En una entrevista que le realiza la agencia Paco Urondo, Horacio González apuesta a que la historia argentina sea rehecha, es decir reescrita, a trazar una nueva Cosmópolis para reponer en la lengua las marcas ultrajadas: las del indio, las de afro, las del cocoliche. No sería menor en un proyecto político releer contra el modelo neoliberal y/o el de las “academias norteamericanas donde hay una multiplicidad graciosa y finita”. Según David Viñas, la literatura argentina comienza con una violación, la del unitario patilludo en El matadero de Echeverría y a manos del violín y violón de la Mazorca rosista. Podríamos leer de otra manera afirmando que la literatura argentina empieza con el asesinato de un afrodescendiente en un libro donde el protagonista afirma que no pelea ni mata sino por necesidad. En el capítulo 7 del Martín Fierro hay una ofensa (gratuita) y un duelo (innecesario): el gaucho “apedao” insulta a una mujer a quien Hernández por boca de su cantor llama “negra”: “Vaca…yendo gente al baile“. El marido la defiende, entonces Fierro redobla la apuesta del ingenio (“Por…rudo que un hombre sea /nunca se enoja por esto”) hasta que a las palabras las corta el filo de los cuchillos. El negro cae muerto y queda sin tumba alimentando la leyenda de la luz mala.

Años después Fierro se topa con un payador al que José Hernández, quizás al “elevarlo” al arte del verso y la guitarra, no llama despectivamente “el negro” sino “El Moreno”. A este, Fierro lo vencerá sin sacar el cuchillo (con la payada) pero antes se enterará de que es hermano del otro, del muerto. En el poema no hay venganza, pero Jorge Luis Borges en su cuento El fin hará concurrir a Fierro a una cita que ha quedado fuera del poema épico. Cito:

“–Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.

Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro (…) Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo en la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó.

Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió al facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás.

Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro. No tenía destino sobre la tierra y había matado un hombre”. Fin de la cita.

Caradura, corrijo a Borges: no es que ahora el justiciero fuera nadie sino que él, el autor, lo ha dejado solo. Luego del impulso ácrata de matar literariamente a Fierro –el gran forajido nacional por mano de un justiciero–, lo desmiente como quien se palpa el cuchillo pero luego retira la mano como si le quemara, al declarar al “moreno” “sin destino sobre la tierra”, es decir lo castiga con una ley más allá de la jurídica.

No nos apresuremos a ese término cómodo: venganza. En otras líneas del Martín Fierro se dice que los hermanos sean unidos pero se refiere a la secuencia biológica y patriarcal aunque se lance en la pampa incierta.

Pero en esos hermanos que cruzan los versos del Martín Fierro y que Borges reinventa en El fin, la venganza se organiza en la igualdad del duelo y se lanza hacia el futuro como resistencia y acción política que en la Argentina pos dictadura adoptaron las maneras de la sangre: Madres de Plaza de Mayo, Hijos de desaparecidos, Familiares.

La ficción es profeta y se desliza sin alambrados estructuralistas a las ficciones reales, por eso Josefina Ludmer leyó en Hipólita, la puta de Los siete locos, a la injuriada en el poder a quien llamaban de ese modo sus enemigos (Evita) y en El astrólogo, al brujo del esoterismo peronista, José López Rega. Yo la copio y me gusta que El moreno del Martín Fierro vuelva en Gabino Ezeiza, el llamado “último payador”.

Suelo llorar al oír por youtube esa voz que modula,entre interferencias de púa gastada sobre una pista de pasta, las loas a la heroica Paisandú. Es una voz geómetra donde adivino el latido puntual de la métrica, la rima siempre a mano en el inmenso archivo de la lengua oral y donde los mejores, aunque canten, no se precipitan a lo cantado sino a lo original y siempre quedo hipnotizada por ese secreto porque poco queda de las improvisaciones de Gabino Ezeiza salvo las más taquilleras para el fonógrafo y la leyenda ¿Dónde están la mayoría de sus poemas, las obra de teatro que dicen que escribió? ¿Cómo serían sus retruécanos? ¿Hacía del desafío, fina retórica al paso venciendo a los hijos de la inmigración que los doctores ninguneaban como cocoliches? ¿Usaba la modestia afectada de los sabios, insistiendo sobre sus escasas virtudes? ¿Cantaba el dolor de los suyos, precursores como presas del secuestro y exotizados en el primer libro de lectura como faroleros de pantalones a rayas o vendedoras de mazamorra que, representadas en muñecas, llevaban en su delantal blanco la marca de la servidumbre y a las que ninguna niña blanca hacía actuar de hija?

El negro cantor ¿mito blanco denegador de la violencia?

Yo prefiero la ficción nacional de un afrodescendiente nacido en San Telmo (llamado barrio del Mondongo), que trema su estilo en nuestra lengua como custodio de las palabras que no se ordenan en el panteón de la biblioteca, de acuerdo a un escrutinios entre doctores, sino que se abren a las infatigables invenciones de las calle, a las asociaciones libre plebeyas que ruedan en una ciudad, Buenos Aires, sin centro ni límites y a quien Héctor Pedro Blomberg le recordó en El adiós de Gabino Ezeiza , haciéndole decir al “Negro Gabino”: “Por eso vengo a cantar/ Mi trova de despedida,/ Que hoy la tarde de la vida/ Mi alma ya empieza a nublar/ Nadie volverá a escuchar/ De mi guitarra el rumor,/ Cantos de gloria y de amor/ De la ciudad en que he nacido,/ No me arrojes al olvido/ Yo que he sido tu cantor”. Es decir no un cantor, sino el cantor, y el último que es como decir que no habrá otro igual.

El cabecita negra forma parte de las 154 especies recordadas por Guillermo Enrique Hudson y preciosamente descriptas y clasificadas por él. ¿Es por su paulatino pero indeleble avance sobre las ciudades, por su canto monocorde pero pegadizo y su costumbre de andar en bandadas, que ese nombre se impuso con malevolencia para nombrar a los hombres oscuros del país de adentro, no afrodescendientes aunque también, de sangre india, mestiza? ¿No era más certera la palabra “tordo” para aludir desde el desprecio a los de piel oscura en lugar de que esa palabra nombrara algo totalmente opuesto: gentes de diploma, generalmente blanca como canarios? ¿O nombrar a aquellos hombres por la cabeza aludía al encono provocado por lo que sobresalía cuando éstos se calaban el traje de ciudadano integrado, considerado inmerecido por la burguesía cara pálida?

 

Ese hombre, Guillermo Enrique Hudson, murió ignorando dos cosas: que sin querer había contribuido con una analogía injuriosa y que, en algún momento de
la historia, los argentinos nombrados como pájaros serían cobijados en la jaula protectora de unos brazos al que hoy les falta la nitidez de la forma y el acabado humano de las manos: los del General. Cabecita negra, injuria que su compañera transformó en orgullo con la expresión “mis grasitas”.