El síndrome Bartleby –diagnosticado por el escritor español Enrique Vila-Mata a partir del personaje de Herman Melville–, esa máscara que se pusieron muchos escritores para intentar demostrar que escribir no es lo más importante del mundo, vuelve para confirmar que hay una estirpe literaria que reescribe, en otros términos, esa especie de estribillo condensado en la contestación “preferiría no hacerlo”. A Katsikas, personaje que da título al libro de cuentos Katsikas de Pedro B. Rey, publicado por la nueva editorial Leteo (ver aparte) con dibujos del artista Eduardo Stupía, escribir no le gusta nada. Aunque lo considera una “pérdida de tiempo, otra labor milenaria destinada a la extinción inevitable”, escribe para dejar entre paréntesis el cerco mental. Este personaje, que aparece en tres cuentos de los cinco que tiene el libro, en el pasado fue un traductor autodidacta y narrador de cuentos de ciencia ficción científica, que aspira a convertirse en biógrafo de Dédalo Giorgione, un pintor cuya mayor virtud es su capacidad camaleónica: mutó del surrealismo a la abstracción más  acérrima.

En Rey (Buenos Aires, 1967) se percibe la potencia de una narración que extrema el cuidado de la musicalidad de las palabras –al punto de generar una cadencia que produce un encantamiento singular entre el tiempo y el fraseo– que le viene de su zona de exploración más íntima: la poesía. Pero también algo del oído agudo del traductor de autores como J. D. Salinger, James Sallis, Antonin Artaud, Edmond Jabès y Frank O’Hara, entre otros, se despliega en las páginas de su último libro. Aunque sólo publicó el poemario Trascripciones y translaciones y los cuentos Círculo vicioso, se adivina que en sus archivos hay numerosos poemas y relatos que esperan que el tribunal exigente del escritor no los condene a la invisibilidad del inédito y puedan ser editados. “Katsikas es un escritor que escribe más por inercia. Kafka decía algo por el estilo en sus Diarios con esa cosa de no publicar o de publicar muy poco. Será un residuo kafkiano que tenemos todos. El personaje surgió un poco por acumulación y otro poco por casualidad. Cuando me pongo a escribir o a imaginar algo, lo que menos me importa es el personaje y lo que me doy cuenta, después de escribir, es que va imantándose alrededor de algo. Yo les pasé a los editores tres relatos donde estaba Katsikas y después me pidieron dos más. Pero seguir con el mismo personaje me iba a resultar un poco aburrido o abusivo”, cuenta el escritor, periodista y traductor en la entrevista con PáginaI12.

–¿Por qué Katsikas es traductor?

–Eso son los detalles más personales. Cuando escribís, vas metiendo pequeñas memorias. Que traduzca sus propios cuentos es un homenaje al espíritu de la ciencia ficción -ahora que está el libro de Roberto Bolaño parece que lo dijera por él-, un homenaje a la revista El Péndulo y el espíritu que tenía de hacer cosas que no les iban a rendir necesariamente nada. En Estados Unidos, por pobre que haya sido Philip K.Dick, por mucho que se tuviera que encerrar tres semanas a escribir para cobrar sus cuentos, por lo menos se los pagaban. Por eso aparecen las revistas del exterior en las que Katsikas publica. El personaje escribe porque no le queda más remedio. Escribir ciencia ficción en los años 60 en la Argentina, sospecho yo, era raro porque la Argentina de entonces estaba en otra cosa: estaba en la vanguardia más ditellesca o estaba en el realismo.

–Katsikas y Giorgione son personajes anacrónicos que intentan vivir el arte de una manera que ya no es tan frecuente, ¿no?

–Giorgione es un poco más torturado. El mundo de la plástica me fascina. Del Giorgone original, que hizo el famoso cuadro La tempestad, se sabe muy poco y hay pocas obras porque, si no recuerdo mal, fue poco productivo. Me gustan los escritores y pintores pocos productivos (risas). Los personajes son vagamente anacrónicos. Este tipo de personajes hoy existen, lo que pasa es que no están en la línea de mayor visibilidad. A veces pasa que se quiere ser algo antes de serlo. Yo me acuerdo de algo muy raro de Borges. Una vez encontré una entrevista que le hizo un pintor portorriqueño, que fue a la Biblioteca Nacional a hacerle un retrato. Después lo entrevistó en los 70 y yo leí esa entrevista en la revista Quimera, a mediados de los 80. Y le preguntó por (Julio) Cortázar y (Gabriel) García Márquez, que en los 70 estaban en pleno auge por el boom. Borges, con su malignidad habitual, decía que son “muy profesionales” y dan muchas entrevistas, pero que en su época tenían la idea de que un escritor tenía que ser más o menos secreto y cultivar un mito. Hoy se cultivan mitos a patadas. Pero me refiero a la idea del secreto, no en el sentido de andar escondiendo cosas, sino en darle tiempo al tiempo. Yo creo que ese tipo de escritor va a volver. Y, bien o mal, aunque no crea que la literatura dice algo en el sentido clásico, algo dice. Aunque no quiera. Y sí creo que lo que se escribe –porque literatura es una palabra muy rimbombante– tiene que durar. A veces leo libros que están muy buenos, y que son perfectamente válidos, pero que me pregunto: en tres años, ¿qué voy a decir de esto?

–¿Durar o trascender?

–Y a la larga eso sería trascendencia, pero no me animo a pensarlo tanto así.

–Quizá el sistema de publicación editorial hoy revela que no tiene como valor publicar libros que duren o que trasciendan...

–Desde el punto de vista de las editoriales, en términos modernos, quizá nunca buscó de verdad que los libros perduren.

–Pero cuando Emecé publicaba a Borges, ¿sabía que esa obra iba a trascender?

–Es posible, pero Borges tenía prestigio, sea lo que signifique el prestigio. El prestigio quizá era eso: hay un escritor que se llama Borges y aunque no lo leímos, sabemos que es muy bueno. Eso hoy no existe tanto o existe en menor grado. (Juan José) Saer era un escritor con prestigio, vendía relativamente poco, tenía su grupo de lectores, pero mi mamá no lo conoce a Saer y a Borges sí. Si leemos hoy a (Marcel) Proust no es sólo porque hizo algo con la novela psicológica y la llevó al extremo, sino porque en ese gesto y en lo que se cuenta ahí hay algo formidable que supera a todo lo demás. Proust manejaba el secreto, escribió unas 400 o 500 páginas de una novela. Jean Santeuil, que es casi el primer intento de hacer En busca del tiempo perdido, que después abandonó. Más allá de que escribía los Pastiches et mélanges –y supongo que sus amigos sabrían que escribía– hacía lo que tenía que hacer y se aguantaba lo que fuera. En sus biografías se cuenta que cuando iba a las fiestas hacía como que no era homosexual y contaba chistes homófobos. Proust, que era un neurótico de primer orden y debía tener su malignidad, me cae tremendamente simpático, además de que es un escritor increíble. La trascendencia sería pensar que uno quiere cambiar la literatura o que quiere cambiar las reglas del arte, pero yo me refiero a que como lector busco libros que perduren. Más allá de que puedo leer cualquier cosa y leo mucho periodismo que ahora tiene pretensiones de trascendencia (risas).

–También aparece en Katsikas otro escritor “periférico” o menor, Lérmontov. 

–(Mijaíl) Lérmontov era uno de los grandes del romanticismo ruso, lo que pasa es que tenés a (Alexander) Pushkin ahí, que escribió muchísimo más y publicó el Eugenio Oneguin, que es una obra maestra impresionante. Yo no lo considero tan menor a Lérmontov, pero debe ser porque me gusta mucho. Para nuestra tradición, es cierto que es menor. El Lermontov de mi cuento –que se escribe sin acento– muere en un duelo bastante distinto, pero muere en un duelo, como el Lérmontov original. El personaje tiene un espíritu romántico pero más punk, que es lo que tenía Mijaíl. El romanticismo es una cosa muy extrema y de no future con una supuesta idea de trascendencia: Novalis con la noche y la oscuridad, pero en algunos casos como el de Lérmontov es asco contra la sociedad. Y los personajes de mi libro tienen algo de eso. 

–“Escribir le parece un acto sobrevalorado, pero producir algo, lo que sea, siguiendo la ley del mínimo esfuerzo, tiene, a su entender, algo satisfactorio”, se lee en uno de los relatos. ¿Suscribiría esta frase?

–Sí, excepto por la ley del mínimo esfuerzo (risas). El mínimo esfuerzo es cuando te sentás y escribís un cuento de una. Igual te aclaro que me refiero al acto de escribir en sí y no a la literatura o a los libros. Que no se malentienda eso porque sino parecería que la literatura es inútil y la literatura y el arte en general es absolutamente todo lo contrario. Yo diría que Katsikas, más que ser escritor, escribe. La frase esa apunta al discurso que exagera sobre el hecho de escribir y no sobre los resultados, que me parece otra cosa. Después está la paradoja de que los libros los tiene que escribir alguien y en todo caso la no sobrevaloración está ahí. No hay que sobrevalorar al que escribe porque las cosas funcionan gracias a los lectores, lo cual es algo que de Borges al posestructuralismo para acá se ha dicho mucho.

–Sin embargo, hoy pareciera que estamos inscriptos en la lógica contraria a la “muerte del escritor”. Se vive en tiempos de resurrección del autor, ¿no? 

–Sí, esa frase apunta un poco a eso y a la cuestión del “yo”. Por supuesto que en esa franja de la “literatura del yo” se han hecho cosas buenas porque son perfectamente conscientes, pero en general se lee como si todo fuera autobiográfico. Y hay muchos que lo son y que escriben sobre sus vidas o sobre los que les pasa. Siempre escribís sobre lo que te pasa, pero la gracia es que haya algún tipo de metamorfosis o de alquimia, que se convierta en otra cosa. ¿Qué hay de propio en Katsikas? Lo importante es que lo reconozca uno y no el lector. ¿Qué importa si trabajé a los 15 años en una compañía de importación-exportación transportando herramientas por la calle? Esto te lo estoy diciendo para la biografía (risas). 

–¿Por qué el último cuento del libro Ich Sterbe dialoga con el mundo de Chéjov?

–Cuando estaba escribiendo algo sobre Katsikas, me acordé de un libro, que se lo había robado a mi mamá, La vida de Chéjov, escrito por Irène Némirovsky, en una edición de Libros del Mirasol, una editorial de los años 60. Me encantan los libros de los 60, no me preguntes por qué, supongo que es porque ahí fue cuando se movió mucho el avispero. En mi casa, cuando yo era chico, había libros de los kioskos de los años 60 y eso fue lo que me formó, más que nada. El librito de Némirovsky lo leí cuando era adolescente, yo creo que ya había leído algún cuento de Chéjov. Me fascinaba la idea de que presentaban a Némirovsky como “una de las grandes escritoras ruso-francesa” que había muerto en un campo de concentración, estoy hablando de los años 80 cuando no había Internet, como si fuera Marguerite Duras, pero cuando quise salir a buscar sus libros no encontré ninguno. A Katsikas y a Zelinski, que se van mezclando hasta formar una vida en dos tiempos, lo que les di es como el esqueleto de los movimientos de Chéjov, sólo que se van moviendo a otro lado. El cuento es una especie de homenaje a los escritores olvidados de la literatura. La última frase de Chéjov fue “ich sterbe”, que es “me muero”. Nunca me quedó claro con qué tono la dijo… Pero como última frase es fabulosa, ¿no?