Alto, flaco, casi escuálido, el gesto de Julio Ramón Ribeyro en sus fotografías (muchas veces su sonrisa) se oculta detrás de una bocanada de humo. Poco se parecen a las imágenes icónicas de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez o Julio Cortázar con un gato. A pesar de su aura de actor de cine, que hubiera funcionado bien como latino de Hollywood, Ribeyro pasaba desapercibido hasta para su propia imagen. En un pasaje de su diario anota con pesar: “Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito un libro narrativo que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura. Vargas Llosa, La casa Verde; Roa Bastos, Yo el supremo; Carlos Fuentes, Terra Nostra; Goytisolo, Recuento; Donoso, El obsceno pájaro de la noche, etc. Solo yo no he producido un libro equivalente y a los 48 años no creo que lo pueda producir”.

Ribeyro era propenso a esta clase de fatalismos que convertía en motor para su escritura. Recientemente, Seix Barral distribuyó en librerías argentinas, en una edición conmemorativa por su 90 aniversario, tres libros ineludibles. Su descomunal diario La tentación del fracaso, pieza clave del genero íntimo en cualquier lengua, los cuentos reunidos en La palabra del mudo, y Prosas Apátridas, un texto que se adelantó por varios años a lo que hoy llamamos “literatura del yo”. Puestos uno al lado del otro condensan eso que Ribeyro añoraba: un saber, una técnica y una concepción del mundo y de la literatura, única e irrepetible, de uno de los escritores modernos más importantes del siglo pasado.

¿Quién fue este tipo alto y delgado, propenso a una melancolía obstinada, reservado y noctámbulo, un personaje que parece salido de un cuento periférico de Kafka? Nació en Lima, Perú, en el año 1929. Pertenecía a una familia de abogados y diplomáticos. Su padre Julio Ramón Ribeyro Bonello, un empleado de la casa Ferreyro, era de clase media, pero su familia pertenecía a la aristocracia limeña. Entre sus ancestros se contaban diplomáticos y personajes ilustres de la política peruana con una tendencia conservadora. La infancia de Julio Ramón hijo transcurrió en barrio Miraflores y se esperaba de él que continuara con el linaje y la tradición en la práctica de las leyes; de él se esperaban grandes cosas, y así lo intentó. Se anotó en la carrera de abogacía en la Pontificia Universidad Católica del Perú en el año 1946. Estudió derecho pero al poco tiempo, muy a pesar de su familia, realizó estudios en literatura hasta doctorarse.

Por aquellos años, la ciudad sufría uno de los cambios demográficos más importantes de su historia. A mediados de los años 30, producto de una profunda crisis económica, el movimiento migratorio de la sierra a la costa generó un impacto social sin precedentes. La coqueta Lima, con sus casas de tejas españolas y sus bulevares, se convertía en un epicentro convulsionado, una mezcla de clases en donde el racismo contra los “serranos” y la cultura indígena, que se desparramaba en los comercios y en los barrios de las sierras, campeaba. El modelo de escritor indigenista de José María Arguedas y Ciro Alegría se transformaba con las experiencias urbanas y la violencia callejera.

Ribeyro no fue ajeno a esos cambios. Después de sus clases en la Universidad estudiaba con parsimonia y regularidad. Por las noches, a pesar del rechazo que experimentaba, era atraído por estos cambios fascinantes. Dice en el primer diario limeño: “Estoy asqueado de la bohemia. Ayer me he codeado con la hez de la vida nocturna, he conocido de cerca al hampa de la ciudad.” El descenso a los bajos fondos le permitió a Ribeyro convertirse en un cartógrafo de la ebullición urbana. Muchos de sus cuentos retratan personajes de la clase media y media baja limeña, la escalada o el descenso de sus ambiciones dentro del proceso de modernización que sufrió esa capital sin democratización. En “Por las azoteas”, uno de los cuentos más conocidos de 1958, un chico se ratea en la escuela para saltar de techo en techo convirtiéndose en un “monarca de un reino de objetos destruidos”. En “Las botellas y los hombres”, también de 1958, un joven consigue un trabajo como junta pelotas en un club de tenis para escapar del vínculo asfixiante con su padre y abrazar secretamente su ambición de ascenso de clase. Cuando su padre se presenta en el club, los viejos códigos sociales le vuelven como una mancha reprimida: “Sin poderlo evitar, observó con más atención el aspecto de su padre. Sus codos raídos, la basta deshilachada del pantalón, adquirieron en ese momento a sus ojos una significación moral: se daba cuenta de que en Lima no se podía ser pobre, que la pobreza aquí era una espantosa mancha moral, la prueba plena de una mala reputación”.

Los personajes son incapaces de distinguir entre la realidad y la ficción, se encuentran alienados por la subsistencia en una ciudad que los repele. Como un John Cheever del suburbio limeño –salvando las enormes diferencias de contexto-, Julio Ramón Ribeyro refleja incipientemente en sus primeros cuentos estas contradicciones, en donde la anulación de la conciencia de clase se refracta en una anulación de la solidaridad social. El componente satírico en algunos cuentos funcionan como un auscultador moral. En “Vaquita Muerta”, por ejemplo, un grupo de amigos tienen que comunicarle a uno de ellos que su mujer ha muerto. Hasta que al final del relato, uno decide despachar la noticia por teléfono, para volver a sus rituales nocturnos.

El proceso urbanizador de Lima reforzó la estratificación social. Las posibilidades de desarrollar una carrera profesional como escritor parecían imposibles, y Ribeyro obtuvo una beca de nueve meses para estudiar periodismo en Madrid, en el año 1953. Inició un circuito de becas y de vida en pensiones, por lo que gran parte de su obra cuentística fue escrita en Europa. De ahí, señala Julio Ortega en la introducción a sus cuentos completos, radica la dificultad para situar su obra. en su viaje hacia el viejo continente, comenzó un largo camino hacia la introspección, la reflexión sobre la escritura, el vagabundeo por las ciudades europeas. La escritura de Ribeyro fue removiendo un terreno personal, construyendo una patria sin lugar ni tiempo. De París a Madrid, de regreso a París, pasando por Polonia y la vieja Checoslovaquia, una larga estadía en Munich y de regreso a París, las entradas de su diario retratan las contradicciones de la identidad del latinoamericano en Europa.

En ese periplo interior, por momentos doloroso y agobiante, por momentos iluminador, Ribeyro no fue tentado solamente por el fracaso, sino también por el éxito, por la plenitud laboral, por la participación política; por las amistades, las mujeres, los amores. Fue tentado por las modas literarias, e incluso, en términos formales, por el fantástico, por la ironía impiadosa. La escritura fue para Ribeyro un arte de la evasión. Siempre eligió la ambigüedad por sobre las soluciones formales, la fuga por sobre la lectura cómoda, la sugestión por sobre la exposición acelerada de los acontecimientos. Todo en Ribeyro parece llegar tarde; los finales, los personajes, los viajes; incluso el éxito. Y cuando finalmente se logra aquello que se anhela, se lo evade, se lo dinamita; se lo vuelve escritura. Anota en su diario: “Cojo un papel, leo un poco, lo archivo; cojo otro, añado una línea, lo guardo; cojo un tercero, lo rompo… y así pasa el tiempo, perdido entre mil despojos, mil ideas movedizas, y nada, nada realizado. Profesionalización del trabajo literario: nefasto”.

A diferencia de sus colegas del boom, Ribeyro no es un constructor ni un topólogo. No se trata de construir los cimientos de una casa (La casa verde de Vargas Llosa), o de configurar un espacio imaginario que establezca zonas de enlace entre la tradición latinoamericana, norteamericana y europea (Macondo o Santa María), sino de habitar esos espacios no propios. Una de las grandes preocupaciones de Ribeyro en su diario es la que persigue a todos los escritores y escritoras, ¿qué se necesita para escribir? “¿Qué cosas hay que poner en una obra para durar?”. Una y otra vez – fiel a las convenciones neuróticas del género íntimo – Ribeyro se muestra eufórico cuando logra una frase que lo convence, y al día siguiente, se asume desdichado luego de perder un día entero con la misma frase. Los dilemas cotidianos se vuelven un cerco. Las cartas que no llegan, las amantes que no contestan, el dinero que no alcanza: al igual que el diario de Kafka la enfermedad es una preocupación constante que atraviesa su escritura en estado puro. No es una escritura hipocondríaca, sino una enfermedad más sutil y metafísica; una enfermedad que tiene que ver con la identidad que se asume en el destierro.

“¿Nos gustan las ciudades por lo que son o por la gente conocemos en ellas?” se pregunta Ribeyro en el diario. Su literatura está también cargada de viajes que operan como transiciones. Es un viajero lento, rayano en la inmovilidad. Su diario funciona como un dietario de experiencias citadinas, ciudades en las que fue poco feliz: Madrid, Lima, Paris, Múnich. La aventura de Ribeyro es poco heroica, y ante cada nueva ciudad que lo aloja se abre una zona de conflicto y ambigüedad. La experiencia errante por Europa se adelanta muchos años a los movimientos sombríos de los personajes de Bolaño en Los Detectives Salvajes. Pero si Arturo Belano y Ulises Lima viajaban lentamente hacia su disolución para dar espacio a la memoria de una voz colectiva, lo que desaparece en Ribeyro es la materialidad del espacio para dar lugar a visiones de un paisaje abstracto. El desencanto en Ribeyro no se relaciona con el fracaso político de una generación. Es una errancia impulsada por una necesidad vital siempre al borde de la desidia y la desventura. Las preguntas que inquietan a Ribeyro – y a sus lectores – son de difícil resolución, señala Ortega: “Tienen que ver con el lenguaje que asume un mundo que dice como un objeto insuficiente al decir mismo”.

Ese lenguaje es, según señala Enrique Vila-Matas en su prólogo a La Tentación del Fracaso, un viaje que busca disolverse “en un mundo de paisajes tan abstractos como inciertos, y escapar así tanto del relato sombrío de su vida como del recuento del universo de los otros. Al fin de cuentas, seguramente se descansa mejor perdiéndose uno en un mundo sigiloso y sereno, sin personajes.” ¿No es esa la condición de un apátrida? ¿La ambición que Gustave Flaubert volcó en sus ansiosas cartas a Louise Colet de escribir un libro “sobre nada”? En Prosas apátridas Ribeyro logra el cometido flaubertiano: un libro peregrino, cuyos textos no encontraron lugar en otros libros, y terminaron agrupados bajo un mismo concepto: el acto de mirar como una forma de disolución en un paisaje ajeno.

 

En esa serie de bellos fragmentos, en donde Ribeyro desliza leves observaciones sobre los trenes, las mujeres, la vida en el exterior, ventanas y más ventanas, el escritor limeño se va librando de las ataduras; de la obligación del éxito literario, de la carga de los personajes, de la obsesión por la forma literaria, para construir un relato que es pura voz. O como señala él mismo: “yo no tengo un estilo: tengo solo una tonada. Y lo importante no es ser cuentista, novelista, ensayista o dramaturgo, sino simplemente escritor”.

>Unos fragmentos del diario La tentación del fracaso

Escritura y creación

Escribir no es un acto continuo. Generalmente va acompañado de largos intervalos de distracción durante las cuales se hacen dibujitos al margen del papel, se enciende un cigarrillo, se mira por la ventana, se piensa en cosas que no tienen nada que ver con literatura. Por esta razón, si a las ocho de la mañana nos sentamos en nuestra mesa de trabajo y a las ocho de la noche no hemos escrito una página, no puede decirse que hemos tardado doce horas en escribirla. Es necesario deducir de este tiempo todas las pausas enunciadas.

Pero todas las pausas han sido importantes porque forman parte del tiempo de la creación. Creación y escritura son dos actos diferentes, entre los cuales no existe una relación de necesidad sino una relación convencional. La verdadera creación se efectúa al nivel de la inteligencia pura y la escritura no es sino el signo que la transporta al mundo sensible, le da fijeza y curso obligatorio. La escritura es el signo visible y universal de un proceso invisible y personal. Un creador no es forzosamente un escritor. Existen, sin duda, creadores incapaces de expresarse. Un creador es aquel que ha encontrado el correlato perceptible de su proceso interior.

Este fenómeno no es tan simple. Entre creación y escritura hay interdependencia. En la mayoría de los casos la escritura no solo es la traducción simbólica de la creación, sino que a su vez opera sobre ella, hasta el punto de convertirla en una consecuencia de la escritura. Las nociones de ritmo, de consonancia, de armonía, de aliteración, reactúan desde el plano del signo y condicionan la marcha de la creación. Cuando este condicionamiento se convierte en predominio caemos en lo que se llama “formalismo”. (revisar)

La noche

¿Quién conoce mi faceta de animal nocturno? Cuántas veces en mi cuarto, estando ocupado en alguna lectura, he sentido penetrar por las ventanas, por las rendijas de la puerta, el llamado de la noche. Ponerse el abrigo y comenzar a caminar. Pequeñas luces, cielos opacos o estrellados, gente que sale lavada, peinada, en busca de placer. Estaciones en los bares, sin precipitación, bebiendo a pausas un trago fino, mirando, pensando, sintiendo operarse la transfiguración… De pronto ya somos otro: una de nuestras cien personalidades muertas o rechazadas nos ocupa. Nuestro cuerpo la portará, la soportará hasta el alba. Luego la enterraré en alguna mala cama de hotel, en la última copa que no debió nunca venir. Rostros de mujer, bellas cortesanas, besos pagados, comedia del amor, mis largas, mis incontables noches de bebedor anónimo en Europa, qué cosas me han enseñado.

¿Por qué escribo?

Escribo porque el placer que me produce el acto de escribir es de una calidad tan especial que no puedo compararlo con ningún otro que pueda ofrecerme la vida. Bien entendido, no se trata de un placer físico, y justamente lo que no sé es en qué plano de nuestra sensibilidad se da este placer. Biológicamente, escribir me daña: fumo demasiado, muchas veces bebo, se me entumecen los dedos, me arden los músculos del cuello, y siento todos los síntomas de la tortura. Pero todo esto va acompañado paralelamente de un gozo tan singular que podría hablarse casi de un caso de masoquismo si es que no fuera más justo invocar el ejemplo de los místicos que se disciplinan. Lejos de mi sin embargo darle al acto de escribir un carácter sacral o religioso. Pero sí sostengo que escribir es una inmolación consciente y razonada que el escritor – el verdadero – hace de su tiempo, de su salud, de sus intereses materiales, de su vida, en suma, para crear un orden de palabras que lo satisfaga. ¿Qué es escribir si no inventar un autor a la medida de nuestro gusto?

Diario

 

Relectura de mi diario, un poco a vuelo de pájaro deteniéndome aquí y allá. Empecé por el cuaderno más viejo: el del año 1950. Hace algún tiempo destruí los de los años 47, 48 y 49 que estaban dedicados en su mayor parte a comentar los libros que leía. El cuaderno del 50 es casi ilegible, salvo cuatro o cinco páginas que no he tarjado. El cuaderno verde de Paris es interesante, pero tiene mucha basura. El cuaderno verde de Munich es flojo. Las páginas de Mortsel están mejor. Solo entonces comencé a darme cuenta de que el diario formaba parte de mi obra y no solamente de mi vida. Los mejores son los diarios de Berlín y de Lima a mi regreso. En ellos creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo apretado, expresivo que interesa no solamente como testimonio sino también como literatura. Si continúo por el mismo camino creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más importante de mis obras. Esto no me alegra, ciertamente.