Liliana Pellegrino estuvo secuestrada un tiempo en la ESMA y otro en su casa, luego de que los represores de ese centro clandestino la "liberaran" bajo vigilancia. En febrero de 1980, la pasaron a buscar y la llevaron junto con sus hijos, que entonces eran bebés, a pasar el día a la quinta de Pacheco ahora identificada como casa operativa de aquel centro clandestino de la Armada. En diálogo con PáginaI12, dice que algunas cosas de esa quinta no recuerda, pero otras que “nunca” olvidó. Muchas, “se volvieron vívidas” cuando les puso nombre y apellido a una pareja de compañeros militantes de Montoneros a quienes ella no conocía y que se cruzó aquel día en la quinta. Durante 40 años, los jóvenes siempre fueron "el Pata y la Gringa": "Recién cuando oí a Víctor Basterra hablar de Jorge Pared y Sara Ponti con esos sobrenombres, y entonces busqué sus fotos en internet, pude reconocerlos como la pareja que estaba sentada debajo del árbol grande en aquella quinta", apuntó. "Reconocer las caras de los compañeros, ponerles el nombre y apellido a esos apodos, fue como haber encendido la luz de mi memoria."

Aquel día de febrero de 1980 no era la primera vez que la llamaban de la ESMA para darle órdenes. Hacía casi un año que había dejado ese centro clandestino, donde aún permanecía su entonces compañero, pero permanecía vigilada por los represores. “A veces traían a Carlos (Lordkipanidse) algunas horas (a la casa de los padres, donde ella y sus hijos vivían), a veces me llamaban por teléfono, a veces venían y hablaban con mis padres y conmigo”, contó. En enero la fueron a buscar y la llevaron a la ESMA para festejar su cumpleaños junto con el de Luis D’Imperio, el último jefe de ese chupadero.

--Esa vez me llaman y me dicen que me prepare con mis hijos, que va a venir Carlos y vamos a ir a un lugar a pasar el día. Rodolfo y María, de aproximadamente dos años y medio y uno y medio, vendrían con nosotros. Nos vinieron a buscar. Yo no entendía nada.

--¿Intentó preguntar a quien la llamó?

--Sí, me dijeron que íbamos a disfrutar del día. Indagué sobre la ropa que debía ponerles a mis hijos, como para saber un poco más. Yo pensé que me estaban secuestrando de nuevo, ahora con los nenes. La realidad es que nosotros debíamos estar siempre a disposición de ellos, porque ellos tenían la impunidad de hacer lo que quisieran con nosotros, eran nuestros dueños. Llegaron en dos autos. En uno, estaban Carlos y (Ricardo “Sérpico”) Cavallo. En otro, Alejandro Firpo (otro militante secuestrado), en el que iban a llevar a su compañera Betti (Blanca) de Firmo. Para mí era un Falcon, pero la realidad es que todos los autos de entonces para mí lo eran. Cuando lo ví a Carlos me dice que me quede tranquila, que todo iba a estar bien.

--¿Qué recuerda de aquel día, del lugar?

--Hubo características de ese día que nunca olvidé y otras que no recuerdo. Lo que sí recuerdo es la gente, los compañeros secuestrados que ví. La pileta, la forma de la casa. Llegamos a eso del mediodía, mis nenes querían pileta, pero como eran chicos si yo no me metía no podían estar. Yo recuerdo que estaba nerviosa porque había gente que conocía, como a Firpo, pero otra que no. Entre ellos, estos dos compañeros que vi sentados bajo el árbol grande que estaba a la izquierda de la piscina. Me siento con ellos, de alguna manera me dicen que son el Pata y la Gringa, no recuerdo si me lo dijeron ellos o fue Carlos. No hablamos nada más, recuerdo que ella me miraba muy fijo, me dio a entender que se sentía muy mal. Sentía desconfianza hacia mí. Y claro, cómo no, si yo venía de afuera, si no estaba en la ESMA. Supongo que eso les pasaba.

--¿No logró hablar con ellos?

--En un momento, el Pata afloja y me pregunta qué me parecía todo eso a mí. Le dije que no confiaba en ellos, que ellos hacían lo que se les daba la gana con nosotros, conmigo, con mis hijos. No me contestó. Entonces pasó la escena de la vaca, que muchos compañeros recuerdan.

--¿Cuál?

--La zona era de descampado, era todo campo alrededor de la quinta. En una de esas aparece una vaca, a la que el Gordo Tomás (Rodolfo Cionchi) le pega con un arma, como arriándola, y grita “camine monta”, una burla, ironía, hacia la agrupación Montoneros, que integrábamos. Lo miramos, y él se ríe mirándonos. No recuerdo qué hicimos. Sé que miramos. Me levanté y dije que iba a cambiar a los chicos. Cuando entré a la quinta casi me muero: ahí estaban mi televisor y mi heladera, que me robaron cuando me secuestraron. El tele era un viejo Philips de madera y la heladera una Siam. Y cuando entro al dormitorio fue un shock porque estaban todos los muebles de mis hijos, las cunas, cajoneras. Carlos me calmó. Trataba de que pasara el momento, porque la realidad era que no teníamos ninguna chance de salir de ahí, de increparlos, de insultarlos. De nada. No teníamos chance de nada y él menos, si estaba adentro de la ESMA (Lordkipanidse fue liberado en 1981).

--¿Cree que se lo hicieron a propósito?

--Creo que ni sabían que esas cosas me pertenecían. Le robaron a tantos… Después recuerdo que estuve con el Grupo Villaflor. Josefina Villaflor, su marido; Elsa, Enrique Ardeti, Pablo Lepíscopo. Estaban sentados alrededor de una mesa, afuera. También estaba Betty (Firpo) Hablábamos tonterías a propósito, porque de tanto en tanto pasaban ellos (los represores), que permanentemente nos observaban, nos escuchaban e incluso interactuaban con nosotros. Pero en un momento, se alejaron y los del grupo nos preguntan a Betty y a mí si el hecho de que los dejaran hablar por teléfono con sus familias, visitar a sus hijos, era una buena señal. Les dije que ellos decidían sobre la vida y la muerte de nosotros cuando ellos se les daba la gana, pero que quizá sí. Hoy toda esa gente ya no existe. El Pata y la Gringa tampoco. Es una crueldad enorme lo que hicieron con ellos, no tienen palabras.

Liliana no recuerda más. No recuerda que comieron ni a qué hora regresaron. Al tiempo, cuando pudo, se fue a Suecia, donde aún vive. Viaja cada tanto a Argentina, en donde permanece unos meses de visita. Antes de que viajara a fines de 2019, la contactó el periodista Fernando Tebele para enviarle unas fotos de la quinta de Pacheco.

--Me preguntó si había estado ahí, quería que fuera a reconocerla. Se las mostré a Daniel Oviedo (otro sobreviviente) y la reconoció enseguida. Me dieron ganas, pero más me dieron cuando, ya en Argentina, oí a Victor (Basterra, último sobreviviente en salir con vida del centro clandestino) declarar en el juicio por los crímenes de la Contraofensiva contar sobre el Pata y la Gringa. Los nombró, Jorge, Sara. Cuando volví de la audiencia los busqué por internet y me dí cuenta de que eran los compañeros que ví recostados abajo de ese árbol. Ellos habían venido en la primera contraofensiva, fueron secuestrados en noviembre de 1979 y desaparecidos junto con el grupo Villaflor en marzo del 80, pocas semanas después de haberlos visto en esa quinta. Con más razón entonces quería verla.

--¿La reconoció de inmediato?

--Ver el árbol fue impactante. Cuando me acerqué al portón, sin observar hacia el interior, le dije a Fernando que a la izquierda de la piscina había un árbol imponente. No una palmera, un árbol grueso. Él se fue a distraer a una persona que salía de la quinta mientras yo me asomé y entonces lo ví. Volví a los gritos “es, es”. Fernando me miró como para decirme que disimulara. “Es hermoso ese árbol”, le dije. Después reconocí otras cosas. Empecé a recordar cómo entré a la quinta, qué hice con los chicos, a qué sector de la piscina me acerqué. Reconozco el porche, la puerta del costado de la casa y la piscina.

--¿Fue importante para usted encontrar el lugar?

--Por supuesto. Nuestros testimonios sirven para mostrar y desear que cuando esto se ventile en la Justicia sirva para condenar. Y para construir memoria y verdad. Pero, en lo personal, es muy importante no olvidarme de ninguno de los compañeros que yo he visto. Tengo, desde que nos pasó aquello, que saber sus nombres, cuando estuvieron vivos, testimoniarlos. Vivo tratando de recordarlos. Se los debo.