Hago memoria. Son muchas las películas que me marcaron. Algunas por el clima del relato o por la potencia de la trama, otras por la frescura de una escena o la precisión de un diálogo. Son cosas que me llenan de felicidad. Salgo del cine con la seguridad de haberme topado con un hallazgo. Camino por Corrientes justificado, con el ánimo alto, a cinco mil kilómetros de la aridez del cine que decepciona. La película, entonces, empieza a funcionar como un lente de aumento. A través de él miro el mundo. Es una forma que tengo de apropiarme de lo que amo, procesarlo en mi cabeza. Casi de inmediato, desarrollo una relación de intimidad con esas imágenes; dejan de ser una sucesión de planos y secuencias ordenados por un montajista para convertirse en dispositivos externos de mi imaginación. Así funcionan, así permanecen en el recuerdo. 

Pero de todos los films que llevo vistos destaco uno al que siempre vuelvo. Creo que hay dos motivos para que esto ocurra. Primero, se trata de una película infinita; quiero decir, tiene mil capas y todas son nutritivas y sabrosas. Segundo, el film –como si fuera un artefacto con voluntad propia– encontró la forma de filtrarse en mi vida a través de un par de episodios que escapan de la pantalla. 

Hablo de Stalker, un film de Andrei Tarkovski que se estrenó en el 79. Me voló la cabeza la forma en que el director, en cada escena, hilvana el discurso poético y filosófico con una morosidad –relacionada con el gramaje del celuloide y con el uso de la luz– que termina por volver abstractas hasta las circunstancias más triviales. En esta película se narra el viaje de un guía –un stalker– que conduce a dos hombres –el escritor y el profesor– por una zona extrañísima regida por leyes propias y cambiantes. Buscan una habitación en la que se cumplen los deseos secretos de cada persona. Los tres hombres, personajes extremos y desencajados, se mueven en un paisaje que es pura inestabilidad. Algo que me quedó para siempre en la memoria es la tensión –el clima de inminencia– que está presente en toda la película. Stalker es una granada de mano sin espoleta, cada fotograma es un nudo dramático, condensa el espíritu de la gran tragedia rusa. Cualquier cosa, un detalle menor o un pormenor onírico, puede desencadenar una hecatombe formidable o propiciar una epifanía.   

Recuerdo la primera vez que la vi en el año 81. Fue en una sala enorme, si no me equivoco era el Cosmos 70, que tenía más de 1000 butacas. Nos metimos al cine con un amigo entrañable, el negro Mateos, una noche helada a fines de mayo. Estoy seguro de un detalle: lloviznaba. En esa época, yo tenía unas botas de gamuza que patinaban en el piso mojado y aquella vez viví un par de situaciones de riesgo. El cine estaba casi lleno, raro para una peli de esas características. Quizás las alternativas de esparcimiento eran escasas en aquellos días. Encontramos un lugar muy cerca de la pantalla para nuestro gusto, pero nos conformamos. El espectáculo empezó puntual. Y enseguida Tarkovski nos metió de lleno en su atmósfera. Desde la primera imagen, tuve la impresión de estar caminando sobre una cuerda floja. Los primeros planos, los colores, las caras de los personajes, el silencio, todo era apremio, incertidumbre. La situación fue sobre rieles –la gente permanecía hechizada– hasta que, de pronto, más o menos a la hora de haber empezado la proyección, la cortaron de improviso. Fue un hachazo, un tajo inesperado. Prendieron las luces de la sala. Hubo un momento de sorpresa. Eran las 12 en punto de la noche. De pronto, por los parlantes, salieron los primeros compases del Himno Nacional Argentino. Era 25 de mayo y las autoridades habían decidido hacerlo evidente. Nos miramos con el negro Mateos y no hubo necesidad de decir nada, nos pareció una intromisión absurda, un gesto de patrioterismo inaceptable. Pero la reacción de la gente pareció no acompañar nuestro punto de vista. Medio incómoda al principio, se fue parando a medida que progresaba el Himno. Cuando llegó el momento del canto, no había persona que estuviera sentada; salvo nosotros que, sin palabras, habíamos decidido resistir. Sentía las miradas condenatorias en la nuca. Se unían en un rayo láser que me perforaba el cráneo, un poderoso torrente de energía negativa que me impregnaba el cerebro y lo encendía como una bujía de neón. No resistí mucho. Me paré de un salto y empecé a cantar en voz baja. El negro se mantuvo sentado. Indiferente a todo. Se clavó en la butaca con la mirada al frente. Después siguió la película, pero eso ya no tiene importancia. Volví a verla varias veces más. El roce brutal de aquella experiencia quedó atado al vigor de las imágenes.  

Hay dos escenas que no olvido. En una, los protagonistas están arriba de un jeep, dispuestos a entrar en La Zona, esquivando los disparos de la policía; en la otra, la hija del stalker desplaza un objeto por telequinesia. Si bien en toda la película está presente el vacío de lugar, creo que en estos dos momentos se cristaliza de una forma diferente, toma cuerpo a través de la acción. Pero, además, como comenté más arriba, hay otro hecho que me une con Stalker. Una amiga, Claudia López, escribió un bellísimo libro de poemas relacionado con el film. Se llama Variaciones Stalker y es uno de mis textos de cabecera. Me parece que la mejor manera de terminar de hablar de la peli de Tarkovski es anotar una estrofa de un poemazo que se llama “Trampas” y es parte del libro que acabo de nombrar. Va: “La aventura de salir/ no es/ la ignorancia del destino/ ni el peligro de las posibles emboscadas/ el riesgo es/ no saber de dónde”.


Jorge Consiglio nació en Buenos Aires en 1962 y es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Publicó cuatro novelas: El bien (2003, Premio Nuevos Narradores de Editorial Opera Prima de España), Gramática de la sombra (2007, Tercer Premio Municipal de Novela), Pequeñas intenciones (2011, Segundo Premio Nacional de Novela y Primer Premio Municipal de Novela) y Hospital Posadas (2015); los volúmenes de relatos: Marrakech (1999), El otro lado (2009, Segundo Premio Municipal de Cuento) y Villa del Parque (2016), y cuatro libros de poesía. En la actualidad, colabora en suplementos y revistas nacionales y extranjeros.