EL CUENTO POR SU AUTOR
Como hacemos siempre, usamos nuestra propia vida como un trampolín para dar el salto que nos permita escribir cualquier cosa. Vine a vivir a Buenos Aires hará, como mucho, cuatro años. Como buen provinciano, aprendí que aquello que conocía de la ciudad era más bien poco; que Buenos Aires no era aquel simple amasijo urbano, homogéneo y monótono que yo creía adivinar desde la ventanilla de un colectivo o desde mi acople al andar tarambana de los porteños; que la ciudad, como cualquier otra, tiene sus matices, a veces más y otras veces menos agradables. Creo, quiero creer, que aprendí a disfrutar y a soportar cada variante que, al menos por ahora, Buenos Aires me ha presentado. Hablo tanto del tema —de mis idas y vueltas con Buenos Aires— que en realidad me parece que no termino nunca de acomodarme. Lo bueno es que me queda una ilusión de vitalidad, o de algo por el estilo.
Hará cosa de un año, año y medio, cuando supo que Barcelona sería la ciudad invitada a la Feria del Libro de Buenos Aires, Tatiana Goransky tuvo la idea de armar una antología de autores catalanes y argentinos que aportaran relatos en los que Buenos Aires y Barcelona funcionaran como protagonistas. Cada cuento de esa antología, era el plan, debería funcionar como un lazo entre ambas ciudades. No recuerdo ahora si no alcancé a comprender la consigna en plenitud o si, simplemente, la hice a un lado, porque a Barcelona, como leerán a continuación, pareciera ser que la borró el chupacabras. En fin. La antología en cuestión se llama 11mil kilómetros —la distancia que, más o menos, habría entre Buenos Aires y Barcelona— y en Argentina la publicó la editorial rosarina Baltasara. Les juro que está muy buena, que, al margen de mi cuento, quedó un libro precioso.
Escribí “Chupacabras” con la idea de exasperar ánimos, prejuicios y lugares comunes. Un simple, viejo y pretencioso recurso narrativo. Pero quién puede culparme de qué. A mí, que miré de frente al chupacabras y volví para contar
CHUPACABRAS
Vinimos a Buenos Aires escapando del chupacabras. La vida en el pueblo se nos había vuelto insoportable. La gente decía cosas, nos miraba cada vez más raro, y con Lucre a punto de parir no nos hacía gracia la idea del mal de ojo.
Años buscando un hijo y, ahora que llegaba el momento, no podíamos disfrutarlo.
A Lucre nunca le habían gustado ni la ciudad ni el carácter de los porteños. “Por Dios —decía—: no paran de hablar”. Pero se sentía culpable y no puso reparos cuando le hablé de mudanza.
—Lo que te parezca mejor —me dijo, con el mismo gesto ensimismado que arrastraba desde hacía meses. Desde su encuentro con el chupacabras, para decirlo con propiedad.
A mí tampoco me gustaba Buenos Aires, pero no tanto por los porteños como por el ritmo que la ciudad impone. Acostumbrado a las distancias pueblerinas, a los tiempos muertos que permiten una contemplación del paisaje, por así decirlo, más profunda, más concentrada, me vi de pronto abrumado. La urgencia, el escándalo permanente, la mezcla de malos olores...
Estuve a punto de echarme atrás, de hablar con Lucre y decirle que había sido un error, que mucho más prefería hacerle frente a una criatura del monte y a lo que dijeran los vecinos, que a una ciudad de comportamiento tan inestable. Pero creo que, finalmente, me adapté. O algo por el estilo.
Gracias a un conocido de Lucre —conocido de su padre, en realidad— conseguí que me asignaran suplencias en tres colegios secundarios. Daba clases de Lengua y Literatura y muy pronto entendí que los alumnos odiarían cualquier cosa que les propusiera. Cualquier actividad, cualquier lectura, la entendían como meras interrupciones a sus rutinas, marcadas por asuntos que me resultaban inaccesibles.
Más de una vez cometí la ingenuidad de prohibirles, por ejemplo, el uso del celular. Que levantaran la vista, les decía, que la vida ofrece mucho más que alienación. Así, en vez de optar por la sana indiferencia, no hice más que ganarme el desprecio de cada uno. Lo entendí —o lo terminé de entender— el día que alguien, uno de ellos, tal vez una de ellas, se robó mi propio celular.
—Por favor —les dije, una vez que acusé el impacto por la ausencia del aparatejo en el bolsillo de mi saco—, por favor, si alguno sabe dónde está, que me avise.
Como respuesta obtuve, en principio, un profundo silencio; pero al cabo de unos segundos pude ver alguna que otra sonrisa socarrona y no pasó mucho que Lili —una gordita de lo más charlatana— empezó a decir que bueno, que tal vez ahora yo aprendería a no meterme donde no me llamaban.
Pasé por alto semejante insolencia por la preocupación que me causaba Lucre, sola en casa y sin poder avisarme cualquier contingencia.
Después de analizarlo a fondo, decidimos con Lucre que apenas cobrara mi primer sueldo compraría un nuevo teléfono. No quise armar escándalo en el colegio, que un posible revuelo acabara complicando mi situación laboral.
El asunto era Lucre, que con el embarazo en su tramo final no levantaba cabeza. Cada vez que se lo preguntaba, me decía que no, que su ánimo era el mejor y que no había problema alguno. Pero bastaba que me distrajera, que me apartara apenas, para que se sumergiera en un silencio alarmante. Se sostenía la panza, cada vez más enorme y oronda, y clavaba la vista en el techo o en algún punto perdido en la pared. También era evidente el descuido en el aseo, el repentino desinterés por la vestimenta.
Le compré flores, un ramito de fresias. Lo miró con desdén, le costó encontrar fuerzas para sonreírme.
—Están preciosas —dijo, pero noté el hastío en el tono de voz, las ganas de tenerme lejos.
A la mañana siguiente, antes de salir rumbo al colegio, encontré el ramo sobre la mesada de la cocina, aplastado por una bolsa de papas.
Temí por primera vez que la estela maliciosa del chupacabras nos hubiera seguido hasta Buenos Aires.
A los alumnos, de pronto, les caía bien. Les gustó que no hiciera denuncias por el tema del celular. Ahora me buscaban charla, se reían de mi pacatería, alguno —Roger, un evidente vándalo que usaba buzos con capucha— se atrevió a darme consejos. Qué lugares de la ciudad visitar, en qué barrios había que cuidarse.
—Yo te puedo conseguir un arma —me dijo.
Me costó convencerlo de que no me hacía falta, que prefería que me roben, incluso que me dieran una paliza, antes que usar un arma.
Una tarde de aquellas, al final de una clase, Roger y otros cuatro me invitaron a tomar una cerveza. Por supuesto, les dije que no, que yo era su profesor, no su amigo. Entonces se sumaron Lili, la gordita charlatana, y Blanca Morales, quizá la chica más hermosa de aquel curso, una trigueña que obligaba a mirar el suelo cuando la tenías enfrente. Que los acompañara, me pidió Blanca, que era nomás cosa de unos minutos, como mucho una hora, que así podríamos afianzar la relación alumnos-profesor.
No lo dijo en esos términos, desde luego; usó esa jerga tan traída de los pelos en la que se manejaban ellos. Lo bueno, lo que sentí como un dato positivo, fue que entendí casi todo.
Aun con la certeza de que cometía un error, acabé por aceptar el convite. Nos instalamos ahí nomás, a una cuadra del colegio, en un barsucho lleno de malas caras y olor a cucaracha. Como adentro no había mesas ni sillas disponibles, nos acomodamos de pie junto a un gran ventanal, sobre la vereda. En la escasa distancia que había entre el kiosco y el colegio, ya podía apreciarse el deterioro en el paisaje; viviendas que no eran más que entramados de chapa y ladrillo a la vista, cúmulos de barro, un cableado excesivo y a todas luces clandestino.
Roger y Melgar —otro de los vándalos que tenía por alumno— aparecieron con dos botellas de cerveza y me apartaron de mi observación. Bebimos directamente del pico.
El cansancio y la tensión de las últimas semanas se me fueron aflojando entre trago y trago. Me permití un par de chistes bastante subidos de tono, que fueron celebrados por mis alumnos acaso con entusiasmo desmedido —aunque la charlatana Lili se ocupó de aclararme que ahí, en ese lugar, ellos no eran mis alumnos.
Íbamos por la botella número ocho —las conté bien, al menos hasta donde pude— cuando Blanca me tomó de un brazo y, con delicadeza y cierto disimulo, me apartó unos metros del resto.
—Te gusta Buenos Aires —me preguntó.
Me puse nervioso, de pronto sentía calor, y contesté con balbuceos. Primero dije que sí, que era una ciudad hermosa, pero de inmediato me puse hablar del caos urbano, de contaminación ambiental, del peligro en las calles, cosas en las que no creía del todo.
Blanca me contestó con una sonrisa y me rozó una mano con sus dedos suaves. Fue apenas eso, un roce, que alcanzó para que un cosquilleo me recorriera la columna de arriba abajo, ida y vuelta.
—Tenés que tranquilzarte —dijo después, la voz melosa y un poco juguetona—: si está todo bien.
Miré la hora en mi reloj: las siete de la tarde. A esa hora yo debería estar llegando a casa. Pero entonces apareció Roger, aunque ya no con cerveza.
—¿Te animás con una jarra loca? —me preguntó.
Fue al segundo sorbo —porque me prometí que no serían tragos, sino apenas sorbos— que empecé a hablar del chupacabras. Roger no había querido decirme en qué consistía su “jarra loca”, pero por el color y el aroma le adiviné algún vino de mala calidad rebajado con jugos y aumentado vaya uno a saber con qué.
—El chiste es tomar —dijo Roger—: lo que hay adentro no importa.
El asunto es que, fuese lo que fuese aquello que acompañaba al vino, le daba un sabor tramposo. Demasiado dulce, más bien grotesco. Tuve, en principio, muchas ganas de dormir, de echarme aunque más no sea una cabeceadita. Hasta me vino la ocurrencia de pedirle a alguno —a Roger, a Blanca, a cualquiera— que me hiciera una guardia mínima mientras me daba ese gusto.
Pero bastó que Blanca me preguntara por qué, si la pasaba tan mal en Buenos Aires, me había instalado en la ciudad. Fue entonces, antes de empezar hablar, que me eché el segundo sorbo. Y después les conté, a ella y a los otros, del chupacabras. Se los conté al detalle. Que se decía en el pueblo que un chupacabras se estaba comiendo el ganado. Que era, el chupacabras, una mezcla de hombre, pero de un hombre borracho, con zorro. Un engendro que caminaba sobre sus dos patas traseras. Que habían aparecido unos cuantos terneros destrozados en los campos. En algún momento alguien habló de ajustes de cuentas entre estancieros, pero al cabo fueron apareciendo testigos que decían haber visto a la criatura en los alrededores. Tanto así que se armaron patrullas de paisanos que andaban al acecho, detrás del chupacabras. Les conté, además, de Lucre. Que salía todas las tardes a correr por el parque que cruza el pueblo. Un parque precioso, espeso, cubierto de árboles. Se escucha estridente el canto de los pájaros; un poco más suave, allá abajo, el andar del río. Y en las tardes de verano, el alarido de las chicharras. Que quizá fueron aquellos ruidos, dije, los que camuflaron los gritos de Lucre. Al menos eso había dicho ella: que gritó. Después vinieron las noches sin dormir, la mirada perdida, las pocas ganas de ver gente. Y por último el embarazo.
Una carcajada de la gorda Lili cortó mi relato. Miré la hora: casi eran las diez de la noche. Me pasé una mano por la cara, como para despabilarme, y sin decir adiós emprendí el regreso a casa.
Llegué justo a tiempo para el último subte. Agradecí el andén semivacío, que no hubiera nadie para verme en ese estado. Me recosté en la pared y desde allí fui siguiendo con la mirada el camino de las vías, cómo se perdían, las vías, en el boquete que escupe los trenes. Fue cosa de un segundo, quizá menos, un simple ramalazo de luz, pero cuando alcé la vista de las vías me topé de frente con la cara enloquecida del chupacabras.
No hay manera, me dije, de escapar de criatura semejante.
Pensé en Lucre y en el futuro que se nos venía encima. La ciudad, un hijo... era imprescindible que comprara urgente un celular.