circuló por varios festivales, fue editada en bluray en algunos mercados y ahora aparece, sorpresivamente, en la plataforma Netflix– permite avizorar casi por primera vez, ya que se trata de títulos que fueron extremadamente difíciles de ver durante décadas, una historia protagonizada por auténticos pioneros que, de manera independiente y no sin muchos esfuerzos, crearon otra imagen cinematográfica de los hombres y mujeres afroamericanos.

El “race film” dio sus primeros pasos durante el período mudo, y uno de los films esenciales de esta selección es, asimismo, uno de los primeros largometrajes dirigidos por un realizador negro. Suele decirse que Within Our Gates (1920, dirigida por Oscar Michaux) es en parte una respuesta al rancio racismo que late en el corazón del clásico de D. W. Griffith, El nacimiento de una nación, estrenada con gigantesco éxito comercial y crítico cinco años antes. La idealizada y almibarada mirada del director de Intolerancia sobre el surgimiento del Ku Klux Klan (los auténticos héroes de su película) recibe aquí, indirectamente, un tratamiento bastante diferente. El film de Michaux –que continuaría filmando hasta los años 40 y de quien pueden verse otros siete films en esta misma selección– presenta de manera muy realista un relato donde los linchamientos encarnan en el peor de los males de una sociedad donde la segregación, la falta de oportunidades educativas y laborales y la pobreza forman parte de la vida cotidiana del ciudadano negro, casi por definición y desde su mismo nacimiento, un ciudadano “de segunda”. Within Our Gates es probablemente el más aguerrido e ideologizado de los films presentados en “Pioneers of African American Cinema”, aunque en otros títulos –todos ellos disponibles en Netflix– vuelven a reaparecer, de una u otra manera, varios de esos elementos, incluso en historias más livianas y rutinarias. En The Symbol of the Unconquered, estrenada ese mismo año y también dirigida por Michaux, un melodrama con aires de western y un trío de villanos diverso (un blanco, un negro, un indio faquir), dos personajes cargan con la cruz de ser negros de piel clara: uno de ellos es mulato, mientras que la protagonista femenina representa un típico caso de mujer negra con piel pálida, algo que sólo los genetistas pueden explicar con argumentos sólidos. El romance platónico que se desarrolla entre la chica en cuestión y un prospector de raza negra que la considera una mujer blanca demuestra, por un lado, los límites de la representación del amor interracial tanto en el cine mainstream y blanco de aquellos años como en su contraparte independiente y negra. Finalmente, durante el desenlace, se producirá el acercamiento físico luego de que su verdadero origen sea revelado, transparente demostración de la necesidad de proveerle a su público no sólo ideas sino también entretenimiento y romance.

The Flying Ace (1928, dirigida por Richard E. Norman) es una imitación del cine de aventuras industrial de aquellos años y su protagonista es un aviador, veterano de la Primera Guerra, que regresa a su trabajo como detective de una empresa ferroviaria. La idea de que un hombre negro pudiera ser, en aquellos años, ambas cosas, forma parte del terreno de la fantasía, la construcción de un ideal que sólo se transformaría en realidad décadas más tarde. Algo similar puede decirse del protagonista de The Girl From Chicago (1932, nuevamente Oscar Micheaux), un oficial de la agencia de seguridad de los Estados Unidos “que ha trabajado junto a Scotland Yard”, según afirma un intertítulo. El hecho de que la mayoría de estos films se presentaran en salas de cine segregadas no hace más que confirmar su estatuto de cine de nicho, un lugar en el cual verse reflejado desde una mirada propia. En The Blood of Jesus, una parábola religiosa dirigida en 1941 por Spencer Williams que incluye ateos conversos e incluso un milagro, el realizador incluye algunos pasajes musicales que se destacan como lo mejor de una película plagada de problemas técnicos y actorales (hay que recordar que la mayoría de estos films fueron realizados con presupuesto y recursos ínfimos). Hay al menos tres momentos de excepción donde el góspel, en su vertiente clásica, toma por asalto la banda de sonido y demuestra su potencia artística como género musical. En otra escena, un grupo de jazz bailable marca el ritmo mientras en la pista dos o tres parejas bailan rocanrol (o lo que hoy se considera el típico paso rocanrolero). ¡En 1941! Los films incluidos en Pioneers of African American Cinema podrán ser una cápsula del tiempo, pero también anticipan el futuro.