Una separación podría pensarse como un tiempo impreciso, un no lugar donde los seres involucrados pasan a mirar su pasado en común como si quisieran encontrarle explicaciones a cada desdicha que lxs expulsó de esa pareja, que lxs llevó a la intemperie de una soledad inconsistente para armarse de nuevo.

Entonces el hall de un viejo hotel será el espacio ideal para que Ann Marie y Michael se deleiten en la parsimonia de herirse y de mirarse, de ensayar un aplomo discreto porque cada unx ya tiene su propia vida y, en cuanto los papeles de la separación estén dispuestos, van a  casarse con sus nuevas parejas y no importa si todavía sienten algo, o si ansían verse y podrían, si la madrugara durara más de lo previsto, dejarlo todo e intentar estar juntxs aunque, tal vez, se conozcan demasiado y cada recuerdo que se reprochan como en un rezo sea la mejor excusa para cerrar ese capítulo.

Marguerite Duras conocía esa zona confusa donde el amor se manifiesta a destiempo, como si buscara descifrarse más allá del momento en que existe como una realidad precisa, cotidiana, eufórica o apacible. Hay algo que se desanuda de a poco y que puede regresar cuando Ann Marie y Michael parecen citarse sin decirlo y ese amor tiene formas desconcertantes, palabras dichas sin resguardo, saltos mortales para lograr una confesión que lxs enemiste y creer que allí no se detendrán nunca más. Porque si ella deseaba engañarlo, si él disfrutó ese encuentro con una desconocida, las palabras son puro desaliento. En Duras el amor puede leerse como una experiencia interior donde lo que se busca es más una literatura de la personalidad que recomponga, a partir de la ficción, la herida real que siempre es insalvable. Si el amor no pudiera nombrarse, convertirse en escritura, ella ya estaría destrozada por esa realidad a la que recurre de un modo fantasmal para restituir su propia identidad. No la mujer padeciente sino la autora, la dueña del sentido. 

Tal vez por esa razón en la dramaturgia de La música los personajes guardan una distancia cautelosa. Casi no hay contacto físico y nada se desacomoda en la elegancia de sus trajes. Se desplazan en la escena como si hubieran estudiado el modo de ofrecer al otro la comedia de su entereza. No es esta una historia para arrepentirse sino para detenerse a hablar sobre lo irremediable. 

Débora Longobardi realiza una actuación cinematográfica, dedicada al gesto mínimo que le da cierta suficiencia frente a Michael, su ex esposo que no está muy convencido del paso que van a dar, que se mueve en el escenario como si obedeciera a las líneas que ella, Ann Marie traza para dejarlo un poco mareado esa noche en la que no duermen.  

Hay algo del clima majestuoso de Hace un año en Marienbad en La música. Si bien la estructura del film de Alain Resnais buscaba variar la temporalidad conservando la misma locación y de ese modo, la diferencia entre lo que había pasado y lo que iba a ocurrir sólo podía resolverse en un diálogo que se enredaba en la necesidad de persistir en ese encuentro, en La música ese estado parece darse en la cabeza de cada unx de lxs protagonistas mientras habitan una linealidad serena. Entonces el verdadero conflicto está entre la efectividad de las acciones, el modo en que aparentan ser acertadas y maduras, y la interioridad desprolija del recuerdo, donde nunca sabemos qué dolor ha sido realmente superado, cuándo dejamos de querer, cuánto de nosotrxs se fue con ese otrx amadx y regresa para estamparnos en la cara lo que fuimos mientras simplemente nos dependimos o pasamos de largo. Y

La música de Marguerite Duras, dirigida por Graciela Pereyra, con las actuaciones de Débora Longobardi y Ulises Puiggrós se presenta los viernes a las 21:15 en el Teatro La Comedia.