La primera Jumanji, allá por el lejanísimo 1995, se trataba sobre familias: un niño rico y relegado por sus padres desaparecía en el interior de un misterioso juego de mesa mientras lo jugaba con una amiga y nunca más se sabía de él. Más de veinte años después, a su casa se mudaban dos hermanitxs huérfanos que encontraban el juego y lo liberaban. Como las partes de un rompecabezas, esas dos generaciones se ensamblaban a la perfección para formar, en un sentido amplio, una familia nueva. Pero el atractivo de la película era la posibilidad de entrar y salir de la ficción del juego, que se rompiera el límite entre ficción y realidad para armar un continuo que se pudiera recorrer como aventura, como en La historia sin fin (1984) o en la más reciente Escalofríos (2015). Jumanji funcionaba como película bien construida, divertida, con animales que invadían la ciudad y un Robin Williams enloquecido que venía de la jungla, salvo por el hecho de que lxs espectadorxs se quedaban con las ganas de ver, de meterse en el juego. Pasaron veinte años hasta que Jumanji: En la selva (2017) llegara para satisfacer esas expectativas y, de paso, ofrecer un nuevo tipo de película que lograra seducir a una nueva época; ahora el viejo juego de mesa, con su tablero de madera y las piezas talladas en piedra, era un Nintendo, y cuatro compañerxs de secundario se metían en él —y a través de él, en una selva llena de peligros— para descubrir, sorprendidos, que los avatares que habían elegido poco tenían que ver con lo que eran ellos en la vida real.

La selva era fantástica y la aventura de esta segunda Jumanji valía la pena, sí, pero la verdadera apuesta y el hallazgo que hacía de la película un chiste continuo era la mescolanza de tipos físicos, géneros, razas y personalidades (hasta incómodo por momentos, porque implicaba plantear las diferencias y jerarquías de un modo bastante frontal). Afuera del juego, lxs cuatro protagonistas —la rubia hueca que vivía para mostrarse en Instagram, la chica seria y sabelotodo, el nerd extra tímido y el chico negro y deportista— no parecían tener nada en común y no se soportaban. Pero una vez puestos a jugar, resultaba que a la rubiecita le tocaba el cuerpo de Jack Black, al nerd el hipermusculoso de Dwayne Johnson, a la chica estudiosa y retraída el de una exploradora de shorcitos y panza siempre al aire, y al negro, bueno, el del negro, lo cual también era parte del chiste. Mientras atravesaban junglas, ríos y cañones para restituir una joya que les permitiría ganar el juego, los cuatro se descubrían a sí mismos en otros cuerpos y entre sí, exploraban las posibilidades de ser forzudo o sexy, o entendían que, si bien en el “mundo real” los objetos de burla eran lxs gordxs y lxs nerds, podía ser igualmente ridículo ser un galán intenso o una mujer seductora. La película sin embargo era un juego ininterrumpido y veloz, no caía en didactismos ni en demostrar nada a sus protagonistas sino que los habilitaba para jugar otro tipo de juego y descubrirse a través de él: una maravilla.

Jumanji: El siguiente nivel, la recién estrenada continuación de la aventura del 2017 dirigida también por Jake Kasdan, no innova demasiado sobre esa fórmula pero logra repetirla de una manera que resulte todavía divertida, si bien previsible, sobre todo porque redistribuye los roles: pocos años después, lxs cuatro chicxs que ahora son amigxs y están empezando la vida afuera del colegio se vuelven a reunir y, oh accidente, caen en Jumanji una vez más. La misión que los convoca replica el esquema de Jumanji: En la selva, pero complica y varía el juego de roles entre los personajes y sus avatares a un nivel todavía más delirante que incluye a un caballo, una ladrona asiática y otras novedades. Jumanji: El siguiente nivel no inventa nada que no estuviera en Jumanji: En la selva, pero logra llevar a los abuelos de los protagonistas (Danny De Vito y Danny Glover) a jugar, y que sea divertido, incluso aunque la presencia de los abuelos implique nuevos temas que no formaban parte del universo adolescente como la vejez y la muerte mismas.