EL CUENTO POR SU AUTOR

"El Bulldog" fue originalmente publicado como cuento en el libro Mañana solo habrá pasado. Surgió casi simultáneamente a la necesidad de querer saber sobre la vida de mi padre, más allá de lo que han querido contarme o pude averiguar a partir de testigos directos, en ocasiones silenciados, o eventualmente apartados para que fuera posible imponer una sola versión de algunos hechos. Tal vez porque nadie elige tan deliberadamente su pasado como cuando tiene la obligación de criar a un niño, pasan los años y son los hijos quienes sienten la urgencia de desentrañar los papeles que esconden la trama secreta, como si realmente fuera cierto que somos los hijos quienes debemos afrontar la amarga tarea de revisar y cerrar la historia de nuestros padres para dar comienzo a la propia sin tantos agujeros colmados de silencios. El problema surge cuando no hay relato y solo queda la memoria fraccionada en pequeños retazos, instantes como fotografías destrozadas en un ataque de angustia, recuerdos de la infancia que no hay modo de cotejar con otros y cargan con el peso de la sospecha, tan difusos por culpa del paso de los años. En momentos así nace la literatura, por lo menos en mí.

EL BULLDOG

(A mi padre)

Cuando Cora está transitando su octavo mes de embarazo, Nogán aparece una mañana con un cachorro, un salchicha, como se le suele llamar a esa raza, para que le haga compañía durante las noches. Desde que se casaron viven en el departamento que Nogán compró siendo soltero; un ambiente luminoso y amplio con un balcón cuya vista domina en una hermosa perspectiva gran parte del Jardín Botánico. Cora pasa la mayor parte del tiempo sola, porque su marido trabaja entre doce y catorce horas diarias para un grupo de socios españoles que tienen una cadena de bares, restaurantes y cervecerías.

Roberto Nogán nació en Villa Paranacito, Entre Ríos. Es alto y robusto. Suele decir que aprendió a vestirse imitando a sus clientes. Cuando lo necesita es capaz de quitarle una sonrisa a un maniquí; pero, al mismo tiempo, puede resultar frío y distante. Hijo menor de cinco hermanos, a los dieciséis años se escapó de su casa con algo de dinero que le dio su hermano mayor y se fue a vivir a Buenos Aires. Su mitología personal comienza la mañana misma en que despegó un papel en la puerta de un bar donde se solicitaba cubrir un puesto de lavacopas. Pronto dio muestras de algo más que un temperamento adecuado para ese tipo de trabajo y lo ascendieron a mozo mostrador, luego a mozo franquero y, más tarde, obtuvo una plaza propia. Al cabo de algunos años, fue cajero; más tarde, encargado de turno y, finalmente, gerente. A los treinta y nueve años tiene su propio departamento, un auto, una joven esposa, el puesto de Levantador y el nada original pero rotundo apodo de El Bulldog.

En la jerga de aquel círculo gastronómico, el Levantador es el tipo a quien la Comisión Directiva envía a un determinado negocio con sospechas de robo.

–Nos están metiendo la mano en la lata –dicen los jefes.

Sin embargo, no mandan a su Bulldog enseguida. Tardan los meses que necesitan para cotejar las facturas, reunir las pruebas y dejar que los sospechosos junten felices la cantidad de dinero suficiente como concepto de su propia indemnización.

Una breve reunión con los altos jefes y Nogán sale de aquella oficina hecho una tromba con un informe detallado sobre la actividad laboral, familiar y hasta íntima de los empleados.

Listo para actuar.

Nogán es consciente de que durante muchos años fue un hombre temido: no tanto por lo que era, sino por lo que llegó a representar.

El Bulldog llega al restaurante a la hora de mayor trabajo y busca una mesa dentro de la parcela que suelen tener los mozos con antigüedad. Conoce bien el orden jerárquico de los salones. Elige el plato más sofisticado del menú y observa. Nada más. Cuando el encargado lo reconoce, Nogán se pone de pie y se abrocha un botón de su saco. Es un hombre a quien no le tiemblan las manos; pero sudan mucho.

–Estoy de paso –dice sonriendo.

Así corta todo asomo de conversación para enseguida sentarse y hacer lo que verdaderamente le interesa: verlos trabajar.

Al igual que uno de esos solitarios que cenan con la mirada clavada en sus propios pensamientos, El Bulldog observa cada uno de los movimientos de los mozos (sus maneras de sostener la bandeja, preparar o cerrar una mesa y cobrar); incluso, la forma en que se paran cuando aún no se levanta ninguna mano solícita. No necesita mirar el reloj para medir lo que tarda un plato en ser cantado en la caja: lleva el ritmo en la sangre. Es un director de orquesta que no precisa demasiado para descubrir cuál instrumento está desafinado. Es un director técnico que lleva la cancha dibujada sobre la retina: el equipo comenzará a fallar de manera espontánea, a mostrar sus fisuras y su falta de coordinación. Dentro de una hora, ya no serán un equipo: el capitán, apostado detrás de la caja, se desdibujará lenta, gradualmente. Algún que otro cliente comenzará a quejarse por la tardanza que lleva su pedido.

En situaciones de mayor tensión, aflora un costado muy interesante de la personalidad de la gente, sus miserias y fantasmas se hacen tan evidentes como la respiración dentro de la oscuridad silenciosa de un cuarto. La presencia del Levantador comienza a generar los primeros síntomas de nerviosismo y paranoia. En la cocina, corrió como un reguero de pólvora la noticia de que se encuentra cenando en el salón. Siempre a quien se excita con la autoridad y el miedo. Y aparece la historia, acaso una leyenda potenciada año tras año hasta alcanzar la dimensión de un mito. La noche misma en que El Bulldog, en un ataque de furia sin precedentes, hizo tambalear la puerta de doble hoja y entró como un cowboy en la cocina para despedir al chef y a sus ayudantes con una palabra, o tal vez fue un gesto; lo cierto es que aquel sábado y con un salón repleto, El Bulldog se quitó la camisa y se colgó el delantal para cocinar sin ayuda de nadie cada uno de los cien platos solicitados.Una verdadera máquina de cocinar. Algo jamás visto.

Ahora el Bulldog mira fijamente hacia la barra como un animal que ya eligió a su presa. Terminó de cenar. Son cerca de las once de la noche. En unos minutos, irá a la máquina de café para prepararse un cortado. Sosteniendo la taza con el pulso firme, beberá de a pequeños sorbos, parado detrás del cajero con la naturalidad de quien mira llover o sigue de a ratos un partido de fútbol en una televisión sin volumen. Cuando termine su cortado, algo (corporalmente) cambiará en El Bulldog –un paso más hacia adelante– y modificará (corporalmente) al encargado cuando sienta la presencia del Bulldog –demasiado cerca– detrás de su nuca. El encargado siente la respiración del Bulldog a un costado de su oreja. Tiene casi seis horas por delante. Durante todo ese tiempo, El Bulldog podría quedarse parado a su lado, siguiendo cada uno de sus movimientos como una mala conciencia.

Suena el teléfono.

El encargado abandona su lugar (siente la nuca tensa, un dolor insoportable de cabeza) para atender el teléfono. Levanta el tubo: su voz sale distinta a la que tenía retenida en sus pensamientos:

–Beer House, buenas noches. Hola. Beer House, buenas noches…

Nadie responde. Todo está sincronizado. Una jugada preparada. El Bulldog ocupó el lugar del encargado y está registrando los pedidos, tirando tickets uno tras otro sin mirar a los mozos. El encargado lleva más de diez años en la empresa. Sin embargo, pareciera que un simple movimiento de enroque bastó para convertirlo en un aprendiz de cajero, inseguro y tímido. El encargado está parado en la línea de fuego y no sabe qué hacer con sus manos. El silencio genera un hueco de desprecio entre los dos hombres. El Bulldog lo dejó en la cancha custodiando una permanente posición de orsay: un testigo privilegiado del juego para que se mire a sí mismo hasta que su propio cuerpo le resulte intolerable. ¿Qué se supone que debe hacer el encargado? ¿Quedarse quieto a un lado del Bulldog? ¿Ayudar al mozo mostrador a despachar las bebidas y preparar los cafés? No lo sabe. El Bulldog no le habla, tampoco lo mira durante esos largos minutos en los que parece quedar todo en suspenso, sin ningún plato que registrar. Es el momento en que el encargado quisiera que acabe de una vez por todas el suplicio. Se siente agotado de mirar y fingir concentración. Suda. Siente puntadas en los ojos. Si el Bulldog lo mandara al vestuario ahora mismo… Pero no, primero tiene que perder por completo la noción del tiempo. Embriagado en sus propios pensamientos, el encargado no podrá razonar con claridad cuando escuche que ya es hora de cerrar.

Una campana: los doce rounds han concluido. Desde la mitad de la pelea, una toalla blanca fue deliberadamente ignorada a un costado del ring. Detrás de los últimos clientes, comienzan a recostarse las sillas sobre las mesas. Los empleados de cocina (exceptuando al chef, que se va a tomar todo su tiempo para ducharse en el vestuario) están baldeando el piso detrás de la puerta de doble hoja, en silencio. No hay música ni bromas, como suele suceder en cada cierre. La tensión degeneró en miedo. El Bulldog va hacia la puerta del restaurante y pasa dos vueltas de llave. La claridad del nuevo día comienza a entrar por las ventanas mientras termina de hacer el arqueo de caja. Exceptuando al encargado que sigue parado en el mismo lugar, el resto de los empleados (incluido el chef) ya están vestidos de civiles; lo más nuevos tienen sus bolsos colgados de un solo hombro. El resto sabe que perderán su horario de tren. Conocen el procedimiento cuando las cosas llegaron a este punto. Se miran con desconfianza y hasta con cierto arrepentimiento en algunos casos, como quien guarda un secreto por haber visto o escuchado algo que no debía. Todos menos el chef, que está tranquilo porque es el buchón de Nogán, El Bulldog, el hombre que ahora elige una mesa lo suficientemente bien ubicada como para que todos lo puedan ver conversando. Sobre todo a uno. El encargado se quiebra en llanto sobre su taza de café, como un niño grande y arrepentido. Menciona a su mujer y a sus dos hijas adolescentes. Tiene cincuenta y dos años. Dio la vida por la empresa. El Bulldog finge con su cucharita que hay azúcar como barro caliente metido bien al fondo de su pocillo. Mira al encargado como desde lejos. Escucha. No es cierto lo que dicen… Aunque quizás sí se equivocó alguna vez. Todos los hombres cometen errores, ¿o no? Una segunda oportunidad no se le niega a nadie. El Bulldog lo interrumpe y dice que, si lo desea, puede fumar. Al encargado le tiemblan las manos cuando acepta un cigarrillo. El primer cigarrillo del paquete abierto del Bulldog que nunca fumó en su vida. Al lado de una de las tazas, hay una hoja en blanco y una lapicera. Por supuesto, el Bulldog sabe que Cardozo dio la vida por la empresa. ¿Acaso no fue él mismo quien lo promovió a encargado de turno? Cardozo, querido. La confianza es fundamental. Sos bueno trabajando, eso es innegable. Los empleados te quieren. Y eso es muy importante para nosotros, también. El Bulldog agrega que lo admira mucho a Cardozo y que, últimamente, había pensado en ofrecerle una gerencia. El encargado hace el gesto de buscar un cenicero y El Bulldog le ofrece su taza de café, prácticamente vacía. Una sonrisa débil del Bulldog basta para que Cardozo se relaje un instante. Quizás no está todo perdido y este buen hombre le dará una oportunidad, pareciera pensar Cardozo. Todo el mundo sabe que es impecable trabajando. Impecable, en todos los sentidos, salvo en uno. Pero todo el mundo comete errores. Lo importante es aceptar los errores y seguir adelante. ¿No creía eso, Cardozo? Por supuesto que sí. Al Bulldog, le había alcanzado verlo trabajar una vez para darse cuenta de que tenía un talento innato para el rubro gastronómico.El Bulldog dice que todo el mundo tiene derecho a cometer errores y que está convencido de que encontrará una segunda oportunidad en alguna otra empresa. De hecho, puede estar completamente seguro de que, apenas alguien le pida una recomendación, dará su nombre: Miguel Cardozo. Un gran encargado, sin duda. No, por favor. El Bulldog dice que no hay nada que agradecer. Nadie es Dios para juzgar. Lo importante, como le decía, es mirar hacia delante. Y en cuanto a los errores…. Hay que aceptarlos.

El Bulldog desliza la hoja en blanco y le da la lapicera a Cardozo pidiéndole que anote la cifra. ¿Cómo qué cifra? El Bulldog habla de un número tentativo, no tiene que ser exacto. Cardozo dice que no se acuerda de una cifra exacta. El Bulldog le pregunta a Cardozo si quiere tomar otro café. Dice, el Bulldog, que él sí quiere tomar otro café y que, lo que más quiere, mejor dicho, lo que necesita es que cuando vuelva a la mesa con su café… ¿Seguro que no quiere otro? El Bulldog dice que, en ese papel, debe estar la cantidad de dinero que Cardozo juntó con esa equivocación que tuvo durante tanto tiempo, ¿se entiende? El Bulldog se levanta y camina hacia la máquina de café, no sin antes mirar hacia la puerta de doble hoja. Cuando regresa a la mesa, El Bulldog mira la cantidad que Cardozo escribió con su letra infantil y, después de darle un sorbo largo al café, le dice a Cardozo, mirándolo a los ojos, que esa no es la cifra. ¿No debería concentrarse y hacer un esfuerzo para aclarar todo esto? El Bulldog está convencido de que sería terrible tener que elevar sus papeles a los abogados de la empresa. Cardozo debería pensar en su mujer y en sus hijas. Aclarar todo esto ahora lo beneficiaria. ¿Cardozo entiende que podría ir preso? El Bulldog toma la lapicera y con dos líneas, tacha la cifra que había escrito Cardozo. Se miran. Al Bulldog le llama la atención cómo puede temblar tanto el mentón de un hombre. Cardozo escribe otra cifra y dice que puede devolver el dinero mañana mismo. Y, enseguida, envuelto en un extraño entusiasmo, dice que, si le dieran una oportunidad, podría trabajar de mozo doble turno. ¿Todavía los gallegos tienen esos bodegones cerca de la estación Chacarita? El Bulldog detiene su mirada en la cifra nueva que escribió Cardozo y estampa su firma al pie derecho de la hoja. Luego, mira el reloj que está detrás de la barra y le dice cuánto tiempo falta para que la oficina del Correo abra sus puertas. Y que, por favor, antes de irse, le traiga la copia del telegrama de renuncia. La cantidad de dinero que escribió en la hoja va en concepto de su indemnización. Otra cosa más: no quiere volver a verlo en ninguno de los boliches de la empresa.

No es fácil custodiar un negocio donde la comida y el dinero están tan cerca de las manos.

La segunda etapa del trabajo del Bulldog consiste en hacer un stock completo de todo lo que hay dentro del restaurante (desde las sillas hasta la última aceituna), mientras espera al nuevo encargado que le envían de la Oficina Central para entrenarlo y reinventar la lógica de servicio a fin de capturar nuevos clientes. Una vez que el negocio está funcionando como es debido, una nueva llamada telefónica de los jefes vuelve a poner en funcionamiento la tarea del Levantador.